viernes, 29 de marzo de 2019

El Aquagym

Mirad que estoy contento del oficio que en su día me escogió, y satisfecho del desarrollo vocacional que he hecho del mismo. Lo sabéis. Bueno, pues aún así, ha habido un tiempo en el que he sentido que mi verdadera vocación frustrada era la de pastelero. Soy así de goloso. Pero no pastelero de trabajar en la cocina y en el horno, se requiere para ello una pulcritud y minuciosidad de las que carezco; tampoco pastelero de mostrador -con lo poco mañoso que soy estropearía el género al colocarlo con tan poca delicadeza en las bandejas-, no. Lo mío sería  de probador, de catador. Antes de exhibirse pinturero en las vitrinas de la pastelería, cualquier dulse debería haber pasado el exigente filtro de mi gusto, perito en paladares. ¡Uuuhhhmmm! Me pone solo el pensarlo.

Así ha sido hasta que hace unos días, desde que frecuento la piscina cubierta, he observado que no, que estaba equivocado: ahora resulta que mi verdadera pasión oculta es la de ser...: ¡¡monitor de Aquagym para chicas!!! ¡Joder, qué chollo!!

En nuestros tiempos no había estas modernuras, no hemos podido decirles a nuestros padres que queríamos ser entrenadores personales o monitores de Aquagym o gestores de Bolsa. Yo aprendí a nadar en el río de mi pueblo con mi amigo Agundo, y más tarde perfeccioné mi estilo en la piscina del seminario hasta donde me permitió mi pobre coordinación motora. Y cuando llegaron las piscinas a nuestros pueblos con la primera modernidad andaluza solo sabíamos tirarnos de cabeza, bracear, hacer el muerto... Y el ganso. Ni idea de monitores. Llegados a este punto, no puedo ignorar aquel tan sabio consejo que les daba el padre de Jaime a todos sus hijos a la hora de escoger profesión. Les decía: "Hijos míos, podéis hacer lo que a cada uno de vosotros más le apetezca, aquéllo para lo que sintáis verdadera vocación... Menos dos cosas". Los chiquillos, que eran siete u ocho chaveas -el hombre era cursillista-, se quedaban atentos y expectantes, a ver qué serían esas dos cosas prohibidas-. "No seáis nunca ni picador de toros ni linier de fútbol" -les sentenciaba. Y luego lo aclaraba: "Porque en esas profesiones dejarían en muy mal lugar a vuestra madre".

A lo que íbamos: Yo me quedo medio embobado en el borde de mi calle mirando las mudanzas y gimnasias de las chicas que hacen Aquagym, con el monitor al mando. Termino la calle exhausto, y con el pretexto de tomar un respiro, o dos, apoyo mis brazos sobre el borde y echo en ellos mi barbilla... Y a mirar. Si viniera mi mujer me lo reconvendría muy ásperamente: "Joer, Sema, que se te nota un montón; disimula, hijo". Pero como la Peque es hidrófoba y le teme al agua como gato escaldado, pues, tanto mejor. Yo solito sin nadie que me riña del disfrute de semejante espectáculo. Si las doce es la mejor hora porque hay menos gente, esta de las diez es la ideal para ver la algarabía del gineceo en el agua. Lo más atractivo, desde luego, es el calentamiento. Entiéndaseme: los ejercicios estrambóticos que realizan las gachises fuera de la piscina para ir cogiendo forma y soltura. Se ponen en fila enfrente mío. Ahora arrancan a saltar y a levantar alternativamente una pierna y la otra, como las chicas del Cancán. De pronto, a la orden del monitor se dan la vuelta y me echan el trasero. Y se ponen a hacer flexiones. Y el tío suertudo -me refiero al monitor-, por detrás de ellas, como haciendo que vigila las posturas, pero en realidad, bicheando... ¡Qué buen oficio, coño! ¡Qué envidia! Y uno creyendo que cuidar y atender con cariño a los enfermos era lo mejor del mundo... ¡Qué tarde me ha pillado todo esto! ¡Cuánta lozanía y yo tan viejo!... -se lamentaba con una prosodia más zafia el padre de un amigo en los primeros años del destape. Pues lo mismo.

