viernes, 9 de diciembre de 2022

¿Machismo o masculinidad?

Por mucha instrucción anti machista que recibamos machaconamente los hombres de mi edad por parte de nuestras hijas -cosa que yo aprecio, agradezco y procuro llevarla a efecto-, la testosterona manda lo suyo. 

Hace unos días estuvimos almorzando en un restaurante de Córdoba mi amigo el Pintor, su hija Sonia, nuestro común amigo Sebastián Cortés y servidor. Sin buscarla, tuve la fortuna de caer sentado frente por frente a una chica joven en otra mesa vecina. Ella y su novio. No es que hiciera mucho frío, pero sí un poco de fresquito. Yo llevaba tres mangas: camiseta de vello, camisa y saquito, para que os hagáis una idea. Y, sin embargo, la chica, guapísima, brazos y hombros al aire y un escote más que ostentoso. Sangre caliente la de esta gente nueva. Yo he sido friolero toda mi vida, incluso a los quince años. "Tú siempre has sido un viejo" (la Peque dixit). Incrementaban el glamur de la escena unas insinuantes bocanadas de humareda de un cigarrillo electrónico que agraciaban aún más el encanto de su cara envolviéndola en un halo de misterio, de embeleso erótico. Como en las películas. 

Apenas intervine en conversación con mis amigos, centrada mi atención en el buen yantar y en la observación de soslayo -¡no seas tan descarado!, me acuerdo de las recomendaciones de mi mujer- de aquella muchacha tan sensual a mi mirada. Es de mención, además, cómo la gente de mi edad, por lo general, habla poco mientras come y lo rápido que engulle. A mí me pasa. Reminiscencias, quizá, del hábito impuesto por los curas del seminario menor de comer en silencio o, quién sabe, si de haber vivido varios años en pisos de estudiantes, donde si te descuidas te quedas a dos velas.

A la hora de la propina, generosa, expresé al jefe de sala mi agradecimiento por sitio tan privilegiado de mesa que me había procurado.

-¡Calle usted, hombre! -me susurra por lo bajini-. Esa mesa de enfrente me ha tenido desquiciados a todos los camareros. Desquiciados del todo. ¡La de veces que se han equivocado pendientes de la dichosa muchacha!

Los hombres, que semos así de calientes. Pa na, solo calentura. Y luego, en la sobremesa, marchada ya la feliz pareja, discutimos sobre ello. Ignoramos por completo al novio, ni nos fijamos en su atuendo, si llevaba barba, si era aparente o feíllo… Nada. Y, por el contrario, de ella captamos cualquier detalle de su agraciada fisonomía. Al menos yo. 

Eso no es machismo, decía el Pintor, sino pura masculinidad. Y Sebastián: “¡hombre! De toda la vida de Dios los hombres hemos mirado así a las mujeres ¿no?” Vale. Muchas gracias. Pero no estoy conforme. La óptica femenina de Sonia me satisface un poco más: "la cuestión es conseguir que la chica se sienta halagada, pero no incomodada. El quid." Cierto, saber mirar sin molestar. Y creo que lo hago bien. Aún así, observando a la chica, uno podría habérsela imaginado como, qué digo yo, profesora de instituto, enfermera, administrativa, tendera, dependienta o empresaria, que ha salido para comer con su novio. Una cosa normal. Pues no. Me reprocho a mí mismo haber puesto mis ojos una y otra vez en esa joven como un puro objeto de deseo. No lo apruebo. Y mi hija, tampoco.   


jueves, 10 de noviembre de 2022

Don Carlos

En sus clases magistrales gustaba don Carlos de explayarse con su verbo certero en relatos formidables recogidos de su archivo de historias clínicas del dispensario de psiquiatría, sito entonces en la avenida de la república de Argentina. Nunca he escuchado a otro orador con la pose y la prestancia de don Carlos Castilla del Pino. Daba gusto. El aula de los sótanos del hospital Provincial donde impartía su saber se abarrotaba de alumnos y de libres oyentes seducidos por el contenido de su discurso y por su elaborada prosodia. Además del morbo añadido por su merecida fama de rojo comunista, algo tan glamuroso en nuestra universidad de los años de la transición.

Despunta el día cuando Antonio Pintor y yo llegamos a Castro del Río, un pueblo cerrado a cal y canto por mor del frío. ¿Quién lo iba a decir, con el bochorno que estábamos padeciendo hasta ayer mismo? Entramos en calor subiendo cuestas y bajando pendientes en busca de un bar donde resguardarnos y tomar un cafelito caliente. No era cosa de esperar más de un hora para el anunciado desayuno molinero. Un lugareño madrugador que iba a echarles de comer a sus gallinas -¿qué vienen ustedes, a lo de don Carlos?-, nos señaló el camino de una tasca, la única abierta en todo el pueblo, justo al lado de la biblioteca municipal, lugar donde han de celebrarse luego los actos de homenaje. Aquí, en este pueblo ribereño, vistoso y empinado, vivió don Carlos el sosiego, la tranquilidad y la amistad que buscaba para pasar los últimos veinte años de su vida.  

Mucho tiempo, demasiado, tardó en ejercer de profesor universitario. Su principal mentor en Madrid, López Ibor, lo relegó a un segundo plano, quién sabe si por la condición de rojo irredento de don Carlos o porque le molestase la luz tan potente que irradiaba su figura intelectual. Condenado al ostracismo académico, aterrizó en Córdoba en 1949, y aún hubo de esperar veintitantos años a que muriera Franco para poder entrar en la Universidad como profesor titular. Sesentón, su cabeza bien poblada de un pelo plateado y recortado a navaja, su barba enteriza y canosa, su figura erguida como un junco y su temple provocador le conferían un encanto especial. Era aquel curso académico del 77/78 su primer año como profesor de la naciente facultad de Medicina de Córdoba. La Psiquiatría iba a ser para todos nosotros, alumnos del quinto curso, una asignatura rara, oscura y muy poco atractiva. Y sucedió que de la noche a la mañana se convirtió en la asignatura estrella. Por culpa de don Carlos, por su labia cuidada e ilustrada, y por el intencionado misterio con que sabía envolver el contenido de sus enseñanzas. Pero aun hubo de aguardar cinco años más, hasta que en 1983 le fue al fin concedida la cátedra de Psiquiatría por la Universidad de Córdoba.

Le llegaban al dispensario historias increíbles de personas muy mal hadadas, de gentes desgraciadas con enfermedades y hechos inconfesables. Adolescentes con una forma incapacitante de esquizofrenia, la hebefrenia, que podían permanecer encerrados en un cobertizo de sus casas años y años, ocultos por sus propios padres de la lástima o de la vergüenza de sus paisanos; mujeres desnortadas, capaces de pasear en cueros por la plaza del pueblo (¡en aquellos tiempos!); el misterio de tantos suicidios por ahorcamiento en el trágico triángulo de Rute-Encinas Reales-Iznájar; casos extremos y fatales de complejos de Edipo o de Electra; el drama de muchos homosexuales de la época, a quienes se les consideraba como perturbados mentales por su propia familia y necesitados del tratamiento de un "loquero"... Era la primera vez que alguien nos abría los ojos a un mundo totalmente ignorado: el mundo marginal del enfermo psicótico.

Las primeras promociones de la Facultad de Medicina de Córdoba tuvimos el privilegio de disfrutar de un elenco de profesores irrepetible. Y Córdoba, ciudad secularmente provinciana y cateta, se codeó en cultura, sociedad y, sobre todo, en sanidad con Granada, Sevilla o Madrid con la llegada de profesores de la talla de Jiménez Perepérez, Carlos Pera, Manuel Concha, Gonzalo Miño, Suárez de Lezo, Antonio Torres, Alfonso Velasco, Pedro Aljama o Armando Romanos. Y, desde luego, con don Carlos en plan de figura y personaje veterano y admirado. El más conspicuo y sobresaliente.

Y hoy, Antonio Pintor y un servidor, alumnos aventajados que en su día fuimos de don Carlos, hemos acudido a los actos de homenaje con motivo del centenario de su nacimiento. Homenaje perpetrado graciosa y acertadamente por la fundación Castilla Del Pino, el Ayuntamiento de Castro y el Aula de debate Miguel de Cervantes. Lo mollar del homenaje han sido, sin duda, los actos acaecidos en la dicha biblioteca municipal. Actos entrañables y a la vez ilustrativos de una historia muy reciente. En un salón abarrotado y entregado, la viuda de don Carlos, antiguos compañeros (muchas gracias Pedro Cano y MariFélix) y  amigos íntimos del pueblo y de fuera fueron dejando sobradas semblanzas de aquellos distintos "yoes" (sic) que conformaron la personalidad del ilustre profesor. Y de esa manera pudimos conocer su afición oculta a los toros; su fruición por la cocina casera andaluza; su devoción por el bel canto, singularmente por Verdi y su "Rigoletto"; su dedicación extraordinaria a la figura de Cervantes; su orgullo emocionado por ser miembro de la Real Academia de la Lengua... En fin, su abrazo definitivo al cultivo de la amistad verdadera y el abandono de la soledad, tantas veces ansiada en sus años jóvenes. Y también, aunque fuese de refilón, se rememoró la tragedia de su vida familiar con la muerte prematura y accidentada de varios de sus hijos. Visto lo visto y oído lo oído en la jornada de hoy, tengo para mí la idea de que este pueblo cambió para bien el carácter severo y agrio de don Carlos. Y creo que la convivencia diaria con la gente sencilla de Castro del Río ha obrado el milagro de que la persona de don Carlos Castilla del Pino haya emergido victoriosa por encima del personaje frío y distante que fue durante largos años de su madurez.

Particularmente, eché en falta algo más acerca de su trayectoria como catedrático universitario. Después de tan luengos lustros de espera, debió ser para él un verdadero orgasmo intelectual su cátedra de Psiquiatría. Yo así lo creo. Sirva por tanto este escrito como nuestro homenaje particular, de Antonio y mío, a la figura de don Carlos, y por extensión de toda la Universidad de Córdoba, a la que tanto lustre prestó con su presencia, su prestancia y su elocuencia. Que descanse en la paz de los justos.


 

lunes, 3 de octubre de 2022

La definitiva

 Nos amanece en La Yedra. Hoy, la última sesión, me acompaña mi mujer. Debemos estar en el hospital a las ocho de la madrugada. Tan temprano vamos que las montañas del Torcal aún no se han desprendido de las sábanas grises con las que se arropan para pasar la noche. “Sema, déjate de canturreos gregorianos y dale caña, que no llegamos”. No era nada gregoriano, estaba cantando aquella de “Apóstol de Andalucía”… Referida al beato Juan de Ávila. La Peque, siempre refunfuñando. Pero lleva razón. Atasco discreto en la entrada a la avenida de Carlos Haya. Hora punta. Pero llegamos bien. Justos, pero bien. On times, dicen los guiris. Sobre la campana. No hago más que sentarme en la sala cuando ya oigo por megafonía: 251, agua. Saludo a Adela, mi compañera que lleva diez minutos esperando, los dos solos en la sala, y comienzo a beber. Beberse medio litro de agua en diez minutos y sin haber desayunado es tela de coñazo. “250, pase”. Y entra Adela. En diez minutos me tocará a mí. A beber se ha dicho. La Peque, a mi lado, leyendo en su ebook.

