domingo, 28 de marzo de 2021

El último toque

Ajenos, la Peque y yo, al tiempo televisivo -ya ni vemos el telediario, por hastío de tanto virus y de tanta gente "marchosa" e irresponsable-, esta mañana nos hemos despertado a las ocho, que eran las nueve. O a las nueve, que serían las diez. Al son de las campanadas del toque a misa de la iglesia de san Sebastián, tan cerquita de nuestra casa.

-Peque, parriba... ¡El último toque! -la zamarreo con guasa, rememorando viejos usos.

La gente nueva no ha conocido aquel tiempo nuestro en que buena parte de la vida social y familiar se regía por las horas litúrgicas y se pregonaba por las campanadas: los toques a misa, que eran tres, separados por quince minutos; acompasando al último, salía el cura de la sacristía hacia el altar mayor flanqueado por sus dos monaguillos. El toque del Ángelus, a las doce del mediodía, que paraba cualquier actividad durante un minuto para que la gente se santiguara y rezara por lo bajito un "ángel del Señor anunció a María..." Los repiques de las tres de la tarde, para despertar a los jornaleros de la siesta y mandarlos al tajo. Toque único para el rosario de media tarde; toques, de nuevo, para la misa de ocho. Repiques por las bodas, los bautizos y hasta para alertar de alguna calamidad o catástrofe en el pueblo. De todo ello, lo único que queda son los toques a misa y el doblar a muerto.

Las campanadas que más nos afectaban a la gente de entonces eran los toques a misa de domingo. La Peque -me dice- se levantaba al primer toque, y así le daba tiempo a fregotearse, vestirse y acicalarse. Al segundo toque debía estar recogiéndose las greñas de su pelo rebelde; y con el último toque, entrando en la iglesia con el resto de sus amigas y con la hora en los talones. Todo bien cronometrado. Yo, no. Yo era primeramente, acólito, el que tocaba las campanas; y luego, seminarista. Al primer toque, en la sacristía, a disposición de don Juan.

Hoy, Domingo de Ramos, Antequera luce glamurosa su tradición semanasantera. Rojos cortinajes, banderas y pendones exornan con refinado gusto ventanas y balcones. Rodeados de templos abiertos por cualquier punto cardinal, la Peque y un servidor hemos disfrutado del ir y venir, del entrar y salir del tropel de gente capillita -en ordenadas colas- visitando y honrando  a los "Santos" con palmas y ramos (pueri hebraeorum portantes ramos olivarum...). Entre muchos de estos devotos (la mayoría) se mantiene la costumbre de "vestirse de domingo" y la de estrenar algo. Recuerdo que yo solía estrenar calcetines, y la Peque me dice que ella, bragas. Hoy, por estrenar algo, me he colocado una mascarilla nueva. Gente guapa por las calles soleadas. Me gusta. Que uno sea laicista y ateo no quita para saber admirar la estética en las personas y en las cosas; al hombre trajeteado y elegante, y a la señora bien contorneada con los niños de la mano; para sentir sones y cánticos cofrades y olores a incienso y a flores; para asumir con agrado unas raíces emocionales profundas y un venturoso pasado. En fin, que me gusta la Semana Santa.

-Niño, José María... Tocando a misa. ¡Y tú acostado todavía! Hoy, por ser Domingo Ramos, regañuza de don Juan, ya lo verás -mi madre, la pobre...


Feliz semana a todos. Y ya va faltando menos pa la vacuna.

  

 

viernes, 26 de marzo de 2021

La ciática

Calma, muchachos, aquí no pasa nada. 

Amigos preocupados por mi tardanza, 

por mi pereza -dicen-, por mi desgana... 

O quién sabe, si por el virus chulesco

o por algún mal de esos arteros

que ahora trastocan las almas. 

¡Necesitamos tus escritos! -me reclaman.


No hay tal. Ni pereza, ni tristeza me atenazan. Es algo mucho más vulgar, me temo. Que resulta que no me sale escribir con la moral baja. Necesito estar contento. Si algo me aflige me abandona el ánimo. Don Eduardo Mármol, mi cura predilecto en Los Ángeles, conversaba con mi madre en aquellos días de mayo en que cada año nos visitaban masivamente nuestros familiares (la fiesta de la familia). Y me alababa ante ella como un niño muy noble e inteligente, aunque demasiado pusilánime.

-¡Pusi...qué? -se esforzaba mi madre en entender aquella palabreja.

-Bueno... Asustadizo, tímido...

-¡Ah, ya! Cagueta, quiere usted decir, ¿verdad?

-Eso mismo, dicho con sus palabras -se reía el cura.

-Sí, mire usted, como yo. Mi José María tiene mu poca presencia de ánimo.

Pues eso. 

¿Y qué es eso, hombre de Dios, que nos está privando del maná de tus letras?

Pues veréis: que desde hace tres meses vengo arrastrando molestias progresivas en el culo, muslo y pierna derechos. Me he sometido a sesiones de rehabilitación, masajes, aparatos de magnetoterapia... En fin, todo lo que me han recomendado los traumatólogos. Hasta me han infiltrado Botox en los músculos glúteos. Y nada me ha sido de provecho. Finalmente, una resonancia ha puesto de manifiesto que padezco de una hernia discal lumbar con afectación de la raíz nerviosa S1, lo que me provoca una ciática puñetera. Dentro de dos semanas me van a realizar una infiltración epidural como último recurso para intentar evitar la cirugía. Ea. Eso es todo.

No he tenido ánimo ni disposición para enfrentarme a mi tarea literaria. Por otra parte, considerad que la molestia contumaz en el glúteo se acrecienta cuando llevo mucho rato sentado, con lo que apenas puedo entrar en el ordenador... En fin, que no, que no he tenido cuerpo. Cómo habrá sido la cosa de penosa para mí que ni siquiera he podido rebatirle a mi amigo Pedro Calle las fantásticas teorías conspiranoicas que desgrana en su blog. Espero que sepa perdonar mi desdén.

Estoy mejor. Quizá por la sugestión positiva de ver cercano el día de la inyección salvadora. Tal vez porque no hay mal que cien años dure, y esto vaya remitiendo de manera natural y espontánea. Puede ser.

De manera que tranquilidad. Volveremos a las andadas... Y vacunado. Jajaja. Eso espero.