martes, 29 de abril de 2025

Historias paralelas del apagón

Son las 11 de la mañana del día de después. Acaba de llegar la luz a mi pueblo. Cuando yo era un crío la luz llegaba a las 8 de la tarde, que era cuando era menester. Hoy, según parece, no podemos vivir sin ella.

Todo bien: mis dulces no se han descongelado; mi sobrina María consiguió llegar al pueblo a trancas y barrancas a las tantas de la noche, mis amigos Paqui y Jaime aguantan insomnes en la estación de Sants de Barcelona y mi amigo Pepe Esquinas acaba de entrar en el quirófano para operarse de su hernia. 

Hoy, pasada la tormenta, todo nos parece hasta gracioso, ya circulan chistes por las redes culpando del apagón a la prueba del alumbrado de la feria de Sevilla con tantas bombillas y freidoras, y fotos de Putin bajando los fusibles de la luz. Vista la cosa desde la corta perspectiva de sólo un día, todos tenemos la impresión de que pudo más en nuestra angustia la falta de comunicación que la propia falta de luz. Y lo más positivo: todo un día sin llamadas de spam. Pero vámonos al día de ayer.

A las 12,45 horas, terminada mi partida de golf, llego a mi casa seguramente al tiempo en que los trenes y los ascensores se paran en seco y que Pepe recibe un mensaje en su wassapt en el que se le retrasa la intervención programada para hoy. 

"Se ha ido la luz me dice la Peque, mi hermano no ha podido sacar su coche del garaje y se ha llevado el mío para ir a recoger a su María que viene de Granada". Me extrañó un poco que en la casa de campo de Antequera donde compro en negro los huevos camperos de gallinas no inscritas (clandestinas) tampoco hubiese luz. La dueña no respondía a los timbrazos y hube de emplear los nudillos a la antigua usanza para llamar a la puerta. "Perdona José María, es que me he quedado sin luz y sin móvil ahora mismo". En Palenciana se va la luz a ratos cada dos por tres, pero qué casualidad que también en Antequera. El colmo fue cuando mi sobrina Rocío viene a mi casa y dice que la ha llamado un amigo de Barcelona y le ha dicho que no hay luz en toda Cataluña. Ya me mosqueé de verdad.

A esa hora, Pepe Esquinas intentaba repetida e inútilmente comunicarme su frustración por la anulación de su quirófano, mi cuñado Antonio deambulaba nervioso por la estación de Antequera sin noticias de su hija y Jaime y Paqui eran descargados en un terraplén como mercancía fungible en las cercanías de Zaragoza. Todos ellos ya conocían lo que estaba pasando, pero yo aún no.

Me voy al coche y pongo la radio: apagón general en toda la península. Gente atrapada en trenes, en ascensores, colapsos en tiendas, en hospitales y en la circulación de grandes ciudades... Se me vienen a la cabeza cosas malas, que mi hija se haya quedado atrapada en el ascensor de su bloque, que se trate de un ataque terrorista y me acuerdo del famoso kit de supervivencia, que tengamos corralito en los bancos y no pueda sacar dinero y me ha pillado sin blanca en la casa... Algo muy gordo tiene que estar pasando. Nuestra imaginación está mucho más entrenada para lo malo que para lo bueno. Cuando imaginas que te va a tocar la lotería o el cuponazo sabes que se trata de una fantasía, pero cuando piensas en un ciberataque terrorista lo vives como una realidad aplastante e irrefutable.

Peque, ahora mismo nos vamos para Antequera, a ver cómo están los niños.

Y ella, tan tranquila:

Primero vamos a comer, que lo que sea que esté pasando nos pille comidos.

En minutos, el mundo se te viene abajo y compruebas con cierto desencanto la enorme dependencia que tenemos de la tecnología y la relativa facilidad con que elementos naturales, fatalidades imprevistas o gentes fanatizadas por ideologías pueden no sólo desquiciarnos, sino incluso aniquilarnos. Avisos tan graves como la pandemia reciente o este mismo de ayer deberían alertarnos seriamente sobre nuestra contingencia, nosotros los humanos que nos creemos el centro del Universo y somos apenas minúsculas criaturas pretenciosamente endiosadas.

Con el último bocado partimos hacia Antequera con nuestro pequeño hatillo de pastillas, alguna muda y nuestra perrita, por si las moscas. La radio nos tranquilizó: ya había luz por el norte de España y por algunas zonas del sur, la cosa se iba a solucionar en pocas o muchas horas... Y, por supuesto, mi Carmen no se había quedado atrapada en el ascensor. Dormí mi siesta reglamentaria, mis nietos se revolcaron conmigo hasta romperme las gafas y nos volvimos al pueblo, sin luz, pero la mar de contentos.