-¿Estás nervioso?

-Ni mijita. Más contento que unas pascuas.

-Éste es mi Sema.

Van llegando otras personas. No son de mi turno, no son de mi cuadrilla, pero las reconozco de otros días, de cuando he llegado antes de la cuenta. Me saludan.

-Qué hace aquí tan temprano?

-Es mi último día, y me han citado a esta hora.

-Es verdad, que la máquina 2 cierra hoy.

Y departo con ellos como si fuesen de los míos.

-Macho -me cuchichea mi mujer-, eres el puto amo. Parece que mangoneas todo esto.

-La experiencia es un grado. -Y nos reímos.

La sesión de hoy ha sido, si cabe, más corta de lo esperado. En un plis plas me han despachado. Me despido de todas las auxiliares y enfermeras con mil agradecimientos por el trato recibido. Me desean toda la suerte. Y abandono, radiante -nunca mejor dicho-, la sala de máquinas, el acelerador lineal de partículas, el horno radioactivo, el quema próstatas y quema culos. No he podido disfrutar de la sonora y emotiva despedida habitual porque no estaba mi gente, pero da igual. Me ha esperado Adela, nos hemos dado un abrazo… Y suerte para todos.

Mi señora esposa y yo, luego, nos hemos ido a desayunar, ¡por fin, hoy sí! A la cafetería Oña. Nuestros churros con chocolate y mi pedazo de bizcocho de zanahoria.

Y a freír espárragos la próstata puñetera.

 

 

 

 

 

miércoles, 21 de septiembre de 2022

No es lugar para jóvenes

Le echo trece años. Ni uno más ni uno menos. Empezando a hormonar. Esa edad basturrona en que los adolescentes se comportan como brutos entre ellos y como avergonzados entre los adultos. En su barbilla/ bebiendo sin mascarilla/ dos granos despachurrados/ le delatan como pajillero consumado. Me gusta versar con ripios. Se han sentado, su madre y él, enfrente de mí. El muchacho, tímido, no aparta su mirada del móvil por cuya pantallita sus dedos saltan ágiles como sábalos de río. Calzones cortos, a media pierna, y una camiseta del Barsa componen su juvenil indumentaria. Es su primer día. Resulta chocante un muchacho entre tanto vejestorio. Si está aquí, en espera de radioterapia, está claro que sufre un cáncer. Puede ser un linfoma de Hodgkin, un tumor renal (nefroblastoma, nada raro en jóvenes) o un sarcoma de Ewing... Una putada en cualquier caso. Estoy por meterme con él y su camiseta, pero alguien se me adelanta.

Nos conocemos todos en la sala de espera, somos siempre los mismos a la misma hora: un guiri alto y calvo y serio, que se pasa todo el rato leyendo; dos mujeres ya entradas en edad, con sus respectivos pañuelos en la cabeza a lo bandolero, y de un aspecto estupendo; una mujer guapa y hermosa, jaquetona ella, caballo grande; dos ancianos algo desmejorados con sus vestimentas camperas; un hombre grueso y quejica, de esos que protestan por todo, hasta de tener un puñado de tábarros en el culo; otro hombre de mi edad, más o menos, que viene en ambulancia desde Teba, y que es la alegría de la casa. Y yo, que poco a poco voy entrando en escena.

El hombre simpático, el de Teba, se levanta y se acerca al muchacho.

-Hola, chaval, ¿puedo tocarte la camiseta? -le pregunta con toda la guasa. El muchacho lo mira como si tuviera delante a un enajenado. Ante la risa de los demás, accede.

-Vale, como usted quiera - responde serio.

-¿Es del Barsa, verdad? 

Y acto seguido, pasa su mano por la espalda del muchacho rozando apenas la camiseta. En un momento determinado, y ante la general sorpresa, retira su mano de manera brusca y rápida.

-Macho, macho -se dirige a la concurrencia-, ¡¡pos no que me ha dao un calambraso, la mu cabrona!!!...

Ahora, el muchacho no puede aguantar la risa y se suma al coro de guasa de toda la sala.

Me gustan las personas que tienen esa habilidad natural de romper el hielo; que poseen el don de la oportunidad; que conocen los secretos del hacer reír sin molestar; que han sido tocadas con la varita de la sensibilidad y la empatía. Siempre he procurado caminar por ese sendero de optimismo aun a costa de bastantes imprudencias.

Y me disgusta mucho, me entristece, la enfermedad en la gente joven. No pega. No pega ese muchacho en esta sala. Ni pega una sala entera ocupada por muchachos. No. Viendo la energía y la salud que derrochan mis nietos siente uno cargo de conciencia por estos jovencitos y niños que tan chicos ya tienen que cargar con el pesado fardo de la enfermedad. No hay derecho. Para eso estamos los viejos, para aguantar lo que nos venga. Hemos vivido lo nuestro y sabemos lo que ahora nos toca. Y lo aceptamos con desigual gallardía, unos más, otros menos. Pero los muchachos en flor... No y mil veces no. La Naturaleza, Dios de Espinoza, se ha equivocado en este asunto concreto. Si, por ahora, es ley de vida el enfermar y el morir, debería dejarnos vivir sanos y salvos hasta... qué digo yo, pongamos los setenta. Y de ahí en adelante que nos eche a los leones. Ojalá termine pronto y con éxito el calvario de este jovencito y el de su familia. Manque sean del Barsa.

-Perdona, chaval -sigue el de Teba-, es que en mi pueblo semos tos del Madrid.

 


sábado, 17 de septiembre de 2022

Tarde poética

Tenía cierto resquemor por cómo iban a salir las cosas la tarde de autos. Presentar un libro de poemas en mi pueblo, a las siete y media de la tarde... En fin, que me temía muy poca afluencia. Hombre, y me daba fatiga por el autor, un palencianero de pro con quien me une un gran afecto. Durante la mañana, en mi paseo por los mandados, me había ocupado de hacerme el encontradizo con personas de la edad de Pepe para recordarles el evento de la tarde. Bueno, aunque fuesen sólo por hacer bulto.

El espacio habilitado por el Ayuntamiento para la ocasión no pudo ser más acertado: la biblioteca municipal. Ni muy grande ni demasiado pequeño. Lo justo para que se viese lleno de gente. Sirvió, además, para dejar constancia de la valía de la misma: una gran biblioteca para el pueblo. Y resultó que mis miedos eran infundados. Una treintena de criaturas para un pueblo tan pequeño no está nada mal. Aparte de la asistencia, más numerosa de lo que yo esperaba, lo sustancioso vino después. 

Tras las presentaciones de rigor, discretamente disertadas por el alcalde y por un servidor, Pepe "El de la Chatilla", contraviniendo mi alocución previa, se dejó caer con que todos nacemos poetas. Porque -añadió- todos somos capaces de sentir la belleza. Yo acababa de proclamar el privilegio exclusivo del don de la poesía sólo para unas pocas personas con sensibilidad y talento muy especiales. Pues nada, todos poetas. ¡¡Hombre, por Dios!! Continuó diciendo que cualquier persona siente felicidad cuando en una tarde de bochorno un soplo de brisa repentina le refresca la espalda. Y pensé para mí -pero no abrí el pico- que un poeta como él escribiría esa escena más o menos así: "Y de repente, se deslizan por mi ventana/ ósculos de frescor/ que acarician mi espalda". Y yo, que no soy poeta, a lo más que llegaría sería a esto: "Y de pronto, un aire del norte/ entra por mi ventana/ para aliviar mi espalda y mi cogote". Concedo, no obstante, que todos podemos ser poetas, pero unos más y otros menos. Aludió después con cierta vehemencia al poder de la palabra como herramienta potente para hacer el mal o el bien. Y exhortó a los presentes a usar siempre la palabra como vehículo de bondad. Porque Pepe, aparte de poeta, es un hombre esencialmente bueno. Seminarista de joven, emigró por necesidad con su familia a Córdoba, convirtiéndose así en un nostálgico de su pueblo. Se prodiga poco en visitas, es verdad. Antes, por su dedicación tan absorbente a su oficio de profesor de filosofía y de ética, y a los muchos males que él mismo y su familia han padecido. Y ahora, porque desea llevar la vida tranquila de un jubilado sin otras aspiraciones que escribir, disfrutar de la familia y pasear junto al mar con su amada. 

Luego, leyó con contenida emoción unos cuantos poemas seleccionados entre las distintas páginas. Salieron a relucir sus adentros, claro está: el mar, el ocaso de la vida, el silencio, la infancia, los sueños, su padre, sus hijos... Pidió silencio. En balde, porque después de cada lectura la sala aplaudía entre emocionada y sorprendida por algo tan bello y bien dictado. Algo que nunca antes se había visto en el pueblo: recitar poesía para el público. En el turno de preguntas, Pepe explicó su posición con respecto a sus creencias y a su evolución en el terreno de la filosofía, partiendo de la Grecia clásica hacia Spinoza para acabar en el budismo como la filosofía que mejor se ha adaptado a su forma de ser y pensar. Hubo lugar para el esparcimiento contando anécdotas de su infancia y otras relacionadas con sus padres, con su abuela Frasquita y con otras personas ya fallecidas que tuvieron alguna influencia en su vida de niño.

Y acabó su alegato ofreciéndose gustoso a impartir de forma gratuita un taller de poesía para la gente del pueblo que pudiera estar interesada. Lanzó un pañuelo que el ayuntamiento o la asociación Elislón deben de recoger. En ello estamos. 

Mil gracias, Pepe. Por tu vida tan comprometida con la enseñanza como vehículo de transformación; por tu lucha infatigable contra el mal físico y anímico que nos ataca a las personas; por tu templanza; por tus años de seminario, modelo espiritual para quienes veníamos por detrás. Gracias, Pepe. Por tu bondad.

Te esperamos.

  

miércoles, 14 de septiembre de 2022

Hospital público, hospital de personas

Muchos lectores, por abierto o por privado, me han mostrado sus claras preferencias por el hospital público, pero, eso sí, lanzándole algunos tiritos más que merecidos.

Voy a hacer con vosotros, hoy, un simulacro. Vamos a imaginar el caso de nuestra mujer anciana de 94 años con su problema de deglución en un escenario de hospital público. Para ello, recurriré, ¿cómo no?, al hospital de Valme, mi hospital. Me inventaré una historia ficticia que sitúe a esta mujer en Sevilla.

