domingo, 2 de septiembre de 2012

Mi amigo Agundo

En la divertida sobremesa de hace unos días en el bar de Eduardo, el de Fuengirola, al hilo de mis chistes guarros y verderones, un amigo de los anfitriones, allí presente de comensal, mostró abiertamente su desconcierto al conocerme. Le habían advertido de mi carácter jovial y campechano, así como de mis méritos, desproporcionados a todas luces, como médico. Pero lo que vió y escuchó sobrepasó con mucho lo que él podía suponer de un doctor tan afamado.
-Oye, José María, ¿tú siempre eres así de cachondo?
-Más o menos, ¿no Peque?
-Más bien más que menos -replica mi mujer, que no pierde ocasión.
-¿Incluso con tus pacientes? -pregunta incrédulo.
-Incluso.

Se le notan las ganas de seguir preguntándome por ver si se aclara conmigo; hay algo que no le cuadra, no sé, mis hechuras, mi porte tan desgarbado, mi prosodia coloquial tan alejada de los cánones esperados...Pero le cuesta soltarse.
-Venga Rafael, no te cortes, pregunta lo que quieras.
-Es que así, sin conocerte apenas...
-Hay confianza, estamos en familia, hombre. -Pero se le adelanta mi cuñado Cipri:
-Rafael, puedes decirlo sin tapujos: a tí no te cabe en la cabeza que este tío haya llegado a ser médico, ¿verdad?
-Bueno..., sí, es verdad; y un poco también al revés: que haya médicos como este hombre.

De chavea, mi presente era el campo. Y mi futuro también. Mis padres lo sabían y debieron sufrir lo suyo al comprobar lo "mal trabaja" que era. No servía. Ni siquiera sentía vergüenza de que mi Manolo, cuatro años más chico que yo, me adelantara cogiendo aceitunas o escardando matalauva. "Menos mal, Dios mío, que ha servido para los libros" -se justificaba mi madre ante la casera y la hortelana de la Capilla-. Servía para estudiar, algo es algo. Se me quedaban las cosas, las cuentas, la ortografía, la geografía...mucho mejor que a mis amigos  de entonces. De ahí a la sacristía y luego al seminario. Éste es el punto de inflexión en mi vida. El seminario me pulió lo que pudo. Sin el seminario mis padres no hubieran podido hacer frente a la formación que tuve, no hubiera estudiado, sería hoy uno más de los parados del campo. Y encima sin gustarme el dominó ni los bares. Sin el seminario no sería quien soy, no tendría a mis amigos y, sobre todo, no tendría a mi Peque ni a mi Meli (bueno, ni a Pepe ni a la Pegui). Me fue dada una oportunidad. El destino, la suerte, la divinidad, el buen tino de mi padre, el pundonor devoto de mi abuela, los espíritus de mis antepasados, cualquiera cosa que fuese. Una oportunidad. La única. Me tocó. Y la aproveché, creo que para bien.

Hubo, naturalmente, otros chavales de mi tiempo y de mi pueblo que también tuvieron la suya. Unos la han aprovechado mejor que otros, éso es algo normal. Pero hubo también una hornada de niños de aquellos días a quienes el destino, la fortuna, la suerte o la divinidad no tuvieron a bien concederles esa única oportunidad. Niños y niñas más listos que yo que, fuera por falta de medios, fuera por escasa visión de futuro de sus padres, fuera por "cultura popular", permanecieron apegados al terruño alicortando así el desarrollo de sus respectivas capacidades intelectuales, creativas o artísticas.  Niños y niñas que, sin duda, hubieran tenido una vida más enriquecedora  para ellos mismos y para la sociedad si se les hubiera dado la gracia que yo recibí gratuitamente. Niños y niñas que, tan injustamente tratados por la fortuna, han sido los grandes desheredados del destino.

Hoy quiero traer a estas páginas la semblanza de uno de aquellos niños, quizás el más representativo de todos ellos, para evocar el recuerdo y el cariño que siempre le he profesado.

Juan Manuel García Soria, Agundo por mal nombre. 61 años. Natural de Palenciana y vecino de El Arroyo de la Miel. Casado, tres hijos. Camarero de profesión.

