miércoles, 26 de marzo de 2025

¿Qué hace un internista?

 

A lo largo de mi vida médica he escuchado en muchas ocasiones a algunos de mis compañeros que intentan definir al internista como una especie de director de orquesta: el que decide cuándo entra en acción este especialista o éste otro; el que indica tal o cual intervención; el que conduce el debate… No me gusta el símil. Sobre todo, porque, en mi opinión, no se ajusta a la realidad actual. Me resulta más atractivo pensar en el internista como aquel mecánico de taller antiguo que te arreglaba el coche sin más tecnología diagnóstica que atender tu relato, abrir el capó y escuchar el ruido del motor.

Todo eso, sin embargo, es filosofía. Por lo que sé, los internistas nos esforzamos, sin mucho éxito, en explicar al público qué es lo que somos. Y parece claro que esas explicaciones no llegan a la gente que sigue en las mismas, esto es, sin conocer nuestro quehacer. Creo que en ese sentido hemos equivocado la pregunta. En vez de qué es un internista, deberíamos responder a esta otra, puesto que somos aquello que hacemos: ¿a qué se dedica en la práctica diaria un internista en nuestros hospitales? 

Esta pregunta me la hizo anteayer mientras almorzábamos mi amigo Pepe Esquinas, un luchador incansable en la enseñanza de la necesaria comunión hermanada entre el hombre y la Naturaleza. El delicioso postre de Bienmesabe de mango me abrió las entendederas. Veamos ejemplos prácticos.

Existen muchas enfermedades que no son de un solo órgano, sino que afectan a muchos órganos y sistemas. Se les llama enfermedades sistémicas. El Lupus, la Sarcoidosis, la Amiloidosis, Hemocromatosis, Porfirias, las septicemias, las enfermedades inflamatorias crónicas, las temibles vasculitis, los síndromes autoinflamatorios, las fiebres prolongadas, los síndromes consuntivos, la enfermedad hipertensiva, las trombosis, las antiguas enfermedades psicosomáticas… Son procesos que escapan a la competencia de cualquier especialista “de órgano” y deben ser manejados por el internista, el especialista global.

Algunas enfermedades que terminan siendo de “órgano” (corazón, intestino, cerebro…) comienzan con síntomas muy inespecíficos, difíciles de asignar a ningún órgano concreto en sus inicios. El internista es el médico más adecuado para descubrir la sospecha y orientar al paciente al especialista más adecuado.

Hay bastantes pacientes que hacen acopio de más de dos o tres enfermedades, sobre todo los ancianos. En estos casos, resulta mucho más útil, cómodo y eficiente el manejo por un internista que por cinco especialistas. En general, las distintas patologías que se presentan en la ancianidad tienen unas connotaciones diferenciales muy significativas con respecto a esas mismas patologías en edades más tempranas. Y eso, los internistas lo sabemos de carrerilla.

Los enfermos ingresados en las unidades quirúrgicas no tienen ningún recato a la hora de complicarse cualquiera de sus otras enfermedades previas en el postoperatorio inmediato o tardío. Los cirujanos y los traumatólogos saben latín a la hora de operar, son la repera en el diseño, fontanería y costuras de nuestro cuerpo, pero no les pidas mucho más. No es nada infrecuente que estas unidades dispongan de un internista consultor para atender contingencias esperables o inesperadas.

La pandemia del Covid ha puesto de manifiesto la disponibilidad y versatilidad de los internistas ante cualquier situación catastrófica que pueda presentarse. Somos médicos para todo.

La gran mayoría de las unidades de cuidados paliativos hospitalarias está constituida por internistas. Cualquier enfermedad en sus estadios terminales se convierte en una enfermedad sistémica que no sólo afecta al cuerpo en su totalidad, sino sobre todo al ánimo, al afecto, al sentimiento. Y genera mucho sufrimiento. El sufrimiento no es medible ni abordable con ninguna de nuestras modernas tecnologías. Y allí donde no alcanza la técnica se alza la palabra, el gesto cariñoso, la medicina de los cuidados: nosotros, los internistas.

