miércoles, 26 de septiembre de 2018

Una mañana en el hospital


Mis queridos, fieles y abandonados lectores: después de tres meses de vagabundeo por esos mundos, con más vacaciones que un maestro escuela, aquí me tenéis de nuevo dispuesto a entreteneros con uno de mis temas preferidos: el hospital, claro está.

Quizás sea la primera vez que entro en la consulta de un médico sin que mi fama me preceda. Perdonadme la inmodestia, pero es que es verdad. Hasta ahora, en cualquier visita médica que haya tenido, tanto el médico como la enfermera sabían quién era yo. "¡Hombre, el doctor Rivera!"... Y, quieras que no, eso condiciona un poco el resto de la consulta. Aparte, que yo soy muy metomentodo en los sitios donde me considero con bula.

Menos esta vez. Me van a tener que repetir la intervención sobre mi arritmia porque sigue dando por saco. Y antes de ello es obligada la cita con el anestesista: la famosa "prueba de la anestesia". Y aquí, donde ahora vivimos la Peque y yo, nos conoce aún poca gente, y en el hospital... nadie. O casi nadie. De manera que pido mi cita como cualquier vecino y acudo a ella cuando me ha tocado. Sacristán viejo en estas liturgias hospitalarias, me presento dos horas antes... por si cuela. Cuando yo ejercía pasaba esto: colaba a pacientes antes de su hora si alguno otro se rezagaba en llegar. No ha habido suerte. 

Dos horas sentado en una de esas sillas tiesas de la antesala de la consulta podrían dar para mucho si la gente de ahora fuera como la de antes, que enseguida pegaba hebra y te relataba hasta la comida que tenía ya medio arreglada para hoy; no, ahora el móvil ocupa todo el tiempo y el espacio de las criaturas. Siete personas esperando, seis móviles a revienta calderas de calientes. Y yo, sin querer sacarlo. Y al final, que caes... Ya está el Jaime enviando canciones y saludos matutinos, ya la Mercedes contestando, y la Cati... 

En esto que se me sienta al lado una señora sin móvil. ¡Anda! Por las pintas, es marroquí. Pero debe ser moderna porque no trae pañuelo en la cabeza y viene ataviada a nuestro modo: su morena y rizada melena recogida en un moño, una blusita azulada, un pantalón holgado marrón clarito y unas sandalias que le delatan unos dedos con sus pelillos y todo, y las uñas al natural. Y entabla conversación conmigo. Lleva veintitrés años aquí, con lo que su prosodia es casi casi antequerana. Que ha cambiado el día de consulta a hoy porque son los martes los días de libranza en su trabajo, que como vive sola, en cuanto acabe la consulta se pasa por el Mercadona y se compra una dorada. No, en el horno, no, que no tiene; la hace a la sal pero en la hornilla de butano. Lo mismo que el pan; no lo compra, ella lo hace, en la sartén. "¿Pan en la sartén?" -le pregunto incrédulo. "Como lo oyes", me dice. Que conoce muchas modalidades de pan casero, y que en Marruecos un kilo de sardinas vale 60 céntimos de euro, al cambio con su moneda, y que aquí cuesta 6 euros, que qué barbaridad. Y que lo mismo pasa con los tomates. Que viaja mucho a su ciudad porque allí tiene hijos y nietos. "¿Y entonces por que no te vas a vivir allí?" -le pregunto ya en confianza. "Porque después de tantos años aquí me encuentro muy a gusto, tengo amigas y me conoce todo el mundo, hasta el alcalde, fíjate". La verdad, se echa de menos poder hablar con criaturas desconocidas cuando vas a los sitios. Ahora es casi imposible por mor de los móviles. Una hora larga se me ha pasado volando.

Y ya es que me toca entrar. Una auxiliar regordeta y simpática que cada vez que sale al pasillo nos advierte a todos lo atrasada que va la consulta, pronuncia mi nombre. La médica que me va atender es una joven anestesista. La saludo con un cortés y lacónico buenos días hasta no comprobar el talante de la doctora, y ella, sin levantar la vista, me lo devuelve. Me siento enfrente suya. Antes que nada, las cosas como son, un repaso general con mi ojo avezado para tasar sus bondades femeninas. No, por favor, no me tachéis de machista. Joer, es que los hombres funcionamos así, lo primero es un bicheo, de arriba abajo. Yo soy de los que se fijan, más que en ninguna otra parte anatómica, en la cara. La chica me parece muy guapa. Como ella no me mira, puedo yo recrearme en mirarla a ella sin temor a que me descubra. Si dentro de un mes, pongo por caso, me la tropezara por la calle, yo la reconocería. Ella a mí desde luego que no. Sólo ha levantado la cabeza del ordenador una vez, cuando le he dicho que si le parecía bien le explicaba el motivo de mi visita, y me ha contestado muy secamente que no, que aquí -señalando el ordenador- viene todo.

¡Qué lástima! Una chica tan joven y tan guapa... seguramente muy bien formada como anestesista, y, sin embargo, tan seca y áspera con sus pacientes. Es algo que me disgusta mucho. Ser amable no cuesta nada, me cachis en la mar. Pero, en fin, debo aceptar que cada cual es cada cual. Me queda la satisfacción de que si algo han aprendido de mí mis estudiantes y mis residentes haya sido eso: la afabilidad con la gente.

Al final, me voy contento, pelillos a la mar, todos tenemos derecho a tener un mal día. Con demasiada frecuencia juzgamos a las personas por un comportamiento aislado sin conocer los entresijos de sus vidas y milagros. Mismamente, la han llamado hace poco de la guardería para comunicarle que su hijita de seis meses tiene fiebre, y la pobre mujer está que no vive de ganas de terminar. Vete tú a saber. Prefiero quedarme con la imagen de la mujer marroquí mostrándome en su móvil -al final también lo sacó- fotos de sus nietos moritos, la mar de morenos y de bonitos, y de sitios escogidos de una ciudad, la suya, de cuyo nombre, innombrable, ya no me acuerdo.

Sed buenos.