Minuto arriba, minuto abajo, por ese tiempo mi sobrina María tenía ya la espalda quemada del sol de la vega granadina. Su tren paró cerca de Villanueva de Mesía, la mayoría de la gente, estudiantes universitarios que fueron alojados más tarde en sendas naves industriales de esta localidad y de otra cercana, Tocón. Ella lo cuenta como una aventura inesperada y enervante. Cientos de criaturas hacinados en un local a oscuras. Y lo que más le llamó la atención fue la respuesta inmediata de los lugareños que se presentaron con mantas, agua, bocadillos y chucherías por si había niños pequeños, que los había. En el tren, mi sobrina había pegado hebra con otra joven desconocida que vivía en Loja. Los padres de la muchacha supieron milagrosamente el paradero en Tocón y fueron a buscarla. Y la muchacha invitó a mi sobrina a irse con ellos. Y ella, encantada de la vida. Después de recorrer las distintas estaciones en Antequera, Loja y Villanueva, mi cuñado logró averiguar el paradero de su hija en Tocón, pero cuando, por fin, a las 10 de la noche llegó a la nave un agente de protección civil le comunicó que esa muchachita bonita y de ojos grandes se había marchado con otra familia a Loja. Y ya, desanimado, cansado, hambriento y sabedor de la seguridad de su hija, se volvió para el pueblo. Y al llegar a su casa se topó con la enorme sorpresa de que su hija había llegado antes que él. La familia de Loja la acercó hasta Palenciana. "Si le hubiese pasado a mi hija, yo agradecería mucho que hubiesen hecho lo mismo con ella", sentenció la mujer. Somos muchos más los buenos que los malos en este mundo, pero los buenos no mandamos. Ese es el problema.

Peor, mucho pero les fue a Paqui y a Jaime, mis amigos viajeros que se las prometían tan felices camino de Carcassone y estuvieron todo el santo día tirados en terraplenes, a la intemperie, en tierra de nadie entre Zaragoza y Barcelona. Bien ordenados y asistidos por un excelente equipo de bomberos, es verdad, pero en medio del campo abierto sin arboleda ni sombras donde refugiarse del sol candente. Pero en todo podemos encontrar cierto encanto: Jaime me contaba hoy al mediodía la buena camaradería con tantos otros pasajeros, la mayoría de ellos catalanes que venían de Sevilla con el contento de haberle ganado al Madrid, que eso, para ellos, culés aferrados, lo repetirían mil veces con tal de traerse a casa la victoria, mira tú qué fanfarrones, el año que viene se van a enterar... También el sentimiento tan agradable de solidaridad y apoyo mutuo entre desconocidos, jóvenes que ayudan a viejos a bajar del tren, que cogen en brazos a niños pequeños para que las madres puedan siquiera desperezarse, gente que comparte fruta o bocadillos. Porque lo natural entre las personas es eso, ayudarse mutuamente. Lo más gracioso, según Jaime, eran los corrillos que hacían las mujeres entre ellas para ir a mear, que los hombres sacaban la churra en cualquier apartadillo. Y a las cuatro de la madrugada, ya con luz eléctrica, el tren los llevó hasta la estación de Sants en Barcelona. Y ahí siguen.

Mi amigo Pepe Esquinas anduvo todo el tiempo en su casa de Córdoba sin ningún otro desvelo que su operación presuntamente parada y su impotencia para comunicarse conmigo. Esta misma mañana, a las siete de la madrugada, y en ayunas como mandan los cánones sanitarios, ya estaba en admisión del "Reina Sofía", por si sonaba la flauta. "Ya le advertimos ayer que no iba a poder ser, caballero, que solamente se atenderán las intervenciones de urgencia, no las programadas". Y nuestro hombre, educado, muy educado, pero tan educado como tozudo: "lo comprendo, señorita, pero, por favor díganle ustedes al doctor que estoy aquí preparado, que he venido". ¿Digo si lo han operado! El primero que ha entrado en el quirófano.

Anoche, sin tele ni Netflix, me acosté a las 10. La Peque, mis cuñadas y mi sobrina Rocío se quedaron esperando a María sentadas en la mesa camilla a la luz de unas velas. Las mujeres, siempre tan protectoras, tan unidas en la adversidad, tan fraternales... La sororidad. ¡Qué palabro más difícil, pero más significante!