Y de la misma manera, como internista se comporta cualquier médico, no importa su especialidad, que asista a un paciente desde esa perspectiva abierta e integral, que se interese no solo por el órgano enfermo, sino por la persona enferma, que ponga los medios a su alcance para una asistencia de calidad y que no permita que el uso de la alta tecnología aplicada al enfermo despersonalice su actuación médica

¡Qué bien me ha sentado el postre, oye!!

 

 

                   

 

jueves, 6 de marzo de 2025

Monotonía de lluvia...

-Manolo, ¿Mañana saldremos al campo? -le preguntaban los aceituneros a mi abuelo.

-El tiempo, en el tajo. Pero esta vez me atrevo a decir que vamos a tener por lo menos diez días sin poder salir del cortijo.

Mi abuelo Manolo era el oráculo de La Capilla. La gente se fiaba mucho más de sus pronósticos que de los de Mariano Medina en la tele.

Y estos días de lluvia pertinaz me devuelven a aquellos otros de mi niñez y juventud en los que durante semanas enteras, por mor de la lluvia que no cesaba, los aceituneros tenían que dejar sus varas en reposo y entretener el tiempo poniendo trampas para los pichirubios o perchas para los zorzales y las aceituneras del pío pío, sin fanegas que coger, dedicarse a dar bajeros en las casas, lavar y lavar ropa y ponerla a secar delante de la gran chimenea de la cocina.

Esta mañana, de camino a mi golf, el barbecho que hay antes de llegar a San Benito se veía surcado por grandes arroyones de agua presurosa que casi llega a rebosar por la carretera. Parte de la vega antequerana está inundada por lagunas aquí y allá, y en mi campo de golf, las ranas se divierten saltando de charco en charco como si no hubiese un mañana. Y sigue lloviendo, ahora algo más fuerte, luego, lloviznando, más tarde, nublado, para volver a empezar. Los diez días de mi abuelo. La historia que se repite.

Pero ¡qué alegría de lluvia! Las ranas y los sapos son marcadores biológicos de una buena salud medioambiental. Los niños de antes, sin móviles ni tablets, jugábamos a coger "cabezones" (bebés de ranas, renacuajos) en la laguna que se formaba antes de llegar a la viña de mi abuela. Días pasados, desde Casabermeja a Málaga, me cayó un manto de agua solemne. Sin sustos ni danas. Lluvia plácida y constante con esa nieblecilla húmeda y translúcida que, sin ocultar el monte embravecido, lo transforma en un paisaje mágico donde destaca la nata de los almendros sobre el verdor insultante de las laderas. 

¡Qué bonito es ver llover! ¡Qué agradable el tintineo de las gotas sobre los coches antes de quedarte traspuesto en la siesta fugaz de estas tardes sombrías!

¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la cueva...!

¡Que llueva hasta ocho duros!, como decía el chacho José.

 

domingo, 16 de febrero de 2025

Médico sin sus avíos

En una siesta cualquiera, a eso de las tres de la tarde, me suena el móvil en la mesita de noche. Error garrafal que no siempre me acuerdo de corregir: el móvil, lejos de mi cama, ¡hombre ya!

Una prima mía, que si puedo por favor llegarme a su casa, que su madre se ha puesto mu malita y no sabe qué hacer. Que sabe que estoy en mi siesta sagrada, pero que está muy angustiada.

Me alargo, naturalmente. Mis siestas son de veinte minutos, ya casi estaba para levantarme. Últimamente, sin embargo, me recreo en la post siesta, esto es, ya despierto y todo, no me levanto, sino que me regodeo durante unos minutos más en pensamientos y reflexiones muy interesantes: os lo recomiendo. Lejos del ruido ambiente, en el silencio oscuro de mi dormitorio, me siento más lúcido, las ideas fluyen como más transparentes y limpias. No sé, será cosa de la edad.