Un sábado, a las doce, las urgencias empiezan a calentarse. Pocos huecos libres en la sala de espera, amplia y desangelada. Muy poco acogedora. Pacientes en sillas de ruedas ocupan el perímetro en derredor, dejando los espacios del centro para las camillas. Ya hay alguna con algún ocupante quejumbroso. Nuestra anciana ha pasado por el filtro del "triaje", que realiza una enfermera en una miniconsulta. Ingrata y desagradable labor, porque de la valoración de prioridad que ella haga, en base a un protocolo, va a depender el tiempo de espera de los pacientes. No se pasa al médico por orden de llegada, sino por orden de prioridad. El nivel 0 es una emergencia vital que no admite la más mínima demora, y el nivel 5 es algo trivial, sin importancia aparente. A nuestra mujer le han dado un 3. La gente, pícara, ya se conoce la norma y exagera los síntomas para ver si cuela antes.

Una hora corta ha habido que esperar. Ha tenido suerte, los residentes de primer año que están de guardia no dan abasto, y le ha tocado un médico adjunto experimentado que se presta a echarles a aquéllos una mano, claro. La hija de nuestra paciente, médica geriatra, le explica la historia que ya sabemos: que la mujer se engollipa de vez en cuando, que se resuelve el tema en unas horas, pero que esta vez está tardando más de la cuenta. Deciden ambos, el médico y mi amiga, que lo más adecuado será ingresar a la mujer durante unas horas en la sala de Observación Menor para ver la evolución. En Valme, la Observación está dividida en dos grandes secciones: la Mayor es para pacientes con procesos potencialmente graves que necesitan tratamiento y vigilancia estrecha hasta conseguir su estabilización. El destino final de estos pacientes será la hospitalización en planta o en la UCI. La Menor, también llamada, sala de "Pendientes", se ocupa con pacientes estables clínicamente, con menor necesidad de vigilancia, y cuyo destino será el alta o, eventualmente, el ingreso en diferido.

Ya tenemos a nuestra mujer en la sala de "Pendientes". Sola. No se permiten acompañantes. En la Observación menor, los distintos cubículos, separados por cortinas correderas anchas y livianas, están dotados la mitad con camillas estrechas y bastante incómodas, y la otra mitad, con camas normales. A quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga. Y un solo cuarto de baño. ¡Para treinta pacientes!!! Vamos a seguir con suerte: le ha tocado cama. Una auxiliar de clínica, solícita y amable, ayuda a la mujer a desvestirse y ponerse la bata de enferma. La cortina, cosa corriente, se ha quedado a medio correr, o quizá entera descorrida, y la mujer queda expuesta a la vista de los pacientes vecinos. Al contrario que en el hospital privado, todo silencio y aburrimiento, aquí todo es bullicio. Hay treinta cubículos disponibles, muchos de ellos, ya ocupados. Personal que viene y va por el pasillo; ayes y quejas de los pacientes: "Señoritaaaaa, ¡la cuña!!!" "Señorita, ¡¡aguaaa!!!" "Señorita, ¡el suero, que sacabao!!!... Lo más fácil sería desorientarse para una persona mayor no acostumbrada a estar sin su hija en estos ambientes. Pero esta mujer es de otra casta: fuerte y valiente. Y muy optimista. Todo le parece bien. Menos mal. Lejos de lo que pudiera parecernos, la mujer se interesa por lo que ocurre a su alrededor, ha sido siempre una mujer inquieta y curiosa. Y aprovechando el día de cortinas descorridas, hace migas con una vecina de al lado. Mientras los demás comen el almuerzo, ellas charlan. Que resulta que es de Lebrija. "Pues, mire, yo soy de Córdoba capital" -se pone nuestra mujer en plan cordobita. "¿Y qué hace aquí, tan lejísimos?" "Pues que, por no dejarme sola, mi hija y mi yerno me han traído con ellos a casa de unos amigos que viven por aquí, a pasar el fin de semana. Y mire usted qué mala suerte: ha sido llegar y pasarme esto del tragar..."

La cháchara con la vecina ha resultado milagrosa. Nuestra anciana nota que ya puede tragar la saliva. Son las tres de la tarde. Ni ella ni su nueva amiga han probado bocado. Ella, por estar a dieta absoluta; la vecina, porque en cualquier momento se la llevarán a quirófano para operarla de una hernia umbilical que se la "encarcelado" desde hace dos días. Su amiga lebrijana, más mañosa en hospitales, le hace saber a la auxiliar la buena nueva. Al poco, acude el médico de observación y prescribe probar tolerancia con un yogurt de fresa. ¡Bingo!! Se lo traga sin problemas. Y le dan algo más consistente: galletas con leche. Padentro. Avisan por megafonía a los familiares. Sale el médico a hablar con la hija. Todo resuelto: a casa. Y que en lo sucesivo vean de hacerle a la paciente algún estudio digestivo, si ella misma, la hija, lo cree procedente.

-¡¡Que me voy de alta, vecina!!!

-¡¡Qué bien!!! Mucha suerte.

-A todo esto, me voy y ni sabemos nuestros nombres. Yo me llamo María Victoria Amo.

-Y yo, Pepa. Pepa Falcón, para servirla.

La dulcificación del episodio con un relato ficticio y bien intencionado no debe, sin embargo, ocultar algunas de las flaquezas de nuestras urgencias hospitalarias: los tiempos de espera, eternos; la poca capacidad y menor comodidad de las salas de espera; la excesiva responsabilidad puesta en las espaldas de los R1; la falta de plantillas médicas estables y completas; la escasa intimidad y confortabilidad... La población, la gente, también tiene su parte en hacer un uso sui generis de las urgencias. Pero de eso hablaremos otro día.

-¿Qué tal, mamá? ¿Cómo te ha ido ahí dentro, sola?

-Divinamente, hija. Se me ha pasado el tiempo volando. Hasta he hecho una nueva amiga.


Y como decían Tip Y Coll, mañana hablaremos del gobierno. 


   

domingo, 11 de septiembre de 2022

Hospital privado, hospital fantasma

Ciudad costera andaluza. 10 de septiembre de 2022. Un hospital de compañía privada.

Una pareja de amigos míos, ambos médicos, llevan al hospital a la madre de ella, una joven anciana de 94 años, porque no puede tragar. Ni palante ni patrás. Engollipada. Le ha ocurrido en otras ocasiones y lo soluciona ella sola con pequeños buchitos de agua. Seguramente, se trate de un trastorno de la normal peristalsis esofágica asociado a la mucha edad y conocido con el nombre de presbiesófago. En esta ocasión no ha habido manera de solucionarlo con medidas caseras. Al hospital. Es sábado. Doce del mediodía. Están de suerte, apenas cuatro pacientes por delante en las Urgencias. Historia sucinta, análisis, EKG y Rx de tórax de rigor, y padentro. El tratamiento en la planta consistirá en dieta absoluta, sueros, omeprazol y cama. Hasta el lunes. 

Habitación individual muy confortable, con baño privado, dos sofás y una cama para un acompañante. Comparado con cualquier hospital público, un lujo. Sin incidencias durante la tarde y la noche del sábado. Pero sin un alma en los pasillos. Como en un hotel. Enfermeras y auxiliares, a cubierto en su centro de operaciones por si hay que acudir. Silencio. Te asomas y esperas cruzarte con alguien. Nada. Silencio. Quizás hasta angustioso, tanto silencio. Al silencio le ocurre un poco como a la soledad, que cuando es buscado es un alivio, pero cuando es obligado deriva en incertidumbre, en aislamiento, en tristeza.

Nunca he trabajado en hospitales privados. Lo poco que conozco de ellos es por las visitas a algún amigo operado. Aunque mi experiencia como "acompañante" no ha sido precisamente muy favorable, no debería yo emitir ningún juicio de valor acerca del funcionamiento interno de estos hospitales, más que nada por no seguir el habitual comportamiento de la gente sabelotodo que todo lo critica. Y, sin embargo, lo voy a hacer. Porque yo no soy uno de ésos, yo conozco bastante bien el paño del hospital público. Y puedo comparar.

Y creo que en situaciones de ansiedad y hasta de miedo como las que se viven en los hospitales, el solo hecho de ver los pasillos animados de gente de bata blanca que va y viene, te proporciona una sensación de seguridad, de protección, de saber que hay personas cualificadas muy cerca de ti, que te pueden atender en un momento determinado de urgencia en vivo y en directo, sin tener que esperar media hora, llegado el caso, a que se persone un médico de urgencia localizado en su casa. Un hospital no puede ser un hotel fantasma.

En la mañana de hoy, domingo, nuestra anciana se ha despertado animada y con ganas de comer. Su hija le da un traguito de leche. Deglute sin problemas. Estupendo. Contenta, va a comunicárselo a la enfermera, "que mi mamá ya traga, a ver si puede usted avisar al médico de guardia para que la vea y decida si nos vamos". ¡Menudo papelón para la enfermera!!! En cualquier hospital público se haría sin problema alguno. No sólo eso, sino que se celebraría con cierto gozo: una cama que se nos queda libre. Porque en los hospitales públicos las guardias de la mayoría de los especialistas son presenciales, los médicos están allí. La enfermera responde a mi amiga que es domingo y que en el hospital no hay más médicos que los de la UCI y los de las Urgencias, y que no puede llamar al internista de guardia a su casa para algo que no es urgente. "¿Y entonces? -pregunta la hija. "Pues que hasta mañana, lunes". Mi amiga -como la Peque- no sabe discutir sin enfadarse, de manera que hubo de mediar su marido, hombre prudente y conciliador donde los haya, que convenció a la enfermera con su plática templada y empática. Con todo, no acudió el internista desde su casa, ¡por Dios, do not disturb!, sino que se presentó uno de los intensivistas de guardia, que accedió a darles el informe de alta.

Y ya está la abuela feliz en su casa. Que es donde tiene que estar.

Hospital privado? No, gracias. 


 

miércoles, 7 de septiembre de 2022

De Sevilla a San Sebastián. Y viceversa

Normalmente, nuestras estancias veraniegas en San Sebastián transcurren entre las sociedades de los amigos, alguna visita a los pueblos costeros y las juergas gastro-folclóricas en el caserío de Jesús y Begoña, nuestros anfitriones. Miguel con su guitarra y su cante es el alma de las veladas, sin menoscabo del duende de la Peque al baile y del arranque explosivo de espontáneos, que siempre los hay. Jesús y Paco son andaluces afincados en San Sebastián de por vida. Conocen el País Vasco mejor que la propia Andalucía, y me comentan que "estos vascongados" nos ven a los andaluces como gente exótica, tocada por la magia del arte. Y, la verdad, puede que sea así, pero precisamente Paco y Jesús no dan para esa talla. Paco, ameno conversador, atesora una vasta cultura, es un intelectual intimista; y Jesús tiene tan poco de andaluz que no tolera el sol, fíjate tú, y sólo está conforme leyendo, jugando al ajedrez o al mus, o haciendo de cocinilla. Aunque justo es concederles a ambos el buen gusto por la charla, el vino y el flamenco.

