jueves, 10 de mayo de 2018

Día de patios

Capitaneados por Fraski, nuestro anfitrión e infatigable guía accidental, algunos amigos hemos echado abajo una jornada especialmente intensa, agradable y, finalmente, fatigosa. Nadie se da cuenta de lo duro de la vida del jubileta hasta que no le llega su hora. Al tiempo, esos que os reís ahora de esta ocurrencia. Algo parecido ocurrió cuando otra vez Fraski nos ilustró sobre las ruinas de Medina Azahara, o más atrás aún, cuando nos paseó por el sendero bellísimo del arroyo Bejarano, o cuando... Esta vez han sido los patios, ese público tesoro que los cordobeses guardan y miman celosos durante todo el año para hacer de mayo el mes florido y hermoso que dice el refrán.

Doy por sentado que todos mis lectores han visitado alguna vez los patios de Córdoba. Poco más puedo aportar desde aquí a la exaltación de la singular belleza de los mismos. Con toda justicia han sido declarados como patrimonio inmaterial de la humanidad. Fuera aparte (me gusta esta expresión tan sevillana manque sea de prosodia heterodoxa) de lo estrictamente estético, que es sublime, entrar en cualquiera de estos patios es sumergirse en un submundo que invita a la fantasía, a la relajación, a la magia. Si encima libas de sus porrones y te sientas en sus butacas a tomar un respiro te invade una sensación de frescura, de divinidad, de gloria bendita, de decir aquello tan bíblico de "Señor, hagamos aquí tres tiendas"...




En las casas andaluzas el patio es uno de los más agraciados legados que nos han dejado romanos y moros, tanto como el zaguán, el alcantarillado, los baños, el lavarse a gafadas o el dejar las puertas abiertas. En nuestros pueblos no se concibe una casa sin patio de macetas. Y si puede ser, con su parra y su pozo, el no va más. Patios centrales y porticados al estilo romano, el "Atrium", como el centro de la vivienda, o patios delanteros o traseros al estilo moro, con plantas y fuentes. Nuestros patios son a nuestras casas lo que los pomposos jardines a los lujosos palacios dieciochescos, pero a lo pobre, claro está. En ellos, nuestras abuelas cosían a la sombra del emparrado, nuestras madres cocinaban en el hornillo de carbón y sacaban agua del pozo, y nosotros nos entreteníamos correteando a las gallinas. El patio era -y lo sigue siendo- un respiro, un desahogo, un espacio de disfrute sensual, un placer.

Y en Córdoba, muy especialmente, este lugar de ocio y entretenimiento se ha elevado a la categoría de arte. Para mi gusto, los patios cordobeses representan retablos o crípticos barrocos traídos al terreno de lo profano, de lo doméstico. Encendidos borbotones de color y fragancia llovidos desde el cielo en una tierra paradójicamente discreta y callada. Misterios.



En fin, ustedes que lo disfruten lo mismo que nosotros. Pero... no tanto, que acabamos reventados. ¡Dura es la vida del jubilado!

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