Me siguen gustando las bodas.
De boquilla reniego de ellas, sobre todo de las celebraciones nocturnas excesivas. Quillo, que no me hallo bailoteando y haciendo el ganso a las tres de la mañana ni, mucho menos, apurando el enésimo mojito en el bullicio vicioso de la barra libre. La noche se ha hecho para dormir.
Para mi gusto, las bodas, al medio día, con toda la tarde por delante para desengrasar.
Pero, pese a todo, me siguen gustando las bodas. Todas. Las civiles y las religiosas, las hétero y las homo. Bueno... todavía no he tenido ocasión de asistir a ningún enlace entre gays, ya os contaré si llega el caso. Tengo ganas, no creáis; más que nada porque esta gente suele rodearse de unas amigas "guenísimas". Y además que debería ir aprendiendo todo ese tejemaneje para cuando llegue, ya de más viejos, el ansiado día, esperado desde nuestra infancia, del enlace con mi novio, una vez, claro está, esparcidas por los aires las cenizas de la Paqui y la Peque.
He llegado a la conclusión de que mi gusto por las bodas se basa en tres elementos. Vamos a por ellos.
Compromiso. Una boda, ante todo, es un compromiso de amor duradero y sincero hecho público ante testigos fiables. Así quiero verlo yo. Y me gusta eso. Cualquier manifestación de amor es de mi total agrado. Son bonitas, muy bonitas, las palabras que se dedican los novios, las epístolas de san Pablo que nos leen los curas y hasta los capítulos de la Constitución con que nos instruyen los concejales. Todo ello para hacer hincapié en el compromiso de amor. Me gusta.
Encuentro. A la mesa de una boda me reúno con amigos. Da igual que sean amigos de contacto diario que otros que vivan fuera. Amigos. Me gusta mucho comer con mis amigos. Y más, (conociendo mi condición de rácano) un menú exquisito que te parece gratis porque lo has pagado (y al doble) dos meses antes. Me gustan las comidas de las bodas.
Tías. Lo mejor. Las mujeres se ponen lo mejorcito que tienen, se compran modelitos atrevidos, se peinan, se atusan y se adornan con sus más preciados abalorios. Una boda no sería lo mismo sin el colorido, el glamur, los escotes y los cachos de cachas que ponen las tías. Yo creo que es de mucho agradecer. Hasta la misma Peque me parece una mujer distinta en la mesa, me imagino como si estuviera ligando. A mis años.
El pasado sábado fuimos a la boda de Jesús y de Laura, unos muchachos fabulosos, como cualesquiera de nuestros hijos. Salva y Ana, padres de Jesús y nuestros anfitriones, pueden estar bien orgullosos. Como es lo habitual, la boda se celebró en una finca, una hacienda rural adaptada para estos eventos. El Aljarafe está plagado de ellas. Es éste otro de los elementos de valor que he de añadir a mi gusto por las bodas: el entorno. Muchos cortijos antiguos se han convertido en hoteles, casas de turismo rural o lugares de celebraciones. Me parece muy bien.
Como toda boda civil, la ceremonia y su boato fue maquinada por los hermanos y algunos amigos de los novios, claro está, gente nueva con muchas ganas de divertirse y de prolongar la cosa mucho más allá de lo que la prudencia, la edad y los traseros de los invitados aconsejan. Dos horas, tío. Las piernas, dormidas, acorchadas, oye. Pero estuvo muy bien. El signo guía de la ceremonia fue el escultismo. Ambos novios han sido scouts y scouters, así como la mayoría de amigos allí presentes. Por lo que pude comprobar, el escultismo marca las vidas de su gente de manera similar a lo del seminario con nosotros. Y lo hace para bien. Su lema no puede ser más significativo: encuentra la felicidad haciendo felices a los demás. Me gusta, sí señor.
Casi al final los novios se regalaron unas palabritas. Me impresionó, de verdad, el discurso del novio. Naturalmente que estaba escrito y preparado por él mismo, claro que sí, como tiene que ser. Fue muy bonito, muy romántico, muy elaborado y delicadamente entretejido desde el punto de vista literario. Muy original. Comparó la vida en pareja con una canción de amor. Y aplicó distintos y variados contenidos de su ya nueva e inminente relación amorosa a la estrofa, al estribillo, a la introducción y al desenlace. Y resaltó que, así como hay canciones que se te cuelan en la médula para siempre, lo mismo pasa con el amor de pareja, que nunca caduca, que nunca es pasado, que siempre ha de perdurar como presente. Me encantó. Y a la Peque y a la gente de nuestra mesa, también.
Se lo recordé a ambos novios al saludarnos en el banquete. Lo acertado del mensaje. Y les dejé, además, algo de mi cosecha. Les dije por lo bajito que para mi forma de ver las cosas, el secreto de la vida en pareja está en no perder nunca el enamoramiento mutuo. "La cosa consiste -me encaro con Jesús- en que mirando a esta mujer cuando pasen cuarenta años la veas igual de radiante que ahora mismo. Con arrugas, con pelos canosos y teñidos, con tetas y culo colgones... pero luminosa, esclarecida y bonita".
Y miré de soslayo a mi Peque para comprobar que estaba diciendo el evangelio, la pura verdad.