Nada que ver con las visitas de ellos, los vascongados, a nuestra Andalucía: no tienen asiento; no paran. Constreñidos en una tierra exigua entre mar y montañas, se encandilan con nuestros campos infinitos; aburridos de tanto bosque espeso e impracticable, alucinan con la inmensidad abierta de nuestros olivares; acostumbrados a las distancias cortas, se echan a nuestras carreteras sin rumbo fijo. De Córdoba a Sevilla, a Málaga, Écija, Antequera o Jerez, no les queda ya rincón andaluz por recorrer. Al no poder con su ritmo, los amigos de aquí les dejamos a su bola. Y tan felices.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que para la mayoría de los españoles resultaba impensable visitar Las Vascongadas. Afortunadamente, ese tiempo ya es historia. Historia negra, ciertamente. Historia cruel y maldita. Pero historia. Con un ambiente social aún incierto, hace quince años me propusieron desde mi hospital trasladarme durante dos meses a San Sebastián para aprender un método novedoso de manejo clínico llamado "medicina basada en la evidencia", cuyo máximo exponente en España era un médico internista excelente, las cosas por su nombre. De un trato exquisito hacia los pacientes, y muy crítico con los privilegios médicos en el hospital -la bata blanca, decía-, la única mácula que yo le encontraba era su mal disimulada querencia con la cuerda abertzale. Me tocó el tiempo en que, entre mis enfermos, se encontraba ingresado el etarra De Juana Chaos, en huelga de hambre. Le vi la cara en muchas ocasiones, claro, pero a ninguno de los médicos nos estaba permitido tratarlo, salvo al jefe médico. Tiempos de zozobra y angustia en que cualquier español rechazaría de plano el más mínimo contacto con gente de aquel jaez, podría yo sin ni siquiera haber deshecho la maleta haber regresado a Sevilla. Pero aguanté el tirón. ¿Valentía? ¿Vergüenza torera?...No sabría decirlo. Ahora, echando la vista atrás, me alegro de mi decisión, pero en aquellos primeros días dudosos las pasé canutas. En el hospital procuré -y lo conseguí- intimar con otros internistas nada sospechosos. Y fuera, fui abducido por la sincera amistad de un puñado grande de vascos. Ellos y ellas han sido los responsables de mi devoción donostiarra. Y en eso estamos.    

De aquellos mimbres, estos cestos. Disfruto de mis amigos vascos. Y me complace comprobar que aquella tierra tan privilegiada en su orografía, clima y gastronomía vuelve a ser patrimonio de todos. Quizá sean estas gentes las más parecidas a nosotros, los andaluces, en lo que respecta, sobre todo, al gusto por el buen vivir, la buena comida, la alegría en las calles, la jovial camaradería en las pandillas -cuadrillas las llaman allí. Les encanta lo andaluz, nuestro sol, nuestras playas y nuestro jamón de brillito. Prefieren, no obstante, su bonito del norte por encima de nuestro atún de Barbate, pero se pirran por nuestra manzanilla y nuestras ferias. Y por los toros, ¡maldita sea! "Qué bonita está Sevilla/ en sus tardes estelares./ En la barra, manzanilla;/ en la arena, Manzanares", escribe mi amigo Félix, el más veterano de la cuadrilla, en su libro de poemas

Por ello me resultó chocante, en la tarde de calabobos intermitente en el caserío, en el debate improvisado acerca del sentido de la vida -la sidra nos pone trascendentes-, que alguien se pronunciara de una manera tan negativa. "Si me ofrecieran elegir, yo no volvería a nacer", dijo. Y añadió que el mundo que estamos dejando a la posteridad quizá no valga la pena padecerlo. La vida es lo mejor que tenemos, dije yo. Incluso en condiciones pésimas, la gente quiere seguir viviendo. Quizás nos aferremos a una esperanza de que todo puede cambiar para mejor, no lo sé, pero el caso es que muy poca gente desea morirse así como así. Huyo del catastrofismo, no soy persona apocalíptica, sino positiva. Nuestros bisnietos vivirán en un mundo mejor que el nuestro, así lo visualizo, así lo espero. Mil veces que me lo propusiesen, mil veces aceptaría volver a nacer y ser la misma persona que soy. Y me volvería a enamorar y a casar con la Peque. Que se fastidie. Tendría  una nueva réplica de mi hija y de mis nietos. Y otra vez y mil veces más, me haría seminarista para tener los mismos amigos, y luego, médico para llevar esperanza y sosiego a la gente necesitada. Y subiría a San Sebastián con la misma frecuencia con la que Ramiro y María José bajan a Córdoba o Sevilla. Con ciertas mejoras, repetiría mi vida actual por mil veces más. Ea. Para eso soy un hombre rutinario.

No todo en nuestros encuentros se resume en panem et circenses, no sólo de pan vive el hombre, sino también de la charla sosegada en confortable compañía.     

viernes, 2 de septiembre de 2022

Lorenzo, el de los juncos

Incauto de mí, luego de un arzobispal desayuno, me adentré en solitario en la espesura del bosque vascuence en busca de un sendero que -me aseguraron mis amigos- haría cumbre en una cima de vistas increíbles hacia el mar y donde habitan familias de caballos libres. Y fue un verdadero espectáculo. Un disfrute de una naturaleza semisalvaje con "La Concha" en lontananza.

Lo malo vino después. En la bajada, me sorprendió un apretón de los míos. No un apretón cualquiera. De los míos. De los que no aguardan la ocasión. Me orillé a un lado del camino y pisoteando la greñura me fabriqué un lecho herboso donde poder estercolar sin el cosquilleo fastidioso de las ortigas en el salva sea la parte. 

Concluido el canutazo con éxito y luego de la natural higiene con productos del terreno, se me vino al pensamiento una aventura singular de mi amigo Lorenzo. Lorenzo sin más señas para preservar su honorabilidad. 

En una ocasión similar y en circunstancias parecidas, Lorenzo se acomodó para aliviar el apretón inoportuno en un gran matorral de juncos, mal aplastados por mor de la premura. Finiquitada la faena, al levantarse y adelantar unos pasos, los juncos ofendidos y cargados de fecal substancia se levantaron contra él y le salpicaron toda la espalda. 

Moraleja: si malo es escupir al cielo peor es maltratar un juncal.       

domingo, 21 de agosto de 2022

Amenaza

Tres días atrás, invité a dos primos míos a una partida de golf. Emigrantes en Cataluña, han venido al pueblo con motivo de la feria. Son jugadores diletantes, como yo, más o menos. Y he querido agasajarlos disfrutando las excelencias de un campo de golf como el de Antequera. Por lo que cuentan, el campo que ellos frecuentan en Tarragona es de pequeñas dimensiones, nueve hoyos de un par tres cada uno. Quedaron impresionados con las dimensiones extraordinarias y la belleza natural de un circuito incrustado en pleno monte, cuyas zonas de penalización y los límites de las distintas calles son encinas, olivos, frutales diversos y matorral autóctono. Y donde no es extraño que en medio de algún recorrido te topes con una familia de cabras montesas que bajan desde el Torcal a beber. O a olismear. La partida tuvo poca chicha. Ellos no están acostumbrados a estas distancias ni a los palos largos que se necesitan para cubrirlas. Pero lo pasamos bien.

Ayer me llamó uno de ellos: que ha dado positivo al Covid. Precisamente, el que se sentó a mi lado en el coche. De manera que soy un contacto directo y cercano de un positivo. Tiempo atrás, estaría ahora mismo jurando en arameo y jiñao de miedo. Y aislado en mi dormitorio de arriba con toa la calor. Pero hoy me encuentro aquí, tan tranquilo, como si tal cosa. Como soy tan mirado, quizá note algo de carraspera, más imaginaria que real. Guardo la esperanza de pertenecer a ese grupo selecto de humanos con una resistencia natural al coronavirus de los cojones. Pero si tengo que pasarlo lo pasaré y santas pascuas.

El caso es que ahora me aprovecho de mi situación accidental de contacto cercano. Ayer noche, en la terraza del bar del parque confesé a un grupito de amigas mi nueva condición, y rápidamente se dispersaron dejándonos mesa libre. Hoy, en la piscina municipal he dejado caer también la pildorita, y me he bañado casi en solitario. Como cada día, he tenido consultas médicas en medio del baño, sí, pero a una prudencial distancia.

Me hace gracia que la gente me vea como una amenaza. También yo me he comportado así con otros. Merecido lo tengo. Lo malo del asunto es que puede peligrar nuestro viaje a San Sebastián de aquí a dos días. Espero que no.

Voy a empezar con las gárgaras.

 

miércoles, 17 de agosto de 2022

¡¡Por fin es 18!!!!

Mi amiga Arreseli, de nuestra antigua pandilla del pueblo, me dijo antenoche en los churros una frase que muchos jóvenes añosos hacemos nuestra: "¡qué ganitas tengo de que llegue el 18!...

Me recordó, irremediablemente, a mi madre. Independizados ya en el convento mi hermana Josefa y los suyos, a la probe de mi madre le venían muy largos tantos días de feria, tantas horas de cocina en una casa como la suya, en la que se quedó sola y desamparada para atender no sólo a marido e hijos, sino también al cupo de invitados que mi padre, tan rumboso como inconsciente, acarreaba cada año. "¡Madre mía del Carmen, ¿quién se verá en el día dieciocho?..." -suspiraba cada dos por tres. Eran tiempos en que, hacendosa y protestona, se veía capaz de llevar palante una casa de hombres poco mañosos en lo doméstico -todos estudiantes y mi hermana Carmen, aún adolescente-. Y gracias a Dios, siempre llegaba, por fin, el día 18. Siempre, menos el año del Señor de 1995, en que ya muy limitada por su enfermedad, no calculó bien el día de su partida. Y se nos fue el 16, a la mañana siguiente de ver encerrarse a su Patrona. Precisamente el año en que su hijo Frasquito fue Hermano Mayor de la Virgen.

