martes, 9 de octubre de 2018

Momentos hospitalarios

Ha habido en esta mi última estancia hospitalaria, tan breve, vivencias muy curiosas, casi sublimes, diría yo. Momentos que dignifican y ensalzan las dificultades, pero también las excelencias, de una convivencia tan estrecha entre desconocidos en un sitio tan especial y reducido como es la habitación de un hospital, y en un tiempo tan concreto y recortado. 

No pretendo aplaudir con esta reflexión la circunstancia actual de dormir seis personas -tres enfermos y tres familiares- en un mismo habitáculo sin ninguna intimidad y con todas las inconveniencias conocidas, claro que no; más que nada porque el sistema andaluz de salud dispone de recursos suficientes -y si no es así que escarbe- para procurar la confortabilidad e intimidad mínimas exigibles con habitaciones individuales dignas. No; realmente es una aberración que la mayor parte de nuestros hospitales públicos mantengan aún habitaciones de dos y de tres camas. Pero bueno, eso es lo que la Peque y yo nos encontramos en Granada: una atención técnica y humana de total enjundia, y unas infraestructuras hosteleras manifiestamente mejorables.

El primer momento de choque se produce nada más meterme en mi cama. Son las siete y media de la tarde, y en Granada el sol debe andar escondiéndose entre las alamedas de la vega. Y ya se sabe, con la oscuridad yo me recojo. La mujer medio ciega de Juan se despide y la Peque, como dije, la acompaña hasta el autobús para que no se pierda en el ascensor y por los pasillos. Algo se le ha olvidado porque vuelven enseguida. Hurga a tientas en la mesita de noche y recoge lo que fuere. Entonces, Juan, su marido, se pone hecho un basilisco sin venir a cuento de nada. Le regaña a voz en grito delante de todos por no sé qué cuentas pendientes con alguno de los hijos. La habitación se inunda de un vergonzante silencio. Yo soy un recién llegado y no me atrevo a piar. Y Manuel, el enfermo de enfrente, bastante tiene con sobrellevar sus noventa y tres años y su sonda ensangrentada. En ese momento es cuando me dieron ganas de vestirme e irme a dormir a un hotelito de enfrente. Al rato, Juan nos pide disculpas a todos por la escena montada, y se autojustifica en su enfado porque su mujer de buena es tonta y todo el mundo la engaña...

Llega la cena, y Juan no puede comer porque aún no le ha pasado del todo la bolsa de sangre que le están transfundiendo.
-¿Por qué te ponen sangre -rompo ahora el hielo-, has tenido alguna hemorragia?
-No, no; vaya, que yo me haya dado cuenta. Es que tengo mucha anemia y me han dicho los médicos que pierdo lentamente por algún sitio del intestino.
-Ya; sí, puede ser...
-¿Tú sabes lo que es la hemoglobina? -me agrada que me tutee, será que me ve muy nuevo-. Por lo visto estaba por los suelos. La hemoglobina es la que lleva el oxígeno en la sangre.
-Bueno... sí, más o menos -me excuso yo escondiendo aún mi identidad. Y me da apuro, porque tarde o temprano se enterará de que soy médico.

Estamos en mi segundo día. Son las cuatro de la tarde y ya me encuentro en mi habitación despierto del todo y con ganas de comer después de haber estado tres horas en el quirófano y dos en reanimación. Hasta las seis debo de permanecer inmovilizado en la cama, boca arriba y con un vendaje compresivo en la ingle derecha, por donde han entrado en mi vena femoral. Reviento de ganas de orinar, pero soy de los que no saben o no pueden mear en la cama, oye.  Pero, perdonad, que llega la enfermera.
-Mire usted, que soy incapaz de orinar tendido; llevo media hora con la botella en semejante sitio y nada, que no hay manera.
-Pues tendrá usted que aguantar un poquito más; ya mismo son las seis.
-Que no, de verdad que no, que es que no puedo más, y con el suero cayendo cada vez voy a acumular más orina. Yo solo quiero que entre varios me ayuden a sentarme en la cama, en el borde, y así ya puedo, que yo me conozco y sé que así puedo.
-Imposible. La orden de su médico es que hasta las seis reposo absoluto.
-Mujer -le imploro-, es una punción venosa, no es arterial, llevo ya por lo menos cuatro horas con el vendaje y no sangra nada, ni va a sangrar -y ya ahí tuve que declararme-, que yo soy médico y sé de lo que hablo, por favor se lo pido.
-Usted será todo lo médico que quiera, pero aquí, ahora mismo, es mi paciente, y no puedo arriesgarme a que tenga una incidencia grave.
Me he descubierto para nada. Al final no pude orinar y tuvieron que sondarme para extraer casi un litro de orina retenida. Pero no consintió la puñetera en que me sentara en la cama. Es lo malo -o lo bueno- que tienen los protocolos médicos, su excesiva rigidez.
-Conque médico, eh? -me interpela Juan-. Y yo aquí intentando explicarte qué es la hemoglobina, ¡anda que!...
-Perdona Juan, anoche no tenía yo ganitas de hablar ni de ná.
-Te habrás dado cuenta ya de que aquí nuestra enfermera no se anda con chiquitas, eh?