Y la noche, la negra noche no pudo tener un mejor fin cuando al meterse en la cama mi mujer va y me dice: "Sema, yo creo que sin luz y sin tele el índice de natalidad en España subiría como la espuma". Iluso de mí, quise entender una indirecta y, ya casi dormido, se me desperezó el pajarito. "Pero nosotros no estamos ya en edad fértil". Y de esta lacónica manera cerró cualquier posibilidad de desahogo.

Y colorín, colorado...



  

viernes, 18 de abril de 2025

Jueves Santo: la emoción que retumba.

No es que esté borracho. O puede que sí. Pero no de vino ni de aguardiente. Si acaso, de borrachuelos de miel y de café con leche. No recuerdo haberme sentido tan excitado durante toda una mañana, como la de hoy de Jueves Santo. No estoy acostumbrado al café, eso ha debido de ser.

Luego, pasado el ardor guerrero, en el duermevela de mi siesta he visualizado las emociones de una mañana muy movida: un escenario diez o doce  veces repetido. Las dianas a los jefes de la Centuria. La primera, en casa de Manolo Pirreño, a las ocho y media de la madrugada. Con el estómago vacío suena más intenso el retumbar de los tambores y los chirridos de las cornetas, como gritos desgarrados de plañideras histéricas ante la muerte que se nos avecina mañana mismo.

Terminada la primera diana, charlo animadamente con Cristóbal, con Rafael, con Cipriano...mientras delecto con gusto mi primer rosco frito mojado en café con leche y un borrachuelo benjamín entre cuyos pliegues se esconde una almendra frita. Y vamos a la siguiente.

Como cada año, la diana en casa de Frasqui de Blas se alarga hasta las tantas. Josefina de Blas y Rafi del Chiqüelín se las apañan como nadie para organizar declamaciones de poemas sagrados y populares y simulacros de Los Pregones, como si ya estuviésemos todos los presentes entrando en la segunda fase de la embriaguez colectiva, la de los cánticos regionales. Me hicieron ( y yo me dejé con gusto) cantar el pregón de La Sentencia, que lo bordé, las cosas como son. Y luego siguieron Mari Gracia, Antonio Castro, Manolín Pinto y Ángel con otros pregones y una saeta, con desigual suerte. Se conoce que no lo tienen tan trillado como servidor.

En la diana de José Manuel "El Pichi" me encontré con Manolo Cañete, un amigo de la infancia, hijo de guardia civil, que abandonó el pueblo a los catorce años, pero que vuelve cada año por estas fechas "porque esta Semana Santa" es mía, es la mía, la que llevo grabada a fuego. En esta misma calle jugábamos a la pelota y de esta puerta de aquí salía Mari Gracia la de Aurelio a quitárnosla para que no le diéramos pelotazos a su fachada, ¿te acuerdas?"... 

Y por fin, la ceremonia que culmina la mañana: la recogida de la bandera de la Centuria. Es una liturgia laica que aglutina a todo un pueblo en la calle de Carmencita de Santiago, arropando con sus aplausos encendidos el marcial desfile de los soldados hasta la Casa Grande de los Santiagos donde se custodia la bandera. Un ritual de más de un siglo de vida que simboliza mejor que ningún otro la identidad religiosa y festiva de nuestra gente.

Y uno irremediablemente regresa al pasado. La Semana Santa es para nosotros los viejos una vuelta a los orígenes, a la emoción tierna y fresca de una infancia nostálgica que nos retumba en el estómago con cada golpe de tambor; al monaguillo que no apuraba las vinajeras porque -decía- sabían a sangre -la sangre de Cristo-; al "niño, tira paentro, que te vas a librar hoy por ser el día que es" (abuela dixit); a los mantecosos y borrachuelos; a mi chacho Antonio Hurtado, el cabo gastador más divertido e indisciplinado que haya desfilado en la Centuria; a las saetas de Navarrillo; a la seriedad jerárquica de Antonio Juanito y del Chiqüelín; a Manolo Porrera, imponente paseando la bandera; al nazareno con su cruz que desde El Berrinche bendecía olivares y pujares; al púlpito severo de un cura ladino que señalaba con su dedo; a la turbación del seminarista de primer año ante los muslos, desnudos por el viento, de su musa de adolescente, tan carnosos, tan fugaces...

Sin querer, sin poderlo remediar, como cuando canturreo conduciendo, como una cosa que fuese automática, me sorprendo marcando el paso en mi sitio, en la puerta de la Casa Grande, casi casi mentalmente: la izquierda, al redoble del tambor.

Y mañana, Las Siete Palabras.