Hoy, día 18 de agosto, también yo respiro aliviado. Demasiados días entre pre feria y feria para alguien como servidor, tan acomodado a su casa y a sus rutinas. Reconozco y pondero en muy elevado el desempeño fabuloso de la concejalía de cultura, de la Hermandad de la Virgen y el de los Hermanos Mayores para ofrecer al pueblo una feria tan lucida como bien organizada, pero es que yo soy muy mal feriante. Si puedo, huyo de la multitud y el vocerío. He bajado poco al recinto ferial, y menos aún lo hubiese hecho de no haber sido por el encargo de cuidar de mis nietos por puras necesidades familiares. Nobleza obliga. Del castillo hinchable al Ratón Vacilón. Y de ahí, a los coches de choque. Y vuelta a empezar. ¡Qué energía, qué manera de saltar, de sudar, de comer y de beber de estos críos!... Inagotables. ¡Qué considerada la naturaleza dotando a los niños de cuatro abuelos! No sé cómo hubiese acabado yo esta feria sin el concurso de los otros tres, muchísimo más entregados a la causa de los nietos. No he renunciado, sin embargo, a mi ración de churros con chocolate, quizás el único incentivo que le encuentro a esas noches de feria de tan excesivo nivel de decibelios ambientales. Para mi gusto, bastante más atractivas las actuaciones artísticas, de flamenco y teatro, en ámbitos más reducidos ofertadas por el ayuntamiento en las noches de pre feria. 

Y en lo que respecta a lo puramente religioso, extenuada la llama de la fe, persiste en mí, no obstante, el rescoldo del fervor. El fervor a la Virgen del Carmen es, sin duda, nuestro elemento identitario por excelencia, más allá de ideologías y de creencias. Tenemos los lugareños del pueblo incrustada la devoción carmelita en lo profundo del sistema límbico, "el cerebro emocional". O mejor, en la masa de la sangre, que dicen los castizos. Es algo irrenunciable para cualquier palencianero, aunque pueda parecer una contradicción intrínseca en un ateo como yo, un oxímoron: un ateo fervoroso. Es lo que hay. No llego a donde mi madre, que le hablaba a la Virgen de tú, pero confieso que me he emocionado escuchando el pregón de mi sobrina Mari en una iglesia abarrotada; observando la devoción de todo el pueblo en la procesión de la Virgen, la más multitudinaria de todas cuantas pueda recordar; y reviviendo al viejo Mellizo "Urea" en un "revoleo" de la bandera perfectamente ejecutado por cada uno de sus tres sucesores. Cierto también que no son de mi gusto los excesos de alharaca, la profusión de exorno ni la tan ostentosa exhibición de la Virgen en el templo. Desde mi sincera gratitud y reconocimiento a la dedicación incondicional de todas las camareras y colaboradores en "el vestir" a la Virgen -empezando por mi Manolo-, prefiero una Patrona más sencilla y austera, la Virgen a la que tanto he rezado y cantado en mis años de juventud y cenobio.

En fin, que ya estamos a 18 de agosto, y que hemos superado con nota una feria larga, intensa, multitudinaria... Y fresquita. Hasta la próxima.

jueves, 11 de agosto de 2022

Una frugal colación

Y tan frugal. Ni en la Cuaresma. 

Una pareja de amigos nos visitó días pasados, aquí en Palenciana. "No hagas nada de cenar -le propuse a la Peque-. Nos tomamos algo en la terraza del "Viruta".

Fue una noche de bochorno. La terraza, cubierta por amplios toldos de lona que, amarrados de ventana a ventana, cruzan todo el cielo de la calle, es un fresco abrevadero por el día, pero una sauna en noches como ésta. "Aquí no se puede estar, vámonos pal Berrinche". Mi cuñada Conchi, que es muy calurosa. Apenas habíamos tomado una cerveza y dos bocados de una ración de ensaladilla.

En el Berrinche, al aire libre, mucho mejor, había una sola camarera. Otra cervecita y a esperar la comanda. Al cabo de media hora, la camarera nos advierte que la cocina está cerrada. Una indisposición muy inoportuna de la cocinera. ¡Vaya por Dios!!!

En mi pueblo no tienes mucho donde elegir entre semana. Ni un solo restaurante. Digo de ir al "Reina", en el Tejar. Nuestros amigos protestan: "de verdad que no hay problemas, nosotros estamos siguiendo el plan de José María: no cenamos". De hecho, a Inés se le nota un montón. Ha perdido al menos diez kilos. Mi cuñado Cipri, excelente anfitrión y cocinero, ofrece su porche y la promesa de unas tapas en un plis plas, pero los amigos solo quisieron tomar infusiones de ésas de régimen que sueltan el vientre. A pesar de la gran confianza que nos dispensamos, uno pasa un poquito de fatiga por no poder agasajar debidamente a los amigos que nos visitan. Y de esa manera, con el mucho charlar y el poco yantar, partieron para su pueblo.

A las doce y media de la noche, calculando que ya habrían llegado, les llamé al móvil:

-Oye, Miguel, ¿habéis llegado bien?

Miguel es un cachondo mental. Su sentido del humor, tan ocurrente, le sale del natural. Dice que eso le viene de niño, que le gustaba sentarse con los viejos del pueblo para aprender de ellos anécdotas, historias y chismes.

-Estupendamente -se ríe-. Lo primero que hemos hecho, Inés y yo, nada más llegar, ha sido tomarnos un Almax. Pa los ardores.

Estos no vienen más -pensé entre risas.

domingo, 7 de agosto de 2022

Disquisiciones sobre la amistad en una tarde tórrida de agosto

Me complace mucho ver a mis nietos tan amistosos. Tienen ya su pandilla y todo. Lo pasan genial en la piscina del pueblo. Daniel, más pequeño, se infiltra como uno más en el grupo de Lucas, tres años mayor. Hasta de vacaciones en el extranjero hacen amiguitos y se entienden por señas. Lucas es tan emocional que echa sus lagrimitas cuando se despiden. Algo han sacado mío. Porque también yo he sido siempre muy amistoso

Muy pronto en mi niñez descubrí una desconocida habilidad para la amistad, algo que luego me ha acompañado a lo largo de la vida. En el pueblo, en el cortijo, en el seminario, en la facultad, en el hospital, en Sevilla... Y ahora, de jubilado, en Antequera. En cualquier sitio donde he vivido he sabido rodearme de amigos. De excelentes amigos. Y ello es algo de lo que me siento muy orgulloso: los amigos son parte esencial de nuestro patrimonio sentimental, ése que no tributa en otro lugar que no sea el corazón. Como mi Lucas, soy un sentimental. Y esta tarde de calor me ha dado por ahí: por la amistad.

La madre de la Peque -no llamaré suegra a mujer tan bondadosa- se extrañaba del hecho de que, ya casados, nosotros siguiésemos manteniendo una relación tan estrecha y continuada con los amigos. Para ella, según la costumbre en el pueblo, una vez casados, los matrimonios se "juntan" con otros de la familia, pasando los amigos de juventud a un segundo plano. Y yo le contestaba que sí, que era verdad, pero que para nosotros, los amigos son también familia. "¿Cómo va a ser lo mismo?" -se revolvía.

Me resulta intrigante abarcar la psicología de la amistad. Qué clase de vínculo misterioso nos mueve a acercarnos y querer a unos como si fuesen hermanos, y a alejarnos de otros. Aún siendo médico y presunto conocedor de los intríngulis moleculares y hormonales que rigen nuestra mente, me resisto a pensar que todo se reduzca a química. A esa química la tiene que mover algo. Determinados gestos, miradas, actitudes, incluso la fisonomía externa han de modificar reacciones químicas en nuestro cerebro en uno u otro sentido. 

Es un hecho constatado la existencia de amistades de conveniencia. Aristóteles las llamaba amistades de utilidad y de placer. El interés de una o de ambas partes en un objeto determinado es el soporte del vínculo amistoso. Es una amistad interesada. Amigos de fútbol, de negocios, de política, de iglesia... Cesada la causa, cesado el efecto. Uno cree estar al margen de ese tipo de argucias, y, desde luego, yo las niego con rotundidad en mi persona. Pero alguien podría, tirando del hilo del interés, argumentar que mi amistad inquebrantable con Agundo quizá me sirviera para hacerme un nombre entre los chaveas valientes del pueblo, o para aprender a nadar en el río antes y mejor que otros. Que mis amigos del seminario facilitaron mi socialización puliendo mis muchas tosquedades. Que los de la facultad o del hospital han sido, de alguna manera, cooperadores necesarios en mi desempeño profesional. Y yo, en el de ellos. Que mis amigos de Sevilla se han topado con un chollo de médico para todo en mi persona. Es posible que vea en mis amigos actuales de Antequera un medio para adaptarme mejor a mi nueva vida, sin contar con el pozo sin fondo de sabiduría y bondad que me aportan.

Contra este alegato descarnado, me sale muy de dentro defender mi sentido de la amistad como un sentimiento puro, sin contaminantes, todo emoción, diría yo. La amistad virtuosa, la nombraba Aristóteles. Una relación regida por el afecto, la nobleza y la afinidad de pensamiento, sin llegar -eso sí que no- al embeleso del enamoramiento. Mirando ahora para atrás, no tengo reparos en reconocer que en algunas etapas de mi adolescencia he sentido pudor al creerme enamorado de sendos querubines, uno en el seminario y otro en el pueblo. Yo, un tío de campo, de a paja diaria... Esta amistad desinteresada, la verdadera amistad, convierte la química fría e impasible de nuestro sistema límbico en un caldo del cocido, cálido y apetitoso, en una noche de tormenta. 

¿Y qué pasa con las chicas? Bueno, ahora no hay distingos de género: mis amigas poseen la misma consideración y confianza por mi parte que mis amigos, si no más, aunque la suerte de su amistad me haya llegado, en su mayoría, por vía conyugal. Por ser la mujer de... Pero antes, en nuestro tiempos jóvenes, la cosa era bien distinta. Los chicos con los chicos, y las chicas con las chicas. No teníamos amigas con la confidencialidad, complicidad y trato propio de los muchachos. Los tendrían entre ellas, pero no con nosotros. Nos juntábamos para irnos al campo o al río de excursión, o para organizar guateques o teatrillos. En la pandilla, por lo general, cada quien le tenía echado el ojo a una determinada "amiguita", más amiga que las otras, aunque todavía sin derecho a roce, sino sólo a paseos por la plaza o por la carretera, sin pasar del Retiro para no dar que hablar. Y eso, en caso de reciprocidad, cosa que no siempre ocurría. También yo tuve mi "amiga" más especial, una muchacha linda y menuda, que me parecía angelical. Mi condición de seminarista complicó mucho nuestra incipiente relación, naturalmente. Y más tarde, cuando abandoné el seminario, un vendaval de frescura, energía y pasión barrió mis anteriores amores para instalarse en mi vida de una manera tan contundente como definitiva.

Sea como fuese, mi amistad se ha alimentado siempre de lealtad, franqueza, confianza y cariño. Mi amiga "especial" murió hace ya años, en la flor de la vida, como solemos decir. Llevo siglos sin ver a muchos de mis amigos y amigas del pueblo. A otros los disfruto un mes al año. Da igual. Los sigo recordando a todos con parecida emoción con la que quiero a los más cercanos, a quienes trato con cotidianidad.

