lunes, 26 de junio de 2023

El buen camino

Después de haber metido la pata hasta el corvejón, error grave que bien hubiese podido acarrear consecuencias fatales para el paciente, la médica residente de segundo año, su tutor hospitalario y el jefe de las Urgencias tuvieron el detalle de acordar una reunión con la esposa del paciente y con otro amigo de ambos para reconocer ante ellos el error cometido y exponerles sus disculpas más sinceras. ¡Caray, esto no se ve todos los días!!! Pero no quedó la cosa ahí: a continuación, subieron todos a la habitación del paciente, ya felizmente reestablecido, y la residente de segundo año y el jefe de las Urgencias se volvieron a disculpar: "Lo sentimos mucho, José Antonio". ¡Jóder, algo está cambiando en el sistema! ¡Para que luego nos metamos con JuanMa...!

Equivocarnos, nos equivocamos todos, incluso los médicos, o acaso, éstos más todavía, por cuanto que, pese a los adelantos tecnológicos, la medicina clínica sigue siendo un ejercicio diario de incertidumbre. Os lo dice un médico. Lo mismo que también os digo lo difícil que resulta a cualquier médico reconocer públicamente un error cometido. No entiendo muy bien por qué, pero es así. Por eso, este acontecimiento descrito más arriba adquiere unas connotaciones de verdadero cambio para bien, para la excelencia clínica. Ante actitudes como ésta no cabe otra que comprender y perdonar.

-La verdad, nunca podíamos esperar una respuesta como ésta -le dice la esposa al jefe de las Urgencias-. Lo hemos pasado muy mal, imagínese usted, una operación tan delicada... Pero ahora, ya con mi marido fuera de peligro y con este detallazo vuestro... Bueno, una vuelve a creer en la sanidad pública.

-De eso se trata, señora, de demostrar que, como personas que somos, nos podemos equivocar -responde el jefe, muy serio, en su papel-. Se asustaría usted si supiera la cantidad de decisiones precipitadas que debe tomar un residente o un adjunto en una guardia hospitalaria de 24 horas. Algo apabullante. ¡Demasiado poco nos pasa!

-Claro, intento comprenderlo... Pero es que cuando le ocurre a una... Pues que ya no es lo mismo.

-Es natural. Ahora bien, al igual que somos personas que nos equivocamos, también debemos serlo para asumir nuestros errores y disculparnos. Y, como habrá visto, no me duelen prendas.

Y sigue el jefe de las Urgencias relatándole a la mujer un programa muy novedoso que ha puesto en marcha en su Unidad y cuyo objetivo es, precisamente, formar a los residentes en ámbitos aparcados del oficio médico, tales como la empatía, la humildad y la capacidad de disculparse.

-Precisamente, esto que acabamos de hacer, el presentar nuestras disculpas a un paciente y a sus allegados, forma parte de este programa que le digo. En mi modesta opinión, la formación de los residentes adolece de este tipo de competencias. Tanto residentes como tutores se han lanzado de cabeza hacia los aspectos más llamativos y atractivos de nuestra profesión, como pueden ser la investigación, la digitalización, estar al día, las publicaciones..., elementos dirigidos principalmente a engordar el currículum. Y, tal vez, estemos contribuyendo entre todos al abandono de nuestra esencia como médicos clínicos. Y esto no puede ser. Nosotros, los veteranos, aprendimos de nuestros ilustres maestros el buen camino y tenemos el sagrado deber de transmitirlo a estas nuevas generaciones. Antes que un lumbreras, un médico tiene que ser una buena persona, un portador de unos valores que presumimos de eternos, pero con la boca chica.

Así habló el jefe de las Urgencias. Y luego se alejó, pasillo adelante, con las manos cruzadas por detrás y gacha su cabeza, en actitud de meditación. 


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-¿De verdad, José María, que ocurrió así, tal como lo cuentas? -me preguntaréis, incrédulos, algunos de vosotros?

-No, no fue así -os contestaré yo-. Desde luego que no. Hubiese sido el relato deseado. ¡Pero no me digáis que no queda bonito...!

lunes, 19 de junio de 2023

Belleza en el agrado

Asuntos de albañilería -recoger un permiso de obras, que el Señor nos asista- me han llevado esta mañana a dependencias del ayuntamiento de Antequera. 

La Peque me había indicado que "según subes las escaleras, la puerta de enfrente, pues ahí". El edificio asignado para tales menesteres, un palacete del siglo XVIII, me resulta especialmente grato. Es el antiguo hospital donde hice mis prácticas de verano con don Juan Herrera y don José Luis de la Fuente, los amos de aquello. Me recreé, antes de subir, en la contemplación nostálgica del claustro de la entrada con aquel especial encanto de sobriedad que aun mantiene y de la galería superior que daba a los despachos de los médicos. ¡Mis veinte años aquéllos! Tempus fugit que se las pela. 

Subo las amplias escaleras de un mármol rosado y ya carcomido por los años. Y pienso en la belleza de lo viejo con nada que se le cuide un poco. Como nos pasa a las criaturas. Yo mismo estoy en la creencia de haber rejuvenecido con la edad, no sé..., como si el tiempo, triturador de vidas y haciendas, contase mis días para atrás, en vez de para adelante. En el primer descansillo se abren las escaleras en dos ramales para juntarse de nuevo en la galería. Cojo el de la izquierda -yo siempre a la izquierda-. Y nada más llegar a lo alto, de nuevo a mi izquierda, una puerta. "Ésta debe ser", pienso.

