sábado, 28 de junio de 2025

Laicismo en el pueblo

Predicar el laicismo en el pueblo de uno, donde uno vive, es una tarea complicada. 

En primer lugar, porque, por mucho que uno insista en explicaciones, mucha gente sigue creyendo que los laicistas somos todos unos ateos redomados y unos anti religión. Para esta gente, los laicistas queremos derribar los muros sagrados de nuestras tradiciones más queridas e identitarias del pueblo:  las procesiones, las romerías, las novenas marianas... Y, si nos dejaran, hasta acabaríamos con los curas y con las iglesias: unos anti Cristo. Y esto no es así. Tengamos en cuenta que no pocos creyentes son laicistas y que los no creyentes, por encima de nuestra no creencia, abanderamos la libertad de conciencia, es decir, consideramos lícito y natural que cada cual sea fiel a su creencia, a su conciencia. 

Lo que, de verdad, deseamos los laicos, lo que más nos importa y nos afecta es una verdadera separación entre Iglesia y Estado. Nos apoyamos para ello en nuestra propia idea de cómo debe funcionar una democracia y disponemos también del refrendo de nuestra Carta Magna que define España como un estado aconfesional, esto es, ninguna religión tendrá carácter estatal. Y esto se traduce en la práctica en que el Estado deje de financiar a la Iglesia, que se anulen los acuerdos con la Santa Sede y que ninguna institución o persona públicas hagan ostentación de simbología religiosa de ningún tipo.

Pero luego está el hecho de que uno se ha criado aquí, en el pueblo, ha sido monaguillo y seminarista durante muchos años y aunque no se esperan brotes verdes de aquellas plantas de fe, las semillas, posiblemente marchitas, permanecen enterradas en el jardín del subconsciente. Digo yo que será así.

Es difícil, sí. Y cuando ocurre, cosa habitual en los pueblos, alguna incidencia de fricción entre tu ideología laicista y la tozuda tendencia confesional de las personas públicas, entonces quieres buscar una conciliación algunas veces imposible.

La inminente coronación canónica pontificia de nuestra patrona, la Virgen del Carmen, aparte de tener alborotado al pueblo, casi al completo, en una especie de expectación mística como si esperáramos una aparición sobrenatural, está suponiendo un remozamiento y adorno de todas las fachadas de la plaza y de la propia iglesia, cosa muy de agradecer. En este sentido, mi felicitación porque este evento produzca un efecto colateral muy deseable. ¿Quién va a pagar el elevado montante de tal acontecimiento, al parecer el más grande y glamuroso de toda la historia del pueblo?  Ahí está el quid. Lógicamente, tendrá que apechugar la Hermandad de La Virgen. Sin problema, como debe ser. También va a rascarse el bolsillo la rica diócesis de Córdoba. Chapeau, como tiene que ser. Pero también el ayuntamiento va arrimar el hombro. ¿Es correcto? Para el laicismo duro, el teórico, no lo es. Pero luego, bajando a la realidad práctica, uno, siempre bien pensado, considera que la iglesia del pueblo, aunque subrepticiamente apropiada por la diócesis, es patrimonio de todos, creyentes y condenados. Toda la gente de mi edad (y más jóvenes) hemos sido bautizados en ella, hemos hecho la primera comunión, nos hemos casado en sus reclinatorios, hemos asistido a los funerales de nuestros familiares y amigos... Es algo nuestro. Y en ese sentido, puedo aceptar la participación del consistorio en el mantenimiento de la misma.

Lo que ya no es posible roer es lo del altar para la procesión del Corpus en el zaguán del ayuntamiento. No es que no se ajuste a la legalidad constitucional, simplemente no tiene ningún sentido como no sea congraciarse el alcalde con los votantes creyentes mucho más numerosos que los no creyentes. Pero ni así. Los altaritos los monta la gente en sus puertas, allá cada cual, y resultan bonitas alfombras de flores y balconadas de colchas de colores. ¡Pero en el ayuntamiento...! Es el ejemplo perfecto de lo que no procede. El ayuntamiento nos representa a todos los vecinos y no sólo a los creyentes. "¿Qué importancia tiene eso? Eso no hace daño a nadie". Bueno..., se trata del respeto. Los no creyentes retiramos los coches de nuestras puertas para más lucimiento de la procesión y salimos a la calle vestidos de limpio para no desentonar con el séquito. Y lo hacemos por respeto a los creyentes. El altar en el ayuntamiento, por el contrario, lo considero una falta de respeto hacia los no creyentes. Es la tónica habitual: ningún otro símbolo navideño me fascina más que un Belén. Pues aun así, creo que tampoco debería  montarse en las dependencias del ayuntamiento. ¡Y mira que queda bonito...!

Ya lo dijo Jesucristo: Dad al César lo del César y a Dios lo de Dios. Pues eso.