¡Viva por siempre la amistad!!!







martes, 2 de agosto de 2022

Regina Angelorum

El primer wassapt de esta madrugada me ha informado de la onomástica de mi sobrino nieto Ángel. Tiene diez años, y más que un ángel es un demonio. A fin de cuentas, también Lucifer era un ángel.

Regina Angelorum, Regina Apostolorum, Regina Profetarum, Regina Vírginum... No me preguntéis por qué, no lo sé, pero se me vino al pensamiento mi abuela Josefa y sus lecciones de letanías y jaculatorias. Yo las recitaba de carrerilla. Cincuenta y cuatro letanías. De memoria. De monaguillo, antes de irme al seminario y sin idea de latín, sabía el significado de todas ellas. Pero había dos que se me atragantaban: Rosa mística, que no pintaba allí nada, y Virgo Potens, que me parecía una picardía.

Creo haberos dicho alguna vez que mi abuela Josefa fue el actor más determinante para mi entrada en el seminario. Me metió a monaguillo, y luego, cansina como gota en roca, persuadió a don Juan González para que me incluyera en la terna de ese año para ingresar en "Santa María de los Ángeles", el seminario menor de Hornachuelos. Una visionaria. No como su consuegro, mi  abuelo Manolo, que nunca creyó en mi vocación alegando que yo tenía el ojo demasiado vivo. Mi abuelo Manolo fue la persona que tal vez más haya influido en mi forma de ser de chavea. Sentía admiración por su templanza -jamás lo vi enfurecido-, su equilibrio mental, su sabiduría campesina, su afabilidad y su bondad de hombre justo. Y no soy capaz de recordarlo ni una sola vez oyendo misa. Ni siquiera el día de mi primera comunión. Yo creo que era un ateo en el armario.

Siempre me he considerado el favorito de mi abuela Josefa entre todos sus nietos. Mi madre, incómoda por vivir en la casa de la suegra, tenía celos de mi primo Santi, el mayor de "Los Porreras", creyéndolo el preferido. Yo la escuchaba discutir con mi padre: "tu madre sólo tiene ojos para su Santi", y cosas así. No era verdad. Yo fui el primer nieto varón, el más celebrado en la casa familiar de mi abuela, me crie rodeado del afecto tierno de mi chacha Bibi, la chacha Chiquita y la entrometida de la chacha Gregoria, una tía abuela, hermana de mi abuelo Manolo, que era vecina nuestra. A ver qué nieto de mi abuela puede presumir, como yo, de haber dormido con ella, en su cama, hasta los trece años. Y no seguí más tiempo por sentir vergüenza propia de mis erecciones y poluciones nocturnas.

Me dormía a fuerza de jaculatorias "Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza"... Y me despertaba con letanías "Kirie Eleison, Chryste Eleison, miserere nobis"... Todo su empeño consistía en prepararme en historia sagrada mejor que los otros aspirantes. Era consciente de que mis notas escolares, excelentes, y mi soltura en las lecciones de catecismo tenían que suplir mis flaquezas en urbanidad y civismo. Yo era entonces un niño demasiado rústico, casi un clon de mi amigo Agundo, el amo de nuestra calle.

Y al final, se salió con la suya. Me vio de seminarista por muchos años y disfrutó orgullosa de mis notas, las mejores del curso. Pero también se salió con la suya mi abuelo Manolo cuando abandoné el seminario, como él había pronosticado, y me hice médico. Ambos contentos.

Stella matutina, Salus infirmorum, Refugium Pecatorum, Consolátrix afflictorum...

lunes, 1 de agosto de 2022

Civismo

"Enseñar civismo es una obligación familiar y comunal" (Stephen Carter)


Hace unas fechas, un amigo se me quejaba por wassapt de lo sucia que está Triana. Para mí no es algo ajeno. He vivido allí unos años y he conocido sus calles tachonadas de cacas de perros y regadas con sus meadas. Otro amigo, más sensible todavía, se ausenta por meses de Sevilla porque no soporta la suciedad y abandono de sus calles ni el talante incívico de alguna de sus gentes. En una carta al director, un ciudadano cualquiera protesta en el periódico que el ayuntamiento sólo se ocupa de la zona monumental. En facebook leo estos días a distintos usuarios cordobeses quejarse de la dejadez de los servicios municipales de la limpieza... Y, qué curioso, todas las críticas miran a los ayuntamientos. Algo -o mucho- habrá de verdad, claro.

Sin embargo, en ésta y otras cuestiones de asuntos públicos, yo prefiero mirar hacia nosotros, los ciudadanos, y ser autocrítico. ¿Qué podemos hacer las gentes corrientes para mejorar tal o cual cosa? Y la respuesta siempre es la misma: ser personas cívicas.

Desde hace tiempo he creído que más que la confrontación política tan polarizada hoy en día, la falta de civismo es, quizás, el hándicap principal en el comportamiento social de los españoles en general, y de los andaluces en particular. Siempre me he sentido -y me siento- orgulloso de mi españolidad, pero siempre también he echado en falta ese punto de civismo que uno contempla en otros ciudadanos cuando viaja por Europa. Es una pena, porque vivimos en el mejor país posible. Y ya sería la repera si fuésemos un pelín más educados. Yo mismo, que me tengo por persona cívica, he tenido dudas en agacharme a recoger la caca de mi perrita cuando en la calle no se ve un alma.

¿Qué es el civismo? Pues es la capacidad de las personas de saber vivir en sociedad respetando y considerando al resto de individuos que componen la misma. Civismo y buena educación suelen ir de la mano. El comportamiento cívico respeta la propiedad privada y el patrimonio público; evita actos que puedan ser nocivos o molestos para los conciudadanos; se ocupa de cuidar -o al menos no deteriorar- lo que es de todos; muestra empatía hacia los asuntos de los demás. Por poner ejemplos generales. Decía con su guasa personal José Luís Coll que el colmo del civismo sería si en España se pudiese jugar un partido de fútbol sin árbitro. Pues eso. No queremos el colmo, nos conformamos con un culillo.

En algún sitio he leído que en las escuelas se enseña a los niños, y que en las casas se les educa. Yo voy más allá: la educación es una tarea que compete a toda la tribu, a todo el pueblo, maestros, familia y hasta vecinos. Y todos a una, de poco vale predicar buenas prácticas a los niños si luego te ven echar las cáscaras de pipas al suelo teniendo una papelera al lado. Y debe ser así porque de una buena educación de nuestros jóvenes va a depender la suerte de sociedad del futuro más inmediato. Y tengo para mí que el principal enemigo de la enseñanza de educación y civismo es la permisividad de padres y comunidad ante conductas inapropiadas de los jóvenes, precisamente por eso, porque son jóvenes e inmaduros. Mis muchos amigos maestros, que están viendo venir el tema desde hace unos años, coinciden en afirmar que uno de los graves problemas de nuestra sociedad actual es el asunto de la EDUCACIÓN. Educación en su sentido más amplio, que incluye no sólo la formación curricular, sino precisamente también civismo, urbanidad y cortesía. Nociones, me temo, que suenan a chino entre nuestros muchachos. Y sin embargo, nada de ello resulta demasiado atractivo en el candelero de los medios.

Sed bienvenidos a un agosto más fresquito. Y más cívico.

viernes, 29 de julio de 2022

Érase una vez en una noche de verano...

Estoy conforme con el calor del verano. Lo acepto y lo aguanto. ¡No va a hacer frío en julio, joer! Calor y tábarros como puños, se dice en mi pueblo. Y también prefiero llamar a las cosas por sus nombres: nada de olas de calor; calor de verano, como siempre lo hemos conocido, al menos aquí, en Andalucía. 

No. No creáis que hoy voy a enrollarme con lo del calentamiento global. Aunque, de paso, diga que entiendo tal calentamiento como resultado lógico y predecible de la actividad y crecimiento sin límite de un mundo en expansión constante, no estoy preparado para tal asunto. Simplemente, quiero relataros mi última experiencia con el calor, la caló en sevillano.

Sí, porque Sevilla tuvo que ser. 

Mi amigo Agustín cumplía setenta añazos muy bien trabajados, y fuimos, la Peque y yo, a su fiesta. El domingo pasado, 24 de los presentes. El día más caluroso que todos podamos recordar. Ni regando el maíz en plena siesta ni encima de la primera cosechadora de La Capilla, a mis diecisiete años, he pasado tanta caló como esta noche de marras. Y no estábamos en Sevilla capital, sino en el Aljarafe, sitio más liviano. Ni por ésas. Era la una de la madrugada, en el albor casi del día de Santiago, y el termómetro del patio emparrado donde departíamos marcaba 38 grados. Y todavía quedaba la presa a la parrilla. Pa morirse.

Mi cuñada Miki, de vacaciones en la playa, nos dejó su casa, apenas a tres kilómetros. Ducha templada nada más llegar, y a la piltra.

-Peque, pon el aire a tope, que nos asamos.

Y resultó que el aparato se encendía, pero no abría sus compuertas y no echaba na. ¡Vaya por Dios!!! El ventilador, a velocidad de crucero, lanzaba bocanadas infernales de aire calentón. Imposible dormir.

Nos bajamos al salón en busca del otro aparato. ¡¡¡Funcionaba!!! Cada uno en un sofá. Las tres de la mañana. La Peque, más menuda, se enroscó como un perrito y se quedó frita al poco. Yo no encontraba la postura. La cabeza, demasiado alta; los pinreles, saltando por encima del brazo del sofá; la espalda, pegada al trapo... Fresquito al fin, pero muy incómodo. Me quedé dormido pensando en lo mucho peor que se echaban las siestas a la sombra de un olivo y con  un sombrero en la cara para guarecerse de las moscas, y en cómo puñetas nos las apañábamos antes en noches como ésta: sentados al fresco, abanicos en ristre, hasta las tantas; colchones al suelo pegados a las ventanas abiertas; o al patio primero, al relente. En el cortijo, he visto a gente sacar sus camastros a la era y dormir allí haciendo como que guardaban la parva. Noches ardientes de verano en las que muchachos más rijosos escalaban hasta las ventanas para ver a las mocitas durmientes en combinación. Noches de rebuznos en el ruedo, y ladridos en las cuadras. Noches de obligado ayuno de concupiscencia hasta para los más golosos, "Echa pallá, hombre, con la calor que jase"... Noches, en fin, de insomnio. Noches de verano, como ésta del otro día. 

Y me despertó, a las seis, un enfriamiento en la espalda, del chorro de aire frío que me atacaba. ¡Otra vez parriba!! A esa hora, sólo con el ventilador, la cosa se volvió más soportable. Y pude coger de nuevo un poquito de sueño.