A lo que vamos: en cinco minutos estaba en la casa de mi tía. Al principio, y conociéndola de siempre, creí que se trataba de una crisis de pánico, ella se pone muy nerviosa cuando le duelen "las cervicales". En la casa tenían Valium 5 y le di a beber dos pastillas. Pero aquello no sólo no mejoraba, sino que claramente iba a peor. Empezó a asfixiarse de verdad, tenía necesidad de respirar sentada y erguida, no soportaba reclinarse para atrás en su cómoda butaca y se le escuchaba desde fuera un gorgoreo en el pecho en cada espiración. Insistí mucho en si le dolía el pecho, y me decía que no. 

Entonces fue cuando empecé a mosquearme de verdad. La mujer llevaba unas semanas muy poco activa, casi todo el rato en el sillón y en la cama por mor de sus molestias cervicales y sus mareos. Lo primero que pensé fue en una embolia pulmonar masiva y lo segundo, en un infarto extenso con fallo ventricular izquierdo. Fuese lo que fuese, la realidad que estaba viendo era lo que llamamos los médicos un edema agudo de pulmón.

Llamé al 061. Enseguida me atendieron. Les expliqué que soy médico y que la situación clínica de mi tía era extremadamente grave: un infarto con edema pulmonar, le dije a la señorita. "Enseguida le mando la ambulancia", me dijo.

La ambulancia, en estos casos, tarda lo indecible, cada minuto se te hacen diez. Eché de menos mi maletín de médico antiguo, con mi esfigmomanómetro, mis seguriles, mis digoxinas, las ampollas de morfina, los trangoreses... Nada, no tenía nada con que poder aliviar el ahogo de esta pobre mujer que, a todo meter, se nos estaba yendo. Llamé a la farmacia del pueblo, a ver si me podían servir morfina en ampollas. No tenían, eso es un medicamento de régimen hospitalario, me dijeron.

A sus 88 años muy bien llevados y sin avisos previos, mi tía, mi madrina de boda, se apagó lentamente apoyada en mi pecho ante el espanto de mi prima y de la mujer que la cuidaba, testigos incrédulos de que una persona que estaba bien pueda morirse en media hora. Cuando al fin llegaron los servicios médicos, mi tía ya había fallecido.

Una embolia pulmonar masiva o un infarto extenso con fallo ventricular izquierdo son condiciones mortales, incluso dentro de los hospitales. Así lo entendí en aquellos momentos tan críticos, tan inesperados, tan dramáticos. No se me pasó por la tela del pensamiento otra cosa que no fuera acariciarla y sostener su cabeza en mi pecho como ayuda piadosa a una muerte en casa, en familia, entre los suyos. Al final di por buena la tardanza de la ambulancia, de haber llegado antes, mi tía hubiese muerto en el traslado al hospital entre gente extraña y puñetazos en el pecho.

Nunca más esto de encontrarme sin mis avíos médicos en una situación crítica. Me haré con un maletín de los de antes. En mi pueblo viven muchas personas mayores que se echan a morir de un momento a otro y a quienes, ante la lógica tardanza de la ambulancia, atiendo con cierta frecuencia. Nada hubiese evitado la muerte de mi tía, pero por lo menos yo hubiese logrado una agonía más confortable para ella.

Nuestra misión como médicos es la de curar; si ello no fuese posible, aliviar; y si tampoco, consolar. No es poco eso de consolar, pero de haber tenido mis avíos hubiese podido también aliviar.

viernes, 7 de febrero de 2025

Los chochos antiguos

 Antenoche unos amigos del pueblo, la Peque y yo fuimos al monólogo de Manu Sánchez en el teatro Cervantes de Málaga. Ellos estuvieron de peoná, todo el día zanqueteando por tiendas y tabernas. Yo me sumé ya en la atardecida después de un almuerzo tranquilo en casa y de mi buena siesta.

Albergaba mis dudas sobre lo acertado de asistir al espectáculo, pero, amigos, valió la pena. ¡Digo si  valió!