En fin... No se enojen las mujeres porque mi mensaje parezca machista. Es posible que lo sea, pero los hombres normales de mi edad (abstenerse dementes, psicópatas y degenerados) somos unos viejos verdes. Hemos sido criados y educados en la cultura del sexo reprimido. Todos hemos sido protagonistas sin saberlo de "Edad prohibida", aquel famoso libro de juventud de Torcuato Luca de Tena. Cuando podíamos no nos dejaban el régimen ni el catecismo. Y ahora que nadie nos pone trabas no podemos. Y el deseo sexual, el más vitalista y regenerador de todos los deseos humanos, se nos escapa por los ojos y por la boca. Es verdad. Pero no es menos cierto el profundo y sentido sentimiento de cariño y de respeto que dispensamos hacia las mujeres. Ahora hablaré en primera persona del singular: la mujer es la persona que no solo da la vida, sino que da también sentido a la misma. "Solamente por ver a estos primores -decía hoy un viejo en el vestuario- vale la pena el euro que nos cuesta la entrada". Pues eso. En ocasiones, paseando por la calle fantaseo con que no hubiera mujeres en el mundo, que todas las personas con las que me cruzo o saludo fuesen hombres. ¡Qué aburrimiento! ¡Qué sinrazón! ¡Qué tristeza más grande! Todas las mujeres que son o han sido parte de mi vida son o han sido personas sencillamente ejemplares y maravillosas: desde mi abuela, mi madre o mis hermanas hasta la Peque o mi hija; desde mis amigas -tantas y tan buenas- hasta mis residentas y mis estudiantas .

Un beso muy fuerte para todas.

martes, 26 de marzo de 2019

Otra de piscina

He cogido con ganas esta rutinilla de la piscina, es verdad. Cuando me da por algo me pongo hasta maniático. Bueno, no importa; ya llegará el día en que me canse. Mientras dure...

Ya tengo comprobado que la mejor hora es entre las doce y la una del mediodía; es cuando menos gente hay. Además, termino sobre las dos, y llego a casa que lo devoro .
Hoy he ido a la una y cinco. El panorama no puede ser mejor: cuatro personas para siete calles. Una chica y tres hombres mayores. Naturalmente, escojo una de las calles vacías con el rótulo informativo de "Calle Lenta". Estupendo.

El caso es que empiezo a nadar y noto cierta incomodidad. Es como si me costara avanzar. Ya se sabe que voy por la calle lenta, y que uno no es Mark Spit (joer, qué antiguo), pero es que braceo como cuando sueñas que no sales del mismo sitio por mucho esfuerzo que hagas. Me pongo de pie, y me doy cuenta de que es porque me he puesto el bañador al revés: lo de atrás, delante; y lo de delante, atrás. Y así, los bolsillos laterales se abren para adelante, se me llenan de agua y me frenan como alerones. 

Así no puedo seguir, a paso de tortuga. Pero me da mucha pereza tener que salir del agua, volver a los vestuarios y ponerme bien el bañador. Y entonces es cuando se me ocurre una de esas ideas mías geniales: como somos tan pocos, nadie se va a dar cuenta si me cambio el bañador dentro del agua. Dicho y hecho.

De todas formas, en consideración al decoro aguardo a que los tres vecinos y la chica del fondo empiecen a nadar hacia el otro extremo de sus calles respectivas. Y así, mientras van y vuelven, me sobra tiempo para mi maniobra impúdica. Para darme ánimo, se me viene a la memoria cuando la Peque en sus mejores días era capaz de cambiarse el tampax mientras conducía por Sevilla en los veinte segundos del semáforo en rojo. 

