martes, 17 de marzo de 2020

Quedaos en casa (Día 3)

Día 3.   Mi amigo Enrique.




Anoche, a última hora, me llegó la noticia del contagio por coronavirus de mi amigo Enrique. Como casi ninguno de vosotros mis lectores lo conocéis, no creo estar cayendo en imprudencia. Y lo traigo precisamente a colación aquí porque se trata de un compañero médico de esos que decía yo ayer que se encuentran en primera línea de fuego. Está en casa solo -es viudo y su único hijo vive fuera-, de manera que no puede contagiar a nadie y lleva estupendamente bien aquello de "perro solo bien se lame". Es un hombre la mar de apañao para sus cosas domésticas, y estoy seguro de que se las arregla estupendamente. No como me pasaría a mí en similares circunstancias. Siendo de mi edad y reenganchado, es motivo de orgullo para mí, pero también de un poquito de mala conciencia. Una noche de marzo de 1984, siendo residentes en el Reina Sofía, nos juntamos en su casa a cenar los de nuestra promoción de medicina interna. Quizá para celebrar que estábamos a puntito de terminar la residencia. En la sobremesa, y para mi sorpresa, Enrique y Rati, su mujer, empezaron a liar canutos, yo qué sé, por lo menos diez canutos, uno para cada uno, y nos los repartieron. La Peque y yo nunca habíamos probado nada de nada, y, desde luego, ella no iba a fumar de aquello estando embarazada de tres meses. Ellos y ellas, sí. Recuerdo a José Miguel, a Isabel, a Nini, a Pepe... riéndose de manera bobalicona y dándose de abrazos y de besos. Y viéndolos así, yo me animé. Como no sabía fumar -ni sé- el humo se me quedó en la boca y rápidamente lo expulsé, de manera que yo no sentí nada especial. Enrique, por el contrario, se fumó el suyo y el mío, y al cabo de un rato se echó a morir. Vomitó, aspiró, se cagó encima, perdió el conocimiento... qué sé yo. No lo llevamos a nuestras Urgencias por vergüenza. Allí en su casa lo mantuvimos despierto como pudimos hasta que pasó el efecto. Y creo que una y no más. Desde entonces, nada de canutos. Es un médico excelente, criado y enseñado en nuestra misma escuela de internistas del Reina Sofía, meticuloso y exigente, disciplinado y cariñoso. Después de cuarenta años de abnegado oficio más que el marrón de un virus monárquico es merecedor de una jubilación dichosa. Un abrazo muy fuerte para él.

Esta mañana, en la sesión de zumba, la gachís de la que os he hablado parece intimar conmigo: me ha llamado guapo. "Venga, guapo, más rápido, más abajo, así, así"... Y yo me pregunto que cómo se las apañará para verme. La Peque se parte de risa con mi ridícula coordinación motora. Cualquiera que me vea con estas trazas y estas posturas tan grotescas negaría rotundamente mi glorioso pasado de futbolista de postín. Me veo en el vídeo grabado por mi mujer y me avergüenzo de mi pobre figura de marioneta artrósica. Y encima luego, agujetas.

Por face time, mis nietos parecen niños de la posguerra, si no fuera por lo rollizos que están: les cuelgan perennes sendas velas de mocos asquerosamente verdes rutilantes. "Pero, mujer -le riño a mi hija-, límpiales esas narices, por Dios". "Se las limpio, ¿qué te crees? Pero doy media vuelta y estamos en las mismas. Son mocos inagotables, ahí dentro no hay virus que resista". Los mismos mocos que los míos cuando de monaguillo me los sorbía para adentro rezando el rosario para las viejas desde lo alto del púlpito, y cuando ya no daba abasto con el sorber me los limpiaba en la boca manga del roquete. Los echo mucho de menos, a mis nietos, no a los mocos, pero hay que aguantar. El no poder verlos ni jugar con ellos es lo que más me está pesando. La Peque y yo tenemos distracciones para todo el día. El Yotube nos devuelve a nuestros años mozos con temas musicales de los 80, y el Netflix nos ocupa la sobremesa con alguna serie y la noche con alguna película. El resto ya lo sabéis: lecturas, pinturas, escribanía... ¡Y zumba!

Ea, hasta mañana. Me voy al balcón.



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