Y al alba, corriendo pal pueblo. Pa na, aquí hacía la misma calor.


¡Cuando llegue septiembre todo será maravilloso! cantaba una canción.



 


miércoles, 13 de julio de 2022

Sorprendido de mí mismo

Vosotros, amigos lectores que me conocéis, vais a sorprenderos. Pero sabed que el primer sorprendido soy yo mismo.

Si hace sólo cinco años me hubiesen diagnosticado lo de ahora estaría de los nervios, cagándome patas abajo y amargando las vidas de mis más cercanos. Y, sin embargo...

No me lo acabo de explicar. Me refiero a lo de mi tranquilidad. Que no es ficticia, que no se alimenta -aunque puede que un poquito sí- del deseo de no inquietar a mi familia, que es real y palpable. No soy experto en disimulos, soy demasiado transparente, se me notaría enseguida si estuviese agobiado. La Peque, que ve más allá de lo traspuesto, no se dejaría engañar. Y, sin embargo... 

Sigo haciendo lo mismo: me despierto canturreando; le pellizco el culo a mi mujer para escuchar su hipido de protesta; repaso los wassapts de la madrugada; preparo y me zampo un desayuno arzobispal y luego me voy a mi campo de golf. A las doce me vuelvo al pueblo, derecho a la piscina; nadando en cuclillas, departo con los habituales bañistas de todos los días, y arreglamos parte del mundo. Almuerzo con la Peque; siesta corta y profunda, con su poquito de baba en la almohada, si no, no es siesta, es descabezao; lectura y escribanía hasta que se apacigua la calor; paseo por el pueblo con mi perrita; nada de merienda ni de cena, soy un apóstol del ayuno intermitente; película nocturna de Netflix... Y a la piltra. Y tan pancho.

El cáncer de próstata tiene algo muy particular que no comparten los demás cánceres: que te deja convivir con él tranquilamente. Muchos cánceres de próstata (no todos) son "inofensivos", en el sentido de que no avanzan, no crecen o acaso muy lentamente, no invaden órganos distantes hasta muy avanzada la edad, si es que lo hacen. Todos conocemos a ancianos muy añosos que han muerto de viejos -mi padre mismo- siendo portadores de un cáncer de próstata "inocente". Mi caso debe ser de ésos. Tanto, que mi urólogo me recomienda no tratarme por el momento, sino esperar un tiempo a ver si biopsias sucesivas demuestran una progresión del cáncer. "Hombre -le digo-, estoy tranquilo, pero no sé si mi ánimo aguantaría mucho tiempo sabedor de estar alimentando un cáncer por la cara". Y le he expresado mi voluntad de ser tratado. Y en eso estamos, a la espera de la cita para la radioterapia. Sereno, activo, tranquilo. ¿Quién lo diría?

Estoy contento de saberme capaz de aceptar con gallardía esta contrariedad. Será la edad. Siempre he sabido que en un futuro muy lejano llegarían los temidos "achaques". Y resulta que ese futuro tan lejano es hoy, es mañana, es el presente. No es cierto que el futuro no exista: el futuro ha llegado. Creo que lo mío de ahora no es resignación, es aceptación razonada de una realidad que se impone. Y me reconforta meditar sobre ello. De siempre he gozado de una habilidad portentosa para magnetizar a mis pacientes con mi optimismo. Incluso en situaciones límite, en circunstancias dramáticas. A Matilde, Jerónimo, Sergio, Yolanda..., pacientes míos malogrados pese a mi obstinada dedicación, se les iluminaban sus caras cuando yo entraba en sus habitaciones canturreándoles o bromeándoles, sabía transmitirles no sólo ilusión y alegría, también esperanza. Y lo hacía de puta madre. Sin embargo, hasta ahora he sido incapaz de impregnarme a mí mismo de ese espíritu de superación, de actitud positiva. He sido un cagado conmigo mismo. Hasta ahora.

De manera que ya lo sabéis: entro tranquilo y sereno -y positivo- en el club de personas mayores  cancerosas, pero también deseosas de abandonarlo. La verdad por delante.

jueves, 30 de junio de 2022

Excelencia y protocolos

-Pero, señorita -protesto suavemente-, si mi intervención va a ser a última hora ¿por qué me citáis tan temprano?

-A mí no me lo pregunte, caballero -me responde la secretaria del servicio de admisión-. Es cosa del protocolo.

A las 9,30 horas de la mañana estaba en el hospital. Me van a realizar una biopsia de próstata. Es un procedimiento sencillo que se hace normalmente en la misma consulta de Urología, con anestesia local. Algunos de mis amigos ya han pasado por ahí y me han dado ánimos estos últimos días. Pero, claro, ellos no son yo. La carne de médico es mucho más delicada. Cuando hace un mes le comenté a mi urólogo mi propensión a los desmayos, rápidamente me derivó al anestesista para hacerme la biopsia en el quirófano bajo sedación.  No fuera a ser que le montara un cirio en su consulta. Y hoy ha sido el día.

No tengo más que palabras de agradecimiento, pero también de orgullo, por el magnífico desempeño que he podido comprobar en el hospital por parte de todo el mundo, desde las limpiadoras hasta mi propio urólogo, hombre humilde, atento y meticuloso en todo detalle tanto en lo profesional como en lo personal.  Me ha resultado admirable la tierna atención y mimo con que las auxiliares y las enfermeras del hospital de día quirúrgico se han volcado con los enfermos más viejitos y vulnerables. Este anciano, de Cuevas de san Marcos, operado de cataratas; éste otro, de Fuentepiedra, operado de una hernia umbilical; esta mujer, de Archidona, con un glaucoma... De risa, las fatigas de mi enfermera, linda y cercana, para explicarle a un anciano inglés de Mollina, en inglés macarrónico, la manera de dosificar unas gotas oculares... ¡Qué encomiable paciencia!! Celadores jóvenes que me han transportado en camilla de un lado para otro, transpirando optimismo y cuidando al detalle la preservación de mi intimidad por los pasillos...Y un personal de quirófano que te trata como si fueras tú el único paciente de la mañana, estando al dar las dos de la tarde...Puedo decir que he experimentado en el ambiente laboral del hospital el aire desenfadado y proactivo que he vivido y predicado en mis años de Valme. Una enorme alegría poder transmitir al mundo que nuestro personal sanitario ha resistido y superado todos los estragos de la maldita pandemia, sin recordar -o eso parece- las muchas penalidades y sacrificios sufridos por mor de ella. Mi primera experiencia hospitalaria post pandemia no ha podido ser más esperanzadora.

Si me obligáis a poner algún pero, sólo mencionaré que me cuesta aceptar la rigidez de los protocolos. Cuando uno se encuentra enfermo de verdad acepta de buen grado cualquier orden médica o administrativa con tal de sanar lo antes posible, pero cuando uno está bien -y éste era mi caso- lo que quiere es salir cuanto antes del hospital. Y entonces es cuando topo con los dichosos protocolos. Una vez fuera del quirófano, con todo en orden, lúcido y asintomático, debo permanecer encamado en el hospital de día cuatro larguísimas horas porque "es el protocolo". Al cabo de dos horas le pido a mi noble y atenta enfermera que, por favor, me retire los sueros -que no preciso- y que me deje el catéter heparinizado por si acaso surgiese alguna incidencia que nos hiciera precisar el suero. Sin la pejiguera del suero, podré salirme de la cama, vestirme con mi ropa de calle, permanecer sentado en el sillón y abandonar así el ridículo papel de "enfermo" con mi bata vergonzante que me deja tol culo al aire. "No me pida esas cosas, no puedo hacerlo".

-Señorita, por favor, soy médico, mi mujer es enfermera, sabemos vigilar y actuar ante una muy improbable incidencia que pudiese ocurrir...

-¡Ya decía yo -sonríe la enfermera-, que sabía usted demasiado.

Y, por fin, esta linda enfermera, aunque abducida por el protocolo, se bajó del burro y me adelantó la salida. Eso, sí, no sin antes cerciorarse de que mi orina era clara y de que me hubiese zampado la merienda en dos bocados.

De siempre, he sido un pelín contestatario al protocolo en el ámbito de la salud. Miento, me refiero al protocolo duro, rígido, inamovible. Protocolo nos suena ligado al formalismo obligatorio que rige en los actos y ceremonias diplomáticos y oficiales. En la actualidad, el término se ha generalizado para definir el conjunto de normas y acuerdos que se deben cumplir en cualquier procedimiento diseñado y controlado para un fin determinado. En los cuidados de salud, los protocolos son una herramienta útil y muy necesaria, en cuanto que están basados en las guías clínicas y propician el normal funcionamiento de las muchas actividades en un ámbito tan complejo como es el sanitario. Lo que critico  piadosamente, en instituciones tan queridas para mí como son los hospitales, es la rigidez de su aplicación, la falta de flexibilidad en función de las necesidades y también de los deseos legítimos y razonados de los pacientes. El protocolo médico ofrece ayuda al personal sanitario, incluso le cubre las espaldas, pero no debe esclavizarlo ni someterlo. El protocolo bien aplicado debe dejar un razonable y juicioso margen de decisión en el propio paciente. Siempre he defendido esa postura, y por ello me siento legitimado para exigirla para mí mismo. Un protocolo personalizado, en mi caso concreto de hoy,  hubiese permitido reducir significativamente mi tiempo de permanencia en el hospital de día, atendiendo a mi estado clínico y a mis deseos por encima del "protocolo" rígido y frío.

Todo lo cual no puede ni debe empañar mi satisfacción por la salud psicológica y social del personal sanitario del que disfrutamos los andaluces. Dicen que sufrimos una escasez alarmante de personal. Es un mal endémico de nuestra sanidad. Ya en mis tiempos existía. "Semos pocos, pero bien avenidos" podríamos decir de esta gente extraordinaria, rayana en la excelencia. Sanidad pública, universal y de calidad sostenida por el cuello vigoroso de unos atlantes prodigiosos. No podemos ni debemos perder tanto logro conseguido. Y no lo vamos a hacer.

Mi más sincera enhorabuena.


 


martes, 14 de junio de 2022

Un hombre admirable

En cuanto pudo, devorado el desayuno, esta gente fue cogiendo puerta. Hoy toca visitar Olaho y su mercado, cosa de mucho predicamento, según dicen. Han aprovechado que yo estaba platicando con el móvil para dejarme aquí tirado, a la espera de Cristobao, el fontanero.

-Le mando a un fontanero-electricista, un manitas decís los españoles ¿no? Estará ahí en una media hora. Su nombre es Cristobao -me contaba Tatiana, la encargada de la casa.

Sin comerlo ni beberlo, por regalón y despacioso con mis dulces, me ha tocado quedarme para no dejarlo solo, al hombre. El lavavajillas produce un cortocircuito y nos deja sin luz cada dos por tres, y alguna cisterna de los wáteres no funciona como debiera. Cosas de las casas rurales. 

