Llego al sitio, me recibe el mismo
bedel de ayer, un hombretón fornido con perfil de caricatura, muy en su papel de cancerbero serio y disuasorio, pero atento: buenos días, buenos días, otra vez aquí, ¿trae
usted cita? La traigo. Dejo el móvil y las llaves del coche en la bandeja de la
entrada, paso por el arco de detección de peligros sin que pite nada y vuelvo a
recoger móvil y llaves. “Ya conoce el procedimiento, saque su ticket y espere
sentado a que su número aparezca en la pantalla”.
Es una sala amplia, bien ventilada
con ventanales a la calle Laguna y con varias filas de sillas. Las paredes del
recinto están adornadas con cuadros grandes que son fotografías preciosas de
lugares emblemáticos de Antequera. Me siento en la primera fila. Frente a mí,
la pantalla del televisor me chivatea el trabajo de la mañana mostrándome los
números que me han precedido. Lo bien que les ha venido a los trabajadores de
esta y otras muchas oficinas oficiales esto de la cita previa. Años atrás esta
misma sala era un hervidero de gente, lo recuerdo por otra vez que tuve que
venir a rendir cuentas a la Agencia Tributaria, la Hacienda que somos todos.
Ahora estoy solo. Puedo alcanzar a ver las distintas salas donde se atiende a
las pobres criaturas pagaderas, como servidor, borregos al matadero. Apenas hay
dos hombres que están siendo atendidos. Siento envidia sana de que los
empleados públicos puedan trabajar de una forma tan relajada. ¡Si los médicos
pudiésemos trabajar así…!
He llegado apresurado desde el
parking de Diego Ponce una vez terminada mi partida de golf, vaya tío cursi,
diréis. Pues, sí. Me da tiempo a quitarme la gorra y atusarme un poco el pelo,
en fin, parecer una persona un poco más presentable, que ayer iba en pantalón
corto y un polo manchado de barro de haberme refregado con la mano. “A los
sitios oficiales hay que ir decente”, me regaña mi mujer con frecuencia.
Sale mi número, K1—1, sala 4. Hay
un hombre joven. “Perdone usted —le suelto de sopetón—, si no es mucho pedir me
gustaría que me atendiera la misma señorita de ayer… Verá usted, es que ella ya
conoce mi expediente. Está en la sala 7, creo”. El hombre, lejos de molestarse,
me remitió sin problema a aquella otra sala.
En lugares y entornos tan “hostiles”
uno siente alivio cuando es atendido por una persona ya conocida. Si encima es
una mujer de buena presencia, agradable y atenta a resolver tu problema, miel
sobre hojuelas. Para estas cosas (y para muchas otras) soy un clásico: llamo
señorita a cualquier mujer que me atienda detrás de una mesa o de un mostrador,
independientemente de su edad o de su estado civil. Cosas de la educación
antigua. “Ayer tarde estuve estudiando su caso”, me dice nada más sentarme,
ofreciéndome una sonrisa amistosa y una mirada azul clarito. Estudiando mi caso...
Me recordó la de veces en las que yo, médico en activo, me pasaba tantas tardes
en casa estudiando los casos de mis pacientes. “¿Y me salvo o no?”, le pregunto
esperanzado. “A ver, entrégueme los papeles que trae”. Con santa paciencia
estuvo examinando, uno a uno, todos los documentos que le aporté. Y saltaba de
los papeles al ordenador, del ordenador a los papeles…, intentando cuadrar
números que eran redondos. Hasta que finalmente soltó la sentencia. Había que
pagar la multa.
—Pues, en tal caso, sáqueme la
carta de pago, que mañana mismo voy al banco a pagarlo.
—Pero hombre, tiene usted quince
días hábiles. Vamos a pensarlo un poco, a ver si encontramos alguna forma… No
sé, un documento que pueda expedir la Seguridad Social, a lo mejor lo tiene
usted y no lo ha encontrado…
—Que no, que no, que yo pago y me
quedo tranquilo.
—Por favor, ¡qué hombre! —me mira
con un poquito de fascinación (o eso he querido ver yo)—: ¡Si todas las
personas fuesen como usted…!
—Mujer —bromeo con ella—, es que yo
soy un hombre instruido.
Un breve cruce de miradas, unas
sonrisas cómplices, unas frases entrecortadas por el pudor y la lógica
prudencia, siendo ambos conscientes de que en ocasiones una mirada dice y
compromete mucho más que cualquier palabra. Cuando los ojos hablan más y mejor
que la boca. Algo así aconteció en unos instantes de magia. Más o menos, lo que
en nuestro interior cada uno sentimos:
—Pues ahora, en confianza, le voy a
decir una cosa: personas como usted nos motivan a los empleados públicos a
trabajar mejor, que lo sepa. Quizás usted piense que yo soy experta en esta
materia. Pues le diré que llevo aquí solamente dos semanas y que, aún con todo
mi empeño y la ayuda de mis compañeros me puedo equivocar.
—Pues yo le diré otra: me da lo
mismo. Su afán por ayudar y su agrado compensan con mucho su escasa
experiencia. Usted ha hecho conmigo en media hora lo que una tarde entera de https//agenciatributaria.es.gob
no me ha podido aclarar. ¿Dónde va a parar? Las cuestiones delicadas,
complicadas y serias las resolvemos las personas cara a cara, así debe de ser y
no a través de máquinas. A todo esto, usted no habla como los antequeranos ¿a
que no?
—No. Yo soy de Olvera, aunque vivo
aquí, en Antequera.
Y nos despedimos con un apretón
suave de manos. Toparse con personas tan serviciales y comprometidas con su trabajo es alegrarle a uno el día. Es parecido, salvando mucho las distancias, a cuando vas pensativo por la calle paseando a tu perrita y te encuentras de pronto con un grupo de mocitas que van de boda vestidas de voluptuosidad. Antes de darle la espalda, me ajusto un poco el hato y pienso
en salir caminando todo lo tieso que me dejen mis caderas renqueantes, intentando
no cojear, que me vea un hombre lúcido de mente, pero también lucido de cuerpo.
Y desde aquí, hoy quiero enviar un aplauso emocionado a todas aquellas personas buenas que, como Charo, la señorita de Olvera, hacen de su profesión una ofrenda de servicio a los demás.