Y ahora resulta que este hombretón devora niños congenia la mar de bien conmigo. Y todo por una noticia de la Sexta relativa a una de las inmatriculaciones efectuadas por la Iglesia.
-¡No son ladrones ni ná! -se le escapa a modo de exabrupto. 
Y yo, que le sigo la corriente: 
-Son capaces de inscribir hasta este hospital si los dejan. 
- Desde luego; yo los conozco bien. Estudié con los jesuitas, luego me hice maestro escuela, y todavía me deben veinte mil pesetas por medio curso de profesor que no me pagaron.
-Y lo malo -sigo azuzando- es que vivimos en una España de meapilas.
-Vaya, así es.
Me contó que después de jubilado se ha licenciado en latín porque era una de sus ilusiones no alcanzadas en su vida laboral. Y entonces yo le relaté mis tantos años de seminario y mis pinitos en Preu con el Chino, nuestro profesor de latín, que nos hizo traducir la Eneida entera. "¡Bah, eso no es ná! -replica con mucha suficiencia-. Nosotros pasamos al latín El Quijote entero en un solo curso". 

Desde el lado de enfrente, donde habita Manuel, no se ha oído una mosca. Me da la impresión de que les incomoda nuestra conversación, de que comulgan mucho más con la Iglesia que con nuestras críticas hacia ella. Impresión que se confirma del todo cuando ya de noche entra uno de sus hijos para sustituir a su hermana mayor, mujer dulce y prudente donde las haya. Juan se tira todo el día con la Sexta, le encanta el Wyomin, o como se escriba. Estamos viendo "El Intermedio". Y entonces el joven, nada más mirar para la tele, refunfuña dirigiéndose a Juan: "¿Esto estáis viendo? Pues este programa le provoca dolor de barriga a mi padre. Ese es un comunista de pacotilla, la madre que lo parió". Y entonces, Juan, esta vez todo comprensión, cambia de canal.

Salvo este incidente, la familia de Manuel ha tenido un comportamiento sencillamente ejemplar. Sobre todo para con el enfermo, padre y abuelo de sus cuidadores rotativos. Todos ellos, sin excepción, han mostrado en todo momento esa especie de cariño tierno hacia Manuel. Esa clase de cariño que es imposible impostar o disimular. ¡Qué dedicación! ¡qué delicadeza! ¡qué dulzura! en cada una de las difíciles situaciones que el enfermo ha planteado. Sobre todo por las noches. El pobre mío no pega ojo y se desespera, y lucha por no molestar más de la cuenta a sus cuidadores y a nosotros, sus vecinos. Pero le vence la fatiga y el dolor y la incomodidad de quince días encamado para un hombre de su edad. Se enreda miles de veces con la goma del suero o con la sonda urinaria. Duele un montón la expulsión de coágulos por la uretra. ¡Por los clavos de Cristo!, gime en un susurro. Y me da mucha pena. Pero también alivio al comprobar cómo enseguida se levanta cualquiera de sus familiares al cargo y lo cambia de postura, lo sienta, lo levanta, lo acaricia, lo besa... Una y veinte veces, las que hagan falta. "Hijo, ¡qué noche te estoy dando!"... "No pasa nada papá, para eso estamos aquí, para cuidar de ti. Ya dormiré mañana." Y esas cosas me emocionan, es verdad. A mí tampoco me deja dormir, pero que casi me da igual, sintiéndome libre del miedo del primer día.

