martes, 14 de diciembre de 2021

Lo que vale un euro

¡Te vas a enterar de lo que vale un peine!... Creo, sin embargo, que la mayoría de mis lectores -gente del taco- nunca se ha enterado de eso, del valor de un peine. Cosa muy distinta de lo que vale un euro, claro. De eso sí que nos hemos enterado todos. Y coincidimos en que alguien nos engañó en el trueque: un euro vale menos que nuestros veinte duros de toda la vida. A ver qué hace un abuelo con un euro para sus dos nietos pequeños en el parque. Na. Ni siquiera puede montarlos en los cacharritos, que ya se han puesto a dos euros por pasaje. En fin...

Pero, lo que son las cosas, hoy me he congraciado con el euro, oye. En serio. Ahora lo veréis. Harto de buscar sitios nuevos para mi práctica de golf campestre que no comprometan la integridad de las criaturas del Señor, me da por llamar al club de golf donde ya soy alumno en prácticas. Y pregunto a la señorita de recepción si puedo simultanear mis clases -una a la semana- con prácticas voluntarias en el campo de entrenamiento.

-¡Por supuesto que sí! -me aclara la señorita-. Y no sólo que pueda usted, sino que debe hacerlo. De esa manera practica y perfecciona lo aprendido en la clase.

Vi abrirse el cielo. Porque yo estaba en la creencia de que no podría entrenar por libre hasta haber concluido el periodo de clases. 

-¿Y cómo lo hago?

-Usted se pasa por aquí, y por un euro le entrego treinta y dos bolas... Y a pegarle.

-¿Y si quiero seguir más?

-Otro euro y otras treinta y dos bolas.

-¡Qué guay! 

A las cuatro de la tarde, después de la liturgia de la siesta, allí que me presenté con mi euro y mi hierro del 5. Yo solo. Todo el campo de entrenamiento para mí. Me tomé un tiempo entre golpe y golpe, primero por hacerle caso al profe, que me corrige mi precipitación, "el golf es un deporte de concentración, no puedes darle a lo loco. ¡Párate!". Y segundo, porque me duraran más las bolas, para saborearlas mejor, como cuando de chavea le daba bocaditos minúsculos a la onza de chocolate. ¡Qué gozada! Desde mi posición, frente a la sierra arropada por un vasto edredón de nubes de algodón, sentía la pulsión y la fantasía de hacer llegar cada bola a todo lo alto de la montaña. ¡Y el coraje que da cuando fallas y te sale la bola rateando!... Por mucho que dilaté mis golpes, aquello duró una hora corta. Y quise prorrogarla, claro. Pero la señorita, todo amabilidad y sapiencia golfera, me dijo que no; que tantos golpes seguidos en el primer día no eran adecuados para un principiante, que podía lastimarme los tendones del codo y del hombro. Resignado, me disponía a abandonar el lugar cuando observé que otro novato recién llegado entrenaba en un campito lateral golpes de aproximación y de putt.

-¿Puedo? -le pregunté con una timidez impostada.

-Pues claro, hombre.

Y allí estuvimos los dos aprendices, metiendo bolas en los agujeros hasta no verlas porque se nos encimó la noche.

De vuelta a mi casa, iba cavilando sobre la perdición que se me avecina ante tal descubrimiento tan a la mano y tan barato para un hombre tan vicioso como servidor. Y también pensé que nunca hasta ahora un euro había dado tanto de sí para el disfrute de una criatura.

Nunca hubiera golfero de bolas tan bien servido como lo fuera Filiberto en su campo preferido. Perdón por los ripios. 


Que tengáis todos una muy feliz Navidad, libres de bichos.