Vamos allá: con toda decisión me desembarazo del bañador y me quedo en pelota picada, protegido, eso sí, por la masa del agua. Agarro el bañador y le doy la vuelta. Los otros nadadores aún no han llegado a la punta de sus calles. Vamos bien. Colocada la prenda en mis manos en posición correcta, bajo el bañador para meter la primera pierna. Imposible. Contra pronóstico, al puñetero calzón la da por flotar y se me viene arriba, ¡coño, que no puedo bajarlo! Y cuando consigo bajarlo algo resulta que la rigidez de mi cadera no me permite doblarla lo suficiente para ensartar el pie por el pernil... Aparecen los primeros nervios. Miro para atrás, y los vecinos ya vienen de vuelta. "¡A que me pillan en pelotas!"... Se me ocurre ponerme a bucear para arrastrar el bañador hasta el fondo, pero entonces se me sale el culo flotando libre. "¿Será posible?"... A pesar del agobio, me da por reírme y me imagino que soy mister Bean en alguna de sus disparatadas anécdotas. Uno de los vecinos ya ha llegado, y se me queda mirando raro, como diciendo qué le pasará a este. Los demás van llegando también. Yo me quedo quieto, sin movimiento alguno, como silbando y mirando al techo. Y ellos vuelven a lo suyo; ¡menos mal! La chica está más alejada y no se ha dado cuenta. Lo intento de nuevo, ahora con la otra cadera, la protésica. Doy un pequeño saltito con la otra para apoyarme mejor... ¡Y lo consigo!!! ¡Ha entrado, ha entrado!! ¡Por fin! Con la pierna libre puedo arrastrar el dichoso bañador hacia abajo y calzar ya ambas piernas. ¡Joder, vaya ratito de susto! Hubo un momento en que llegué a pensar que tendría que salir desnudo de la piscina. Hasta imaginé el mejor escenario: me quedo remoloneando cerca del borde, haciendo como que buceo, o simplemente caminando y haciendo ejercicios de pie, hasta que todos se vayan, porque a estas horas no es previsible que ya entre nadie nuevo hasta por la tarde. Así, solo se reiría de mí el vigilante desde su cuartito.

Y luego, ya sereno de camino a mi casa me pregunto: ¿Solamente a mí y a cuatro como yo nos pasan estas cosas? En fin...


Los mocos

A pesar de lo bien que me encuentro, de lo joven que me conservo y de los piropos de que soy objeto -mi suegra se me quedaba mirando muy atenta y protestaba al mundo como contrariada: "Muchachos, ¡es que no tiene ni una sola arruga!..."-, he descubierto estos días en mi persona un signo más de envejecimiento. Contábamos ya con algunos otros: el parecerme a mi padre en las imprudencias, en los apetitos y en las cojetás; el emitir ruidos raros y silbantes en el sueño; bueno... y eso tan penoso de haber cambiado hueso por ternilla en el colgajo. Pues ahora, otro: los mocos. Tengo mocos perennes, como cuando era un chavea.

Será acaso eso que dicen que los viejos nos vamos pareciendo cada vez más a los niños, no lo sé. El caso es que tengo mocos. Todos los días. Siempre. Y no son mocos de resfriado ni de alergia, como no lo eran entonces. Simplemente mocos. Como el que tiene una verruga en la frente. Pues yo, mocos. Cierto que hay alguna diferencia con los mocos infantiles. No son los de ahora aquellos mocos húmedos y verdes, inagotables, saladitos y apetitosos, fuente gratuita de mucopolisacáridos y de proteínas -a falta de carne, mocos-; mocos aquéllos gloriosos en forma de velas que yo sorbía en lo alto del púlpito, dirigiendo el rosario, en los siete segundos del "Dios te salve María"... del turno de las beatas, y si me sobraban me los refregaba en las mangas del roquete. No. Mis mocos de viejo son mermelada de pera por las mañanas, y cortezas secas y duras por las tardes, ya sabéis, de esas que se apergaminan en las paredes de las narices; de esas que nos gusta a todos sacarnos a escondidas, examinarlas y hacer pelotillas con ellas, y tirarlas luego por la ventanilla del coche, o pegarlas debajo de la silla. ¿O soy yo el único guarro irredento que hace esas cosas? 