Amanece mi tercer y último día en el hospital. Ya no hay secretos. Todos nos hemos escuchado los unos a los otros nuestros pedos nocturnos. Ya somos familia. Suelto de sueros y de sonda, me paseo por los pasillos, me cuelo en las habitaciones y abordo a los médicos de la planta para alertarles sobre la situación de Manuel, que tan malas noches pasa. A la Peque le da un poco de vergüenza mi osadía y se queda leyendo o departiendo con las nietas de Manuel en la habitación. Me topo con Juan, también de paseo. Y charlamos de los tiempos del seminario, cada uno en el suyo, pero muy parecidos. Y se pone el tío a intimar conmigo. Con lo imprudente que soy. No sé qué me verán los demás, pero parece que aquel que me conoce, aunque solo sea por unos días, se confía a mí.
-Oye, José María, te lo digo como médico que eres.
-Dime.
-Ya has conocido a mi mujer, en fin, yo tengo setenta años, que no son pocos, pero tampoco tantos... Bueno, que llevaba años sin empalmarme, ya sabes. Y ahora, en estos días... Oye, ¡que estoy teniendo erecciones! ¿Tú crees que será por la sangre que me han puesto?
-Jajaja -me da un ataque de risa-, perdona Juan pero no creo que te hayan transfundido sangre de toro.
-¿Entonces?
-Pues, la verdad, no lo sé. Cierto que si tenías mucha anemia ha podido influir, no te digo que no. Pero a mí me parece otra cosa.
-¿Qué cosa?
-Joer, ¿qué cosa va a ser? Pues las nietas de Manuel, que están güenísimas.
-¡Tú crees?
-Vaya si lo creo -y me entra la risa floja-. A mí mismo se me remueve el pajarillo, fíjate.

Toda la familia de Manuel es gente alta y corpulenta. Las hijas, también, caballo grande. Pero es que las nietas, para estar más cómodas en el hospital, se presentan ataviadas con unos vestidos enterizos y sueltos, un estilo a las chilabas, con lo que consiguen, aparte de ser buenas mozas, una imagen muy sensual. "Qué vestido más bonito y qué bien te queda", le dice la Peque a una de ellas. Y la muchacha responde sin corte alguno: "vaya, comodísimo. Yo tal como salgo de la ducha me lo echo encima y la mar de fresquita". Y, claro, luego, en la brega hospitalaria, se agachan para atender la sonda del abuelo y te plantan todo el pompi en tus narices.

En fin, no me digáis nada, ya lo sé: no tengo remedio.

jueves, 4 de octubre de 2018

Marca indeleble

Salvo mi médico, nadie en Granada sabe que la Peque y yo hemos sido personal sanitario, gente de la casa, como quien dice. De manera que el servicio de admisión del hospital me ha asignado una cama cualquiera en una habitación cualquiera. Nada que ver con Valme, donde todo nos era ofrecido en bandeja.

La primera impresión es de amarga extrañeza, y, enseguida, de angustia. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué no me arrepiento y me voy echando leches de este sitio? La auxiliar de la planta nos lleva a una habitación de tres camas, la mía -menos mal-, junto a una de las ventanas. Deposita el pijama encima de la cama y allí nos deja en medio de personas extrañas, dos enfermos mayores acostados y sus familiares respectivos. Saludamos con un tímido "buenas tardes", como si fuésemos okupas que venimos a invadir un espacio ajeno. "¡Vaya qué bien, ya tenemos nuevos vecinos!" -es, sin embargo, la cálida respuesta que recibimos de ellos.

Empijamado en la habitación, a todo le encuentro pegas: desconchones en unas paredes que no han olido la pintura en años; abollonaduras en la puerta; esa especie de calor viscoso de los hospitales que no sabe uno a qué huele, pero que huele a algo y desagradable; las teles de las habitaciones contiguas a toda mecha con los catalanes, sin posibilidad ninguna de amosquilarse uno un rato; la esposa de uno de los enfermos que está casi ciega y va topando con todo... Y, para colmo, el marido, así a primera vista un bravucón, dándole voces airadas sobre lo que debe y no debe hacer en cuanto se vaya para su casa. ¡La pobre!... La Peque tuvo que acompañarla hasta la calle a coger el autobús para que no se perdiera por ahí. En fin, se tira uno casi cuarenta años trabajando en los hospitales y no se da cuenta de tantas deficiencias en la confortabilidad de los enfermos hasta que te toca sufrirlas. El día a día te va aletargando y llega un momento en que ya no reparas, ves como algo normal -por habitual- lo que es un contradios.

