En
estos días, la asociación de Andalucía laica, a la que pertenezco, ha
denunciado en la prensa el hecho de que en algunas escuelas los niños celebren
actos religiosos, concretamente procesiones de Semana Santa en pequeño, en
horario lectivo. Niños ataviados de legionarios que tocan el tambor y la
trompeta y portean pasos y niñas con mantilla que acompañan la procesión. Actos
programados por la dirección de los centros respectivos y con el apoyo de los
distintos consejos escolares. Para mi gusto, una ranciería. Andalucía laica
argumenta que tales actos están fuera de lugar en la escuela, lugar donde los
niños van a estudiar y aprender, no a creer. Aparte de que tales actos
discriminan, por tema religioso, a aquellos alumnos no creyentes o que no
deseen participar. El lugar apropiado para este tipo de celebraciones debería
ser la iglesia. O también las sedes de las distintas cofradías. Don Lorenzo, el
cura de mi pueblo, lo organizaba perfectamente:
la Semana Santa chica, con todo el regocijo de padres y abuelas y sin críticas. Así debe ser. Zapatero a tus zapatos. La religión, en la iglesia y no en los centros educativos públicos.
Comulgo convencido con una de las proclamas más acertadas de los laicistas:
la religión fuera de los colegios. Así lo creo.
Algún
director de alguno de estos centros ha contestado al requerimiento de Andalucía
Laica. Y su argumentación se basa en que la Semana Santa es un hecho
diferencial que constituye un patrimonio cultural inmaterial, según un real
decreto. Y añade que en el programa educativo está reflejado proteger, potenciar
y divulgar la cultura en sus distintos registros o expresiones y en concreto,
la Semana Santa por lo que contiene de música sacra e imaginería y de tradición
ancestral. Es historia y cultura, no solamente sagradas, sino también social y
costumbrista. Y bajo ese prisma abordan que los escolares vivan y participen de
estos actos. Como si la Semana Santa no gozase ya de protección suficiente por parte de los poderes públicos y de la irredenta penetrancia de la Iglesia en todas las esferas de nuestra sociedad.
Pero uno, que es bienpensado, se vuelve a replantear el tema. Ya no parece la cosa tan anacrónica, tan rancia, tan fuera de lugar, ¿verdad que no? Si lo que argumentan esos directores fuese de corazón yo no tendría problema alguno en aceptar tal alegato. En todo caso, propondría que tales actos se organizasen como actividades extraescolares y no en tiempo lectivo. Pero resulta muy obvio que detrás del escudo protector de la cultura y la tradición se esconde otra verdad palmaria: el fundamento de estos actos no radica en otros pilares que no sean la religión, la creencia, la fe. Les puede el capillismo. El fin de este tipo de actos va en la dirección del adoctrinamiento de los pequeños para mantener viva la cantera, para asegurar el relevo generacional.
Aun así, la mayoría de la ciudadanía apoya y defiende estas actuaciones, unos por fe verdadera, otros por mantener una tradición entrañable que nos pone la piel de gallina a todos, otros por el mero espectáculo de música, colorido y arte callejeros y gratuitos. De acuerdo. Pero, así como un hospital, unos juzgados o unas oficinas de hacienda se dedican a sus menesteres propios y no a organizar procesiones, una escuela pública se debe a la enseñanza, no a la creencia. En clase de Historia se aprende la historia de las religiones; en clase de música se les enseña a los alumnos cualquier clase de música, incluida la cofrade y religiosa. No parece necesario para ello la celebración de procesiones con todo el boato de las mismas. Pasando por alto la supuesta -y nunca practicada- laicidad del Estado y de las instituciones públicas, en las escuelas no cabe discriminación alguna para cualquier actividad docente entre alumnos creyentes y no creyentes, para este tipo de actividades todos los escolares son iguales. La escuela pública de ninguna manera debe promover esta tendencia tan eclesiástica de clasificar y segregar a los alumnos, éstos de aquí los buenos, los normales; éstos otros los “raritos”. De ninguna manera.
Quede claro que yo no critico la Semana Santa, yo la disfruto casi tanto como la disfrutaba de seminarista, me emociono con el paso de nuestro nazareno, con el retumbe de los tambores en la mañana del Jueves Santo, canturreo en privado el pregón de Pilatos y sigo subiendo al coro de la iglesia cada Viernes Santo por la tarde para cantar “las Siete Palabras”. ¿O es que acaso ayer noche mismo en el acto de la exaltación de la saeta no experimenté parecidas cosquillas en el estómago que cuando escuchaba los pregones en la madrugada del Viernes Santo? Por muy ateo que uno se considere, hay patrones de gustos y conductas infantiles tan incrustados en el cerebro “antiguo”, que no puedo -ni quiero- borrar. Y no entro, porque es una evidencia irrefutable, en la Semana Santa profana, la que produce consumo, diversión, vacaciones y turismo. En esa semana tan especial y sagrada, Sevilla factura más dinero aún que en la Feria de abril. Según datos del ayuntamiento hispalense, la facturación de la feria de 2023 fue de 800 millones de euros, mientras que en Semana Santa se facturaron 930 millones.
Lo que critico es que el catecismo
que antes se daba en la iglesia ahora haya pasado a la escuela camuflado de
asignatura oficial de Religión. Lo que critico es que directores, consejo
escolar y AMPA de colegios públicos utilicen la escuela para fines no
académicos, sino doctrinales. Lo que critico es que la Consejería de Educación
se ponga de perfil ante estos hechos que atentan directamente contra la norma constitucional
de una enseñanza pública laica y contra la no discriminación por cuestiones de
creencias. Lo que critico es que las cosas de Dios se inmiscuyan en las cosas
del César.
¿Semana
Santa? Pues claro que sí. En la iglesia, en los cuarteles, en las calles, como Dios manda.