Al final, mi ardua investigación médica concluye que no; que mis mocos no son signo de vejez, o no solo eso. Es que tengo dos nietos chicos, y entre los tres, ellos dos y yo, nos los vamos intercambiando como antes cambiábamos tebeos o cromos entre los chaveas. Sí, eso debe ser.

Benditos mocos míos.

jueves, 21 de marzo de 2019

Una mañana de piropos

La verdad es que voy con cierta aprehensión. No me gusta ir a los sitios obligado por nada ni por nadie. Hasta ahora, vivo mi jubilación a mi libre albedrío, sin más obligaciones que mis visitas vespertinas a mi hija y mis nietos. Bueno... y los mandados de la Peque, la lista para el Mercadona. Y esta mañana me he propuesto una obligación nueva: ir a la piscina cubierta. Que sí, que reconozco que me viene muy bien para mejorar mi estado de forma, para enderezarme esta espalda mía tan encorvada, para aliviar mi rigidez de caderas... Que sí, que de acuerdo, pero que no me atrae, que no me tira, que siempre encuentro alguna excusa. Pues nada. Hoy es el día.

-Buenos días, señora -me dirijo atento a la mujer del mostrador.
-Buenos días. Usted dirá - me responde amable ella. 
Digamos que es una mujer de mediana edad, bien parecida, pequeña de talla, una cosa así como la Peque, pero más joven.
-Bueno... yo venía a por un bono de piscina, de esos que hay más baratos para personas mayores.
-Muy bien. Necesito el carnet de identidad de la persona que sea... su padre, su suegro... en fin, del que vaya a venir a bañarse.
Me quedo perplejo, porque no sé si es una broma o es de veras lo que estoy oyendo... Al fin, reacciono:
-Que no, mujer, ¡que es para mí!
La señora entonces levanta la vista por encima de sus gafillas, y se ruboriza riéndose:
-¿Para usted? Venga y no me vacile, hombre, ¿qué edad tiene usted?
-Pues sesenta y seis cumplidos. Aquí tiene usted mi carnet.
-¡Por Dios! No aparenta usted ni cincuenta.
-Pues muchas gracias. Uno que tiene una mujer que lo cuida muy bien.
Y nos reímos un momento. Y servidor más ancho que largo.

Entro en el vestuario y aquello parece un laberinto de taquillas, bancos para sentarse, duchas... en un suelo mojado y resbaladizo. En esto que se me acerca un hombre bastante mayor, enjuto y la mar de despabilado.
-Buenos días -me interpela-, parece usted nuevo por aquí ¿no?
-Pues sí, es mi primer día.
Y el hombre, todo solícito, me pasea por toda la dependencia, me explica el funcionamiento y el itinerario con todos los pormenores. "Tenga usted mucho cuidado, porque desde aquí donde estamos ahora, en estas taquillas, es zona común de hombres y mujeres, no vaya usted a desnudarse aquí".
-Muchas gracias, hombre, por tanta explicación. Ya nos veremos.
-Muy bien -se despide de mí con este piropo-: se agradece que venga gente joven por las mañanas, aquí somos todos unos carcamales.

El monitor de la piscina tiene conmigo la deferencia de ponerme en una calle para mí solito. "Ea, por ser el primer día". En las otras calles hay dos o tres personas. Al cabo de un rato, veo entrar en el recinto a dos gachises rollizas y bien apretás, de estas que parece que el bañador les rechina. Y yo, medio embobado haciendo tiempo en el borde de mi calle. Cuchichean algo entre ellas, se ríen juntas mientras se dan la ducha de rigor antes de entrar, y luego se dirigen a mi calle.
-Caballero -me dice una de ellas- ¿le importa a usted que compartamos la calle?
¡Joer!, yo me emocioné y todo. Seguramente han elegido mi calle porque es la menos concurrida, pero uno enseguida se imagina otra razón: "Claro, me ven el más cachas de to esta gente".
-¡Pues claro que no me importa! Al contrario, ¡encantado de la vida!


Pa que veáis, en una mañana, tres piropos. Y es que a los hombres no nos importa que nos piropeen.