Cuando mi padre, un disfrutón nato, veía algo extraordinario para él, qué digo yo, contemplar la inmensidad de París desde lo alto del arco del triunfo o el infinito mar de olivos entre Alcaudete y Martos, pongo por caso, me decía "niño, nadie debería morirse sin ver esto". Pues yo pensé lo mismo antenoche en la velada del Manu.

El tío cachondo tuvo la habilidad y la gracia de envolver en un relato desternillante, sin parar de reírnos durante dos horas largas, todas las penalidades sufridas en estos últimos años por mor de su cáncer de testículo, sus larguísimas estancias hospitalarias, sus largos y tediosos tratamientos quimioterápicos, sus muchas intervenciones quirúrgicas que le tienen el cuerpo como un Frankestein, sus dificultades emocionales para hacerles comprender a su hijos pequeños el asunto suyo del cáncer, sus muchas anécdotas con amigos, médicos y enfermeras; su relación tan especial y tierna con sus padres...

Alternó con tacto y un talento innato la emotividad, la ternura, la reflexión seria sobre el valor de nuestra Sanidad Pública y, sobre todo, el humor, el chiste, la carcajada, el teatro que se nos venía encima de tanto reír la gente.

Sin ánimo de estropear (hacer spoiler, se dice ahora) la trama, hubo un alegato que no puedo resistirme a contaros. Me puede la picardía. Dice el tío que una vez acabada la quimio le ha brotado una barba nueva, muy diferente a la de antes, le ha salido negra, poblada y rizada, "una barba de chocho antiguo". El teatro fue un clamor, la gente ya no podíamos reír más, nos dolía la barriga de tanto reír. Un chocho antiguo, qué barbaridad. No dijo un coño, ni siquiera esa otra forma edulcorada de shosho, no. Dijo chocho, con ese énfasis grosero sobre esas dos ches tan singulares y que tanto nos gusta a los salidos. Siguió el relato diciendo que hoy ya no se ven chochos como antes, que casi todos están afeitados: "Yo veo bien que esa flora mediterránea de ahí abajo se pueda podar un poco, se deba sulfatar para evitar fauna extraña, incluso, que se le hagan cortafuegos laterales, pero, hombre, que siga pareciendo un chocho, coño ya".

En fin, un espectáculo por todo lo alto que, encima, resultó terapéutico para todo el mundo, pero sobre todo para las personas que tienen cáncer, por el optimismo con que afronta tanto reto y tanta penalidad, y por su sentido vitalista y humano. Un canto esperanzado a la vida, un regate habilidoso a la muerte. Un acierto total.

lunes, 20 de enero de 2025

¿Y si no hay una próxima vez...?

 ¡¡¡La próxima vez, llamo a la policía!!! 

Son las cinco de una tarde luminosa y fresca y me encuentro jugando solo en el campo de golf de Antequera. En el tee (salida) del hoyo 9. A mis espaldas, una vista panorámica de gran angular de toda la ancha Vega; por el Norte, hasta las sierras subbéticas; por el Este, el Indio en su impertérrito yacer y Archidona, brochazo de cal en la montaña parda y lejana.  Un espectáculo en la tarde soleada que empieza a declinar.

Me distraen unos ladridos y, enseguida, voces humanas muy airadas. Es bastante habitual ver a gente pasear a sus perros por el monte, en las inmediaciones del campo de golf, seguramente personas que habitan alguno de los chalets circundantes. Pero gente sosegada, no cabreada. Me puede la curiosidad.

Las encinas y el seto del campo me protegen de la vista desde fuera, pero me permiten fisgonear sin ser descubierto. Una mujer joven flanqueada por dos hermosos mastines se acerca vociferando a su móvil. Está nerviosa. Incluso iracunda. Apenas permite hablar al del otro lado: "¡que no, que no y mil veces no" grita. Se detiene a unos escasos diez metros míos y yo me agacho entre los árboles ¡qué vergüenza si me descubre! Parece como si ahora ella se hubiera dado un respiro para escuchar a su oponente. Y, de nuevo, responde, ahora llorosa: "no me vengas con perdones, no puedo creerte, ya no aguanto más..."