  

jueves, 2 de diciembre de 2021

El discreto encanto de la ciudad pueblerina

Pese a su muy vasto y valioso patrimonio arqueológico, natural y arquitectónico de castillo, palacios, iglesias y conventos, que en tan alta estima tienen turistas propios y foráneos, y pese a ser capital de la Comarca Norte de Málaga, Antequera es una ciudad con espíritu pueblerino en el más entrañable y campero sentido de la palabra. Es ciudad, pero, sobre todo, es pueblo. Un pueblo muy grande. Así lo entendí cuando de joven acompañaba a mi cuñado a vender melones en la plaza del mercado. Así lo disfruté cuando venía con la Peque, entonces mi novia -y toda su familia de carabina-, a su feria de agosto. Y así lo vivo hoy en día, siendo un vecino más. Superada por el tiempo la antigua sociedad clasista y latifundista de señoritos y jornaleros, la Antequera de hoy sigue viviendo de su fructífera vega, de diversas y poderosas empresas agrícolas, del turismo y del sector servicios. Salvando dos calles céntricas y el gran ensanche residencial por el oeste, todo lo demás es pueblo. Me dice mi amigo Juan Francisco que, en términos geográficos, a este tipo de ciudades intermedias muy ligadas a la agricultura se les denomina agrociudades. Pues muy bien. Ciudad enteramente provinciana donde mucha gente no sale a la calle sin arreglarse un poco, o se viste de limpio para la misa de doce, o se concentra a pasear por la calle Estepa o el paseo Real. Pueblo donde las mujeres barren y friegan la acera que les corresponde, y donde los hombres no han perdido la costumbre de la gorra campera. Pueblo, en fin, de una prosodia muy particular que convierte las eses en jotas, y aquí no paja na. Y nosotros, la Peque y yo, en la gloria de un entorno tranquilo y de agradable convivencia. Alejados de las bullas y las prisas de Sevilla, vivimos aquí la mar de a gusto. Y encima, con nuestros nietos a cinco minutos, y nuestra familia palencianera a veinte.  Dado el dicho popular de que una imagen vale más que mil palabras, veamos esta estampa.

Sobre las once de la mañana abandono el parque Atalaya porque a esa hora ya empieza a circular el carrusel variopinto de criaturas que lo disfrutan: jóvenes bizarros que someten sus carnes a capítulo en un gimnasio al aire libre; quedadas de perros amigos que sacan a sus dueños respectivos a que tomen el sol y discutan de fútbol, mientras ellos corretean y estercolan a sus anchas; vecinas del barrio cercano que salen de sus casas para que se seque lo fregao y se juntan de cháchara; ancianos de andador que distraen a sus cuidadoras con sus mismos relatos de todos los días... Ya lo tengo asumido. A las once, a casa. A por los mandaos. Mi juego de golf silvestre ha de ser en solitario, vayamos a leches. Una hora larga es más que suficiente. Me fastidian esos días soleados y luminosos en que a los maestros les da por trasladar a "mi parque" el patio del recreo o la clase de deportes, y me lo ocupan toda la santa mañana. Entonces, no sé porqué, considero que quizás Herodes no fuese tan ogro como lo pintan. Mis días favoritos son esos neblinosos y fríos -como el de hoy- en que no hay un cristo que se atreva a asomar por allí.

Me ha resultado algo entrañable comprobar que algunos ancianos que pasean por el sendero que circunda el parque me hayan devuelto varias bolitas extraviadas. Son muy ocurrentes y les entretiene charlar conmigo. Y viceversa. Me gusta pararme a escuchar la honda sabiduría que brota en sus palabras medio rotas para aprender de sus historias rancias, de tan repetidas. Como cuando de niño lo hacía en La Capilla sentado en un banco entre mi abuelo y don Bernardo. Días pasados, una pareja de dos ancianos muy viejitos me aborda.

-¿Usted es el señor que juega con  las bolitas blancas?

-Sí, yo soy. Bueno... Tengo otro amigo, pero ya lleva tiempo sin venir.

-Es que apenas coincidimos, porque cuando nosotros llegamos usted pilla y se va.

-Natural -les aclaro con delicadeza-. No puedo jugar con gente por delante. Es peligroso.

-Ya, ya -me responde socarrón el que parece más nuevecillo-. Ya que nos hemos librao del virus, no vaya a ser que nos mate usted de un bolillaso.

Y nos reímos. Y me dice el otro:

-A ver si quedamos para otro día, porque tenemos en casa dos bolas para devolvérselas.

Pues eso, amigos, la cosa es que yo encuentro muy atractivo esto de vivir en el pueblo, tanto aquí, en Antequera como en Palenciana: las calles limpias y empedradas, el que te conozca la gente por tu nombre, el contacto callejero con los mayores, el encanto de sus gentes sencillas... Será que nunca he dejado de ser  un hombre de pueblo. Eso va a ser.