Quizás no sea para tanto, vale, pero yo lo he vivido así en esas primeras horas. Hubo, cierto es, mucho contraste de vivencias en muy poco tiempo. Veníamos de almorzar muy a gusto en la casa de unos amigos granaínos, y en mitad de la sobremesa tuvimos que cortar e irnos para el hospital, no fuera a ser que nos "quitaran" la cama. "Estad en admisión a las cinco y media como muy tarde -nos habían advertido-, mira que os quedáis sin cama". Y pasar de un ambiente tan agradable y placentero a otro tan..., en fin, distinto nos dejó a ambos un pelín acongojados. Entre eso y el miedo al cateterismo del día siguiente, al caer la noche me entró tal suerte de murria que, medio en broma, medio en serio, le propuse a la Peque irnos a dormir al hotel de enfrente... Y que mañana salga el sol por Antequera. "Anda, cállate ya y duérmete" -ahí estuvo contundente mi mujer, vaya. Y finalmente consideré que en estas circunstancias lo más apropiado era dejarse llevar, abandonarme en los brazos de la esperanza que tan sabiamente ha sabido tenderme mi médico. Y así, me fui durmiendo lenta y dulcemente.

Lo que son las cosas: todo lo que la tarde noche anterior fueron quebrantos se torna ahora al día siguiente en parabienes cuando el procedimiento ha salido a pedir de boca. Ya no veo manchas ni desperfectos por ningún sitio, ya es todo buen humor con mi hija y con mis hermanos que han venido a verme, con los vecinos de habitación y con el personal de enfermería; hasta le encuentro otro carácter, ya amistoso, al bravucón de al lado. ¡Hay que ver!:¡qué traicioneros y cobardes los ojos del miedo! Se me quita el susto y todo cambia. Porque todo ha salido bien. Es verdad, me digo a mí mismo, a los médicos les pasa un poco lo que a los entrenadores del fútbol, que ambos dependen no tanto del esfuerzo y la dedicación empleados, sino de los resultados. Puedes preparar un partido de manera concienzuda, puedes conocer perfectamente las tácticas y trucos del adversario, puede que incluso tu equipo haga un fútbol preciosista. Si no ganas te lloverán las críticas. Pues parecido: los pacientes y los familiares estamos agradecidísimos y contentos... siempre que la cosa salga bien. Hasta cierto punto es lógico. Aunque no sea del todo justo. 

Y ahora me reconvierto en mí mismo, marca indeleble de la casa, en ese médico entrometido e imprudente que  hurga y husmea en los recovecos de las enfermedades de los vecinos y en las de sus familiares acompañantes. Y les recomiendo, y les aconsejo, y les rectifico, y hablo con sus médicos respectivos presentándome a ellos como lo que soy, un internista jubilado pero con mucho dominio de las situaciones. Y la Peque se presta a levantar y a volver a acostar al viejito de enfrente, que a sus hijas  se les enreda tanto trapicheo de cables y sondas. Y metidos en harina, resulta que el hombretón de al lado, el mal encarado, es un maestro escuela bonachón que en su jubilación se ha licenciado en lenguas clásicas para rememorar sus tiempos de seminario con los jesuitas de Granada, ¡joer!, le digo, si somos medio colegas, que es de Torreperogil, y que le da coraje de que la gente profana nombre a su pueblo como Torreperejil. Y nos enrollamos ya con la familiaridad a la que estamos tan acostumbrados la gente de por aquí. Ahora solamente veo a gente que está pasando el trance de la hospitalización; al personal que tan amablemente nos atiende; la solidaridad y complicidad de personas que se encuentran en similar situación desvalida. Y me reconforta ver que aún puedo ser de ayuda, que todos podemos ser útiles para todos.

-Peque, ahora que ya ha pasado todo, dime, ¿te hubiera gustado más estar en una habitación para nosotros solos como las de los hospitales privados?
Y sin darle tiempo a que me contestara, yo le digo:
-A mí no, hubiésemos estado muy aburridos.
-Claro -se pone ella en plan displicente-, tú como has dormido tan ricamente en tu cama...