Y yo me siento ahora avergonzado de permanecer ahí, emboscado como la vieja del visillo, escuchando una conversación privada entre novios, amantes o cónyuges. Pero ya no me queda otra, no puedo moverme si no quiero que me descubra, la tengo a tiro de piedra.

"Que sea la última vez que me levantas un palo, la próxima llamo a la policía". Y colgó. Y se alejó taciturna monte abajo con sus perros guardianes, dudosa garantía de protección contra el palo de su compañero. 

Y me dejó sin ganas de seguir jugando. Pero muchacha, ¿y si la próxima vez es la definitiva? ¿Por qué esperas, mujer, a la próxima vez...? ¡Hazlo ya! ¡Llama a la policía, mujer de dios!



sábado, 18 de enero de 2025

El mejor deporte para los jubiletas

En algún sitio he escuchado que el golf es el segundo deporte más técnico de todos. No me acuerdo de cuál era el primero, quizás el boxeo o la natación sincronizada. Puedo dar fe de que, en lo que a mí respecta, el golf, desde luego, requiere de más concentración y de más técnica que ninguno otro de los que yo haya practicado. El deporte más sencillo y asequible es el caminar, y el más completo, el que más músculos mueve, la natación.

El caminar puede ser muy interesante y atractivo cuando vas de senderismo por parajes bonitos, pero resulta aburrido por cansino en los senderos de los pueblos, las famosas rutas del colesterol, tan de moda. Caminar o correr por el campo, en solitario o en grupo, pero sin competir, no es algo que me atraiga mucho que digamos y hace tiempo que mis rodillas y mis caderas se negaron en rotundo a jugar al tenis, mi penúltimo refugio de ocio. La natación, para mi gusto, tiene el inconveniente de la escasa disponibilidad de piscinas climatizadas en según qué entorno vivas. Pero incluso viviendo en Antequera, con una piscina climatizada espléndida y a un precio de un euro por sesión, me sentía algo agobiado por estar en un ámbito cerrado y respirando cloro volatilizado en el aire ambiente. Cada mañana salía con más mocos que mi nieto Lucas en su guardería. Además de resultar aburrido tanto viaje de ida y vuelta en tu misma calle. A lo último, más que nadar, lo que yo hacía era entretener mi vista cansada en la contemplación de algunas gachises con cuerpos esculturales. Además de lo bien que nadaban.

De manera que mi acercamiento al golf en la edad tardía ha supuesto para mí un regalo inesperado y muy gratificante. 

Para empezar a entender la dificultad de este deporte, el instrumento de juego en el golf, el palo, no es uno, como pueden ser una raqueta, una espada de esgrima, un balón de fútbol, una bici..., sino muchos: yo tengo en mi bolsa 11 palos y soy el que menos lleva. Un palo para cada distancia. Con el Driver, el palo más largo y cabezón, alcanzo 150 metros; con el hierro 7, 100; con el Wedge, 60... Soy de la opinión, sin embargo, de que ya con cierto grado de oficio se puede jugar al golf perfectamente con sólo cinco o seis palos.

Los palos de golf no se cogen de cualquier manera, tienen un agarre difícil y molesto, con ambas manos semi entrelazadas, hasta que no te acostumbras: ese agarre se llama el grip. Y luego vienen la postura, las piernas de esta manera, ni rectas ni demasiado dobladas, el brazo izquierdo siempre tieso, la mirada fija en la bolita sin perderla nunca de vista... Y repetir y repetir y repetir hasta que todos los movimientos queden fijados en tu cerebelo, de manera que ya te salgan de manera espontánea. Si hay algún deporte en que la constancia nos lleve a la perfección, ése es el golf.

