lunes, 14 de octubre de 2019

Rayeando

Desde el hostalito "La Curri", en Tomares, donde hemos pernoctado la Peque y yo, alojamiento muy recomendable para parejas tiesas por su excelente relación calidad/ precio con todo incluido, un grupo de amigos partimos a las 8 horas dirección noroeste. Advertiros que lo que menos me ha gustado del hostal -por si os encarta alojaros en él- ha sido que, de vez en vez, saltaba el automático y se iba la luz, y que el cuarto de baño estaba atiborrado de mejunjes femeninos. Ah, y que no tiene Internet por obras en la fibra óptica. 

Llegados que fuimos al pueblo de santa Olaya del Cala sobre el horario previsto, las 9 horas, tomamos nuestro desayuno en un bar de la plazuela del ayuntamiento de la villa, frente por frente de un kiosko de churros. Somos nueve criaturas del Señor repartidos en dos coches. Y nos disponemos a recorrer eso que en Extremadura llaman "La Raya", zona fronteriza con Portugal. Y nada más empezar, dos contratiempos en la misma persona: a María Jesús le ha  atacado por sorpresa un virus de la garganta que la ha dejado afónica, y, además, se ha olvidado en su casa la cartera con los dineros y los documentos. Un día se deja lo que yo me sé... Es lo que tiene tanto viajar. 

Ya lo sabéis: soy un hombre cómodo; me cuesta moverme de mi zona de confort, y parece que con la edad esta debilidad mía engorda, como lo hacen la papada o la barriguita. Pienso que para pasar unos días con mis amigos no necesito molestarme con tanto desplazamiento; pueden venir a casa o ir nosotros a Sevilla o a Córdoba. Llevo muy mal adaptarme a las incomodidades inherentes a todo viaje en grupo: comidas a deshoras -o mejor, a cualquier hora-; las ansias de Jaime porque nada se quede sin ver; la privación de mi siesta, una cosa casi sagrada para mí, un asunto de estado; las manías normales de unos y otros, y las mías mismas; el estar to el santo día tirados en las calles, sueltos como perros sin amo, como los guiris que vemos en Sevilla o en Antequera mismo, en plena siesta, y uno piensa en viéndolos tan arrastrados aquello de "Con lo a gustito que estarían en sus casas"...  En cada viaje, el primer día es el peor. Luego, en días sucesivos me voy haciendo el cuerpo hasta llegar incluso al verdadero disfrute y a alegrarme de haberme embarcado. Pero cuando ya me hallo en el nuevo ambiente resulta que empiezo a echar de menos mi casa, mi tele de 65 pulgadas, mi ordenador, mi cama... No tengo remedio. Antes, hace ya de esto muchos años, cualquier viaje tenía el aliciente añadido de dormir y solazarme con mi señora en hoteles. Era como una especie de fetiche. Ahora, ni eso, con la consabida desgana de mi santa, deshormonada por la menopausia y por las pastillas, que quiere habitación con dos camitas.

Pese a todo ello, este viaje que me dispongo a relataros ha sido bien manejado, creo yo. Siempre que no salgamos de España y no haya necesidad de aviones lo sobrellevo mucho mejor. Me encuentro más seguro. La amistosa compañía de tantos años como nos tenemos, la vistosidad y hermosura de los territorios explorados, la singularidad de estos pueblecitos... han propiciado unos días relajados y muy agradables. Llevar a Juan Francisco de guía turístico-geográfico es un plus difícil de igualar, porque no es lo mismo ver las cosas y verlas pasar que que un erudito te explique los por qués de esas cosas, de esas costumbres, incluso, de esos paisajes. Con las oportunas correcciones de Mariki, claