Son las seis de la siesta de una tarde de mayo de sol intermitente y picante. Estoy regresando a mi casa desde las Eras Altas donde he asistido a una amiga con alguna pequeña dolencia. Es lo que tiene estar jubilado y sin obligaciones: siempre disponible. No sólo no me pesa, sino que me hace sentirme bien, útil para mi gente y merecedor de la generosa pensión que cobro.
Todas las personas somos importantes en los pueblos, todas necesarias, todas hacemos alguna cosa por la comunidad. Me rebelo interiormente cuando escucho lenguas maledicentes que critican al "sinhaciendas" que vive tan ricamente de algún tipo de subsidio. Incluso ese haragán, de mañana de dominó en la taberna y su medio de "Cobos" o de escaqueo callejero como perro sin amo, es necesario: muy posiblemente, sea el cuidador de su anciano padre o quien le trae los mandados a su vecina recién operada del menisco o se queda al cuidado de sus sobrinos pequeños para que su hermana pueda desahogarse de lo doméstico con un ratito de pilates o escribe poemas o pinta cuadros figurativos de aceituneros del pío pío, que no hay talento sin ocio, o te da una lección de filosofía (no, de política, no, por favor) en plena calle. Todos somos precisos.
A pleno sol, por la calle Arroyo, sube cansinamente una anciana encorvada sobre su andador de ruedas. Me acerco a ella y va jadeando. Un reguerito de sudor perlado brota de su frente apergaminada y va surcando la arruga que cruza desde su sien izquierda hasta la comisura del labio. Como el agua de lluvia que aprovecha la escorrentía de la montaña para bajar al valle.
—¡Carmen, por Dios! —le regaño cariñosamente— ¿Cómo se te ocurre salir a estas horas con todo el sol pegándote en la cabeza? La iglesia está cerrada, mujer, espera al primer toque por lo menos.
—No, no voy a la iglesia. Voy a ver a mi hija.
—¿A tu hija a estas horas? ¡Pero si te falta un kilómetro, mujer! ¿No puede ser un poco más tarde?
—Es mejor ahora. Más tarde hay mucha gente. Yo necesito andar, para allá voy cuesta abajo y luego me trae mi yerno en su coche.
—Pero es que te va a dar algo, mujer, un tabardillo de ésos —yo, dándole cuerda en la sombra para que recupere el resuello, mientras le seco el sudor con pañuelitos de papel de cocina que siempre llevo en el bolsillo por si a mi perrita le da por estercolar en la calle.
—Me conoces muy bien y sabes que soy una mujer fuerte, no me va a dar nada. Y te digo una cosa más, José María: cuando una hija está enferma una madre no entiende de calores ni de cuestas.
Y se fue alejando despacito camino de la plaza.
Y uno piensa que cualquier hijo puede sobrellevar más o menos bien la enfermedad de un padre o de una madre, pero una madre preferiría morirse antes de sufrir el tormento de una hija enferma.
Madres del pueblo, madres del mundo, veneros inagotables de amor sin condiciones, tesoros que por tan comunes y cercanos no valoramos en su justa y merecida medida.
¡Que vivan las madres!!!
(Y que vivan también los holgazanes hacendosos, hombre).
Se me ha ido el comentario, no sé di aparecerá por algún rincón, pero efectivamente... Viva las madres!!!
ResponderEliminarNo hay nada que ejemplifique mejor el amor que aquel que las madres expresan por los hijos.
ResponderEliminarQue vivan todas las madres de siempre amigo José María, dan un ejemplo auténtico de verdadero cariño. Pero además es que lo has explicado de una forma magistral, como siempre haces. Juan Martín. Un abrazo
ResponderEliminar