Pero, tampoco. Llevo dos años en esto, juego casi casi a diario y sólo he conseguido bajar mi hándicap hasta el 28. Es muy complicado esto del golf. Y también es por días. Hay días en que eres el rey del mambo. Y otros en que te entran ganas de romper los palos. Incluso en los días buenos tendrás golpes muy malos. Si te va bien en los hierros, te irá mal con las maderas; si haces la calle en dos golpes, cosa fantástica, emplearás tres o cuatro en el green... Y esto no es algo que sólo te pase a ti, le ocurre a cualquiera de tus colegas de juego, incluso a los de hándicap más bajo, a los buenos.

Tal vez en esto estribe el enganche del golf, el más vicioso de todos los deportes, en la eterna imperfección, en la eterna insatisfacción, en la necesidad de una concentración máxima en cada golpe, en no dar ningún golpe por ganado...

Estoy convencido de la conveniencia de practicar el golf para cualquier jubilado que disfrute con el deporte al aire libre o que, simplemente, desee hacer un ejercicio físico saludable con el beneficio espiritual añadido de la contemplación y respiración de espacios abiertos, verdes y bellos. Muchísimo mejor ¡dónde va a parar! que encerrarse en un gimnasio oliendo a pinreles o en una piscina climatizada respirando cloro.

Eso sí, si me hacéis caso y os metéis en este berenjenal del golf, os doy una recomendación: mucha paciencia, mucha constancia, mucho disfrute y nada de cabreo. Y ser conscientes de que en los primeros meses, más que jugadores de golf pareceréis unos buscabolas.

¡Ánimo!!!



lunes, 6 de enero de 2025

Un regalo de Reyes

 

Mi hermano Juan nació el día 7 de enero de 1960, cuando servidor tenía siete años, un mes y veinticuatro días. Y coincidió con mi primer viaje al cortijo. Así, más o menos, es como yo lo recuerdo:

 

 Primeros de enero de 1960

 

Un olor dulzón a paja calentita y húmeda inunda la cuadra. Con sigilo y nocturnidad se ha colado el sueño en la humilde estancia para premiar con su quietud los afanes de un día de aceitunas y barro. Al reclamo de Morfeo, van cayendo hombres y bestias. Es ya muy de noche, quizás media noche. Estoy apretujado en un jergón de paja entre mi padre y mi abuelo en el suelo de la cuadra. De tanto querer arroparme, el abuelo se ha quedado sin manta, y me da un poco de vergüenza verlo con sus calzoncillos blancos enterizos, hasta los tobillos.

Hace un buen rato que se han quedado fritos los dos, padre y abuelo, y están a punto de empezar sus turnos de bufidos. Y yo, en medio de la paz nocturna y esperando al sueño, me pongo a pensar que en mi casa del pueblo, la de mi abuela, los Reyes Magos nos van a dejar un nuevo hermanito. Mi padre ya ha dicho que se va a llamar Juan, como él, pero mi madre presiente que va a ser una Carmencita, como nuestra chacha Carmen, la de la casa de Larrecife. Ya pronto seremos cuatro hermanos, y mi madre vuelve a estar muy agobiada con la faena de la casa y con su barriga. Quizás por ello me han traído al cortijo, para quitarme de en medio, que mi hermana Josefa ayuda en las tareas y cuida de mi Manolo, pero yo soy un estorbo que me paso todo el rato en el patio segundo martirizando a las gallinas con mis flechas de carrizos.

Y me distraigo contemplando el vaho de las mulas que se duermen de pie; o poniéndole cara y nombre a las telarañas que se entrecruzan alrededor de una bombilla que cuelga en el pasillo de los pesebres. La bombilla y su luz tintineante me hipnotizan al fin, hasta hacerme caer dormido…

Y me veo en sueños, camino del cortijo esta misma mañana, sentado en el borrico Casimiro por detrás de mi padre, abrazado a él, mi pecho contra la espalda ancha y fuerte de aquél, y mis brazos abarcando su pelliza hasta donde puedo alcanzar. De madrugada. Hace un frío cortante, de ese que no te deja ni componer el huevo con los dedos de la mano.