Contando con esa oportunidad que nunca le llegó, Agundo sería hoy un catedrático de matemáticas en cualquiera de nuestros institutos o universidades, una especie de profesor anárquico y chiflado, algo parecido al protagonista  de la película "una mente privilegiada". Seguramente ni se hubiera casado, siempre embebido con fórmulas y logaritmos neperianos mejor digeridos con  pequeños sorbos de Jonhy Walker, su wisqui preferido. Viviría en la costa con Micaela, su madre, ya muy achacosa y rebelde, cosas de la edad. Hasta hubiera podido coincidir con mi hija en el instituto de Mijas, quién sabe.
Habría que rebobinar mucho, demasiado, para volver a vivir lo no vivido. Imposible. Todos los que lo conocemos sabemos que no ha tenido suerte en la vida, ni en lo personal ni en lo familiar ni en lo social. Por muchas circunstancias que hoy no toca comentar. Mala suerte, vida injusta para un hombre bueno con un destino equivocado.

Agundo era un niño noble, listo y peleón. Un año mayor que nosotros, pero un año más chico que la gente de su pandilla, siempre anduvo a caballo entre ambas, para las peleas y el fútbol se juntaba con nosotros, mucho más pendencieros, y para los guateques se iba con los grandes. Ya he dicho que era listo. Se crió como cualquier otro niño del pueblo, sin hambre pero con un poquito de necesidad, siendo la escuela, el campo y el río sus lugares comunes favoritos. Bueno, es que no había más donde escoger. O quizás sí. De haber frecuentado la iglesia pudiera, como fue mi caso, haber acabado de monaguillo. Pero no, su terrible e indomable indisciplina y su interpretación tan particular del libre albedrío hubieran sido del todo incompatibles con las rígidas normas de don Juan el párroco. Ahí comenzó nuestro distanciamiento, ahí se inició la divergencia de nuestras vidas. No tengo ningún recuerdo más o menos confuso de ver a Agundo pisando la iglesia. Seguro que hizo la primera comunión, claro está. Poco más.

No puedo tener más que palabras de cariño y de agradecimiento para aquel niño, para este hombre que, de niño, fue mi hermano mayor. Conseguía abrir mis ojos ante cuentas aritméticas imposibles, me enseñó a nadar en el río (vivo de puro milagro), me curtió como un feroz luchador con nuestras espadas de tabla solucionando en tres días mi natural timidez y cobardía, hizo de mí un niño terrible en la pelea cuerpo a cuerpo ante otros niños de otras pandillas...Y tuvo la enorme decencia de no enseñarme ni una sola cochinada, cosa tan frecuente entonces en las relaciones de niños grandes con otros más pequeños. A cambio, yo no fui capaz de meterlo en la sacristía. Si uno pudiera ahora dar marcha atrás...

-Rafael, tú conoces a Agundo ¿no?
-¿Qué Agundo?
-Sí, hombre, -se interpone mi cuñado Cipri- sí lo conoces. Este muchacho de Palenciana que vive en lo alto del Arroyo.
-No caigo ahora mismo.
-Que sí, hombre, que ha sido camarero aquí en el hotel Torreblanca y da horas extras en el Tamarindo. Agundo, coño.
-Yaaaa, Juan Manuel queréis decir.
-Ése. Pues pa que veas, -prosigo- Juan Manuel y yo éramos inseparables, uña y carne, mi mejor amigo de la escuela.
-¡Anda ya!
-Como lo oyes. ¿No te has dado cuenta que tengo sus mismas trazas? Fueron tantas cosas las que me enseñó que  imité ya para siempre hasta sus andares. Fue mi segundo maestro para las cosas de la vida en el pueblo.
-Pero entonces, ¡cómo es posible..? -No se atreve a terminar la frase, pero todos lo entendemos; no se puede explicar que amigos de una misma edad, de una parecida cuna y del mismo medio económico y social resulte que el maestro, el más listo, acabe de camarero y el alumno, el más torpe, sea ahora médico.

-El seminario, Rafael, el seminario.

 

1 comentario:

  1. De acuerdo en lo del seminario, pero que contrasentido con la generación perdida de licenciados que tenemos ahora y los que no pudieron estudiar antes.

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