Me recibe, sentada detrás de su mesa, una señorita muy distinguida. Da gusto entrar en un sitio y que te atiendan de inmediato, rara avis. Y más aún, si la funcionaria es una mujer bonita. Sólo falta que sea, además, agradable de trato. Antes de nada, los hombres de mi edad, por lo general, tasamos las bondades físicas de una mujer por encima de cualquier otra virtud. La chica es muy atractiva: morena de cabello negro zahíno delicadamente ondulado sin llegar al rizo encrespado; ojos almendrados que aún resaltan más en su cara limpia por el tatuaje de sus bordes y el rímel Loreal de sus pestañas. Y de remate, una graciosa sonrisa. Sentada, no alcancé a valorar otra cosa que su cara.

Le explico mi caso. Uno está acostumbrado a que en el momento que el funcionario de turno se percate de que lo tuyo no es de su "mesa", te mande enseguida para otro sitio sin escuchar nada más. Esta chica, no. Esperó con amabilidad a que yo terminara mi exposición. Y luego: "No es aquí, caballero; es en la puerta justo de enfrente; allí le atenderán".

Llamo con los nudillos en esa puerta y enseguida acciono la manija para entrar.

-¡Un momentoooo!!! -me grita alguien desde dentro.

Y pillo y me siento en un banco del  pasillo.

A los pocos minutos, un hombre gordinflón: "pase usted".

Doy los buenos días y vuelvo a explicar el propósito de mi visita. El hombre rodea el mostrador y se sienta en su mesa para mirar en el ordenador.

-Está todo bien, a la espera del visto bueno del equipo competente -me dice secamente.

-Es que de esto hace ya más de dos meses -intento esbozar una tímida protesta.

-Estas cosas van despacio, ¿qué quiere usted que le diga? No es usted solo el que solicita permisos.

Es inevitable acordarse del Vuelva usted mañana, de Larra.

El hombre no me atendió mal, no. Trato correcto, aunque rayano en lo áspero. Quizá fui yo el imprudente por querer entrar como perico por su casa. De acuerdo. Pero... ¡Qué diferencia con la chica...! 

A la salida, volví a entrar en el despacho de la muchacha. No lo pude remediar. 

-¿No lo han atendido?

-Sí, sí. Muchas gracias. Pero es que quería decirle que yo, cuando venga otra vez, me cuelo en su despacho.

-¿Y eso? -se queda extrañada.

-Pues porque usted es mucho más bonita y agradable que el señor de enfrente.

Y mientras ella se reía, bajé las escaleras de dos en dos, tan contento.  

sábado, 3 de junio de 2023

Setenta años

Setenta años, sí señor. Setenta años cumplidos he necesitado para entender algo que para las mujeres es sagrado y para los hombres, pamplina. Setenta años, para ponerme en el lugar de mi hermana Josefa, capaz de matar si alguien le pisaba lo fregao.

Ocurrió hace unos días. Mi mujer me dejó al cargo de los albañiles en mi casa mientras ella iba a Antequera para unos asuntos con mis nietos.

-Tranquila, Peque. Yo me ocupo de todo.

Me ocupé, en efecto, de recoger la cocina y poner el lavavajillas, algo para lo que ya no necesito notas en la pizarra; me ocupé de meter el tendedero en el salón por si se ponía a llover; me ocupé de hacerme presente ante los albañiles por aquello de que "el ojo del amo engorda al caballo"; me ocupé de...,¿qué sé yo? Hasta de pasar una mopa húmeda por el aparador para hacer como que quito el polvo. Y me olvidé del suelo. Un hombre no puede estar en todo. La Peque, a punto de llegar, y yo, repanchingado en el sofá, viendo el canal Real Madrid y el "Vinicius somos todos".

Y entonces, me acordé del suelo. Un ángel del Señor, seguramente. Mi ángel de la Guarda. Los albañiles se habían marchado y dejado una estela de pisadas blancas de yeso y de tierra a todo lo largo del salón hasta la puerta. Y a toda mecha, me puse manos a la obra. Quiso mi buena fortuna que mi cuñada Conchi se presentase a tomarse su cafelito de por las tardes. Y al verme con la fregona en ristre, me corrige con femenino oficio:

-¡Amos a ver, hombre! ¿Cómo te vas a poner a fregar sin antes haber barrido? ¡Qué cosas tienes...!

Ella se puso a barrer y yo a fregar por donde ya estaba barrido.

-¡¡Qué bien nos conjuntamos, eh! -me dice.

-¡Déjate de lisonjas y date prisa, que ya mismo está aquí tu hermana!

La verdad, estaba yo admirado de cómo se estaba quedando el suelo. Escamondao, se dice en mi pueblo. Parecía un espejo, de limpio y brillante.

-Creo que te has pasado con el friegasuelos -regaña mi cuñada. -Y entonces recuerdo que, efectivamente, las mujeres se ven en la obligación moral de poner siempre algún pero.

En éstas estábamos, cuando aparece por la puerta mi cuñado Antonio dispuesto a entrar sin más miramientos. Como haría yo. Como haría la mayoría de los hombres. Y entonces, me acordé de mi hermana Josefa, de los cabreos tan imponentes que pillaba cuando nosotros, sus hermanos, le pisábamos lo fregao.

-¡¡Ni se te ocurra dar un paso más!!! -le grito a mi cuñado ante su desconcierto de no saber el porqué-. ¡Te corto los güevos!!! ¿No ves que tengo el suelo fregao?

-Vale, hombre, no te pongas así. Doy una vuelta hasta que se seque.

-¡Eso!

¡Hay que ver!! Setenta años, para comprender a mi hermana.

-Hasta que los hombres de las nuevas generaciones no comprendan cosas como ésta persistirá el machismo -sentenció, solemne, mi cuñada.

Amén.