Me he acomodado en el porche trasero, el que da a la cocina, al resguardo del sol de levante, que ya viene picando. No me decido a remojarme en la piscina, no sea que el hombre me pille en bolas, que es como me gusta bañarme cuando estoy solo. Sentado al frescor del césped recién regado, leo distraídamente el mismo capítulo que ayer de un libro de filosofía. Me ha dado por ahí. Y tan metido estoy en la teoría ética de Hume que no me apercibo de la presencia de Cristobao, que acaba de entrar.

-Bom día -me sorprende.

-¡Ah, perdón, buenos días! -me levanto a modo de saludo.

Es un hombre fornido y mal hecho, y con la cabeza rapada. Al pronto, me recuerda a un Comandante Lara que no fuera chistoso, sino más bien circunspecto. Sus gafas de ver son de estas modernas de color rojo. Las patillas apretadas le marcan un surco profundo por detrás de las orejas. Me pregunto si no le molestará. En la cocina, al lado nuestro, le señalo el lavavajillas que cortocircuita. A continuación, escaleras arriba, me sigue de cerca mientras le voy mostrando los distintos desperfectos en la planta primera: tres cisternas averiadas, una cortina descolgada y un somier al que le faltan tablas.

-¿Nada mais? -pregunta con sorna. Le sonrío y pienso en el típico fontanero español que ante tal tesitura ya se hubiese cagado en la madre que parió a panetes. Siguiendo las estrictas instrucciones de la Peque, tan desconfiada, no me despego de él en ningún momento. No vaya a ser que se ponga a husmear por nuestras habitaciones con las camas sin hacer y las maletas abiertas en el suelo.

El hombre empieza la faena por las cisternas. Cada una tiene un mecanismo distinto. Las tres presentan rotura en los enganches con el tirador. Cuando he tenido en mi casa una avería parecida cualquier fontanero corta por lo sano y compra un sistema nuevo. En cambio este hombre, calmoso y virtuoso, desenrosca las distintas piezas, cisterna por cisterna, las recoge todas, se va al jardín y se sienta en una silla a intentar recomponerlas. Mientras, yo, sentado a una prudente distancia, sigo con Hume. Una hora de paciente trabajo de hormiguita hacendosa. Con el material ensamblado, sube a los cuartos de baño afectados y coloca los sistemas. Yo, confiado ya en la formalidad de Cristobao, me quedo en el jardín ensayando "aproach" con mi hierro del 7 y mis bolitas de golf. Presumo de maestría: ni un solo descalabro, ni una bola perdida.

Arreglados los daños de arriba, el hombre entra en la cocina y se dispone a acometer la tarea cumbre: arreglar el lavavajillas. Eso no pienso perdérmelo. Con una maniobra simple de enchufar el aparato en un enchufe distinto y ver que así funciona sin provocar cortocircuito, averigua que el fallo no está en el aparato, sino en el enchufe que lo alimenta. Cuerpo a tierra, el móvil en modo linterna en una mano y un destornillador en la boca, se arrastra a codazos entre gofifas y botes de detergentes por los bajos oscuros que ocultan las puertas de abajo de los muebles de cualquier cocina. Cada vez que intenta girarse para embocar el enchufe se da un coscorrón en su cabeza rapada. Pocas cosas hay en la vida que me cabreen más que trabajar con estrechuras. Hasta ansias me entran de ver a este hombre en tan incómoda postura.

-¡Mae que me!... -es lo único que suelta su boca apretada. Desde atrás, yo solo le veo los calzones, ya colgones, que dejan al aire parte de los calzoncillos y el inicio de una hucha lampiña. No como las de nuestros albañiles y fontaneros, tan peludas. Encontrada la posición, dispone el móvil-linterna enfocando el enchufe y se afana en desmontar el objetivo con el destornillador. Preocupado yo porque le pudiera dar la corriente, le pregunto si apago el interruptor general.

-Nao precisa, aos portugués nao da choque (no hace falta, a los portugueses no nos da calambre) -se pone el tío. Pero no era verdad: por lo menos le dieron  tres calambrazos. Oye, y qué hombre, este Cristobao, tan admirable: ni un solo voto soez, ni un copón divino, ni siquiera un cagarse en Dios, exabruptos básicos de primero de blasfemiología entre nuestros egregios operarios cuando algo se les tuerce. Yo, alucinado. Al tercer chisporretazo que vi, corté el interruptor. Dime tú que le da a este hombre un patatús, y me pilla aquí solo... 

Consiguió al fin su propósito: cambió el enchufe roto por otro nuevo, y yo respiré tranquilo. No sólo tranquilo, sino reconfortado con nuestra especie. Con hombres como Cristobao aún nos queda esperanza. Tres horas de trabajo por su parte, y otras tantas de supervisión atenta por la mía. La una del mediodía, las dos en España, y esta gente sin venir. No, si al final tendré que ponerme con el almuerzo...



 


miércoles, 1 de junio de 2022

De paraísos terrenales


El domingo pasado, algunos afortunados nos dimos un baño en el paraíso...

Malogrado por la pérfida curiosidad femenina nuestro bucólico Paraíso Terrenal, un mix de huerto, jardín y zoo, mi catequista, Socorro Ramírez, nos presentaba a los niños el nuevo modelo de paraíso de una manera muy chunga. Y mucho más luego para las expectativas de un adolescente calentón como era servidor. Al parecer, todo iba a consistir en la contemplación eterna de las figuras vivientes de la Santísima Trinidad. Uno se imaginaba, en el tropel de criaturas celestes, vestido con una túnica blanca e inmaculada y sentado en las gradas de un grandioso anfiteatro, en cuyo centro Padre, Hijo y Espíritu Santo posarían y pasearían de aquí para allá cual modelos divinos. Y así, toda la Eternidad. ¡Menudo aburrimiento! No era de extrañar, pues, que ya desde entonces cundieran chistes entre los chaveas prefiriendo los excesos y pecados en un infierno ardiente, pero compartido con gente divertida y de mal vivir, antes que el tedio insufrible de un cielo puro,  casto y tan contemplativo.

Por eso, los muchachos -y supongo que también las personas mayores- nos pusimos a imaginar otros paraísos alternativos que ofrecieran opciones más llevaderas, más humanizadas, más de nuestro gusto. Sobre todo teniendo en cuenta que la cosa no era para un finde o un mes de vacaciones, que la cosa era para ¡¡¡SIEMPRE!!!  

Pero el pasado domingo, unos pocos agraciados nos fuimos de perol cordobés a un paraíso muy particular...

El primer paraíso imaginario del que tengo memoria es el cuerpo de casa de la casa de Blas, en la calle Sol, donde, sentada muy modosita en un sillón de estilo clásico, posa para la posteridad mi prima Josefina vestida de primera comunión. Yo rondaría los tres años y pico. Pero me acuerdo. En ese tiempo mágico, mi familia -mis padres, mi hermana Josefa y yo- vivíamos de prestado cuatro casas más abajo, por encima de la de mi amigo Agundo. La casa de Salvadora, recuerdo que le decían. Entrar en aquel salón de la casa del primo Blas y de la prima Marigrasia, tan arreglado para la ocasión, adornado con la figura celestial de mi prima Josefina, misal de pastas de nácar y rosario de perlas blancas enredado entre los guantes, fue lo más parecido al cielo de mi catequesis. "Yo aquí me quedaría pa siempre", supongo que pensaría.

Ha habido, luego, otros paraísos imaginarios, claro. Vivencias tan intensas y emotivas de las que uno nunca hubiese querido desprenderse.  Pronto, perdida la inocencia, mi ideal de cielo estuvo ligado al tipo de vida sencilla de mi adolescencia y juventud: las noches al raso con mi padre y mi abuelo en la era de La Capilla o más tarde con mis hermanos en la choza de los melones; las tardes en el río con mis amigos; los meses de mayo en los Ángeles, tan bonitos, tan familiares y alegres; los partidos de fútbol, eternos, en las tardes lluviosas y embarradas del campo de san Eulogio; el curso entero de Preu en el Séneca, tan formativo en lo personal y lo académico, "yo estudiaría Preu toda la vida", recuerdo haber dicho alguna vez... Luego, ya en la madurez, asimilaba el Paraíso con los parajes y paisajes naturales y salvajes que admiraba en Los Pirineos, Los Alpes, Los Picos de Europa o La Sierra de Cazorla en los viajes con mis hermanos o con mis amigos. Y ahora, en el sosegado y apacible jubileo, me conformaría con un Cielo donde pudiera corretear con mis nietos en un campo de verde infinito, higueras de brevas blancas y chorreras de agua parecido al campo de golf de Antequera.

Y el caso es que hace sólo cinco días, un elenco de gentes de Palenciana nos pusimos pujos de arroz y de pasteles en un bellísimo paraíso serrano...

Nuestros años de Sevilla, muy felices en el chalet del Aljarafe, pero en un ambiente periurbano, incluso nuestra acomodada vida actual en Antequera, no han conseguido, sin embargo, apartar de nuestro ánimo un ideal de casa en plena sierra, que con toda seguridad hubiésemos disfrutado la Peque y yo de haber seguido trabajando en Córdoba. Otros, con menos edad, han obtenido ese premio. Y siento sana envidia de tal éxito. 

El pasado domingo, un nutrido grupo de senderistas del pueblo fuimos graciosamente agasajados por Josefina y Carmelo en su casa de campo de Córdoba, como anfitriones, y por Fraski, como maestro arrocero. Y, ahora, a una edad imposible, va y descubro mi paraíso perdido tantas veces deseado. No, aquello no es una casa lujosa ni impresionante como tantas otras en el Brillante. Aquello es un refugio paradisíaco en el corazón de una Sierra Morena exuberante, fresca y olorosa. Aquello es lo que anhelaría para sí cualquier criatura amante de lo natural, lo auténtico, lo genuinamente humano. Aquel paraje onírico, envolvente, acogedor y salvajemente domesticado, rodeado de encinas, madroños y pinos, me ha devuelto a mis siete años, la primera vez que visité La Capilla con mi padre; a mis once años, cuando quedé impresionado por los montes y ríos de Hornachuelos; a mis veinte años, tonteando con la Peque en la orilla de un Genil juguetón y alcahuete; a mis cuarenta años, cuando mi amigo Jaime y yo soñábamos despiertos con una primitiva que nos permitiera comprar a medias una dehesa extremeña..; a todas aquellas edades y situaciones de mi vida en las que yo he creído tocar el Paraíso con mis manos. 

Sólo eché en falta ese día de domingo la presencia de mi Peque, comprometida en otros menesteres; claro que lo entendí como algo natural, ya que ella no cree en el Paraíso.