Amanece al paso por “La Cruz de las Parrizas” y con las primeras luces del día desafiando al frío puedo sorprenderme con las figuras de grandes fantasmas de los olivos y sus alfombras de escarcha en la travesía de "La Guililla".

De cuando en cuando, mi padre se echa su propio aliento en sus manos ahuecadas, y con ellas calentitas refriega las mías. Las manos de mi padre son fuertes y encalladas y ásperas al tacto como rama de olivo recién talada. Siento una emoción especial por mi padre. A lo mejor más que por mi madre que parece siempre enfadada y con la alpargata cargada. Claro que es ella la que brega con nosotros a diario, al padre lo vemos solamente los jueves, que es cuando viene del cortijo a vestirse de limpio, y algunos domingos...

 …Manijero de aceituneros, mi padre se va al campo y yo me quedo al amparo de mi abuelo, “El Pensaor”, y de “La Paloma ”, la casera del cortijo, una mujer de anchuras y simpática que me prepara una tortilla de dos huevos para el almuerzo sabedora de mi repugnancia por la olla de garbanzos. A la hora del Ángelus todo el cortijo se para. Toca a rezo la campana de la espadaña y mi abuelo se descubre y santigua y guarda silencio durante un rato… Dice que esa campana es como el alma del cortijo. Mi abuelo Manolo es como si dijéramos el oráculo, el que conoce Las Cabañuelas, al que todo el mundo pregunta si mañana saldremos al campo o no, el que cuida y se entiende con las bestias como si fuesen familia.

…A la caída de la tarde la casera me lleva hasta la puerta principal, la de los peñones, para no perderme la llegada de los aceituneros: un remolque atestado de mujeres cansadas pero cantarinas con sus pañuelos de colores y sus toneletes sucios de alpechín; y una caterva de hombres recios y embarrados que, al paso de un tractor asmático, desfilan en armónico desorden con sus varas al hombro. Una procesión campera, una verdadera algarabía. Para más sorpresa todavía, cierra la comitiva don José, el amo, en un impoluto coche de caballos guiado por el padre de mi amigo Agundo y que, por su bella elegancia y limpieza, realza aún más el contraste entre estos dos mundos, el de los señoritos y el de los jornaleros…

Al tercer día, mi padre y yo hubimos de salir pitando a lomos de Casimiro porque alguno de los jornaleros que esa mañana venía del pueblo traía el recado urgente de que  mi madre estaba de parto. Mi padre, loco de contento según íbamos bajando por Saballo hasta La Cañá: "Vaya regalo de Reyes que vamos a tener", gritaba al aire. Tan fuera de sí estaba, que le pasó desapercibida una rama de olivo traicionera que me agarró por el cuello y me tiró de espaldas al carril embarrado. Ni se enteró. Al escuchar mis gritos, cincuenta metros más adelante, se volvió para auxiliarme. Pero no pudo rescatar mis botas de agua, condenadas para siempre en el sumidero de aquellas gredas.

"Esto es un querubín", fue lo primero que dijo la chacha Carmencita al asomar mi hermano Juan su cabezota rubio caoba por entre las piernas de mi madre. "Un pedazo de querubín", se ratificó luego la partera al comprobar el corpachón de casi cinco kilos del muchacho y su barriga de batracio. "Me ha dejao destrosá del to", se escuchó luego el lamento de mi madre.

Ni siquiera mi abuelo Manolo, un visionario, un profeta laico de aquellos tiempos, pudo haber vaticinado que este muchachote de trazas nórdicas que se crio en el cortijo con su particular slogan de "esto pa Juan" mientras se palpaba su barriga, corriendo el siglo llegaría a ser el encargado de esta fabulosa finca de La Capilla.

Y hoy, día de Reyes, yo quiero ofrecerle este relato a mi hermano Juan para festejar con él su 65 aniversario y su mes de jubilación.

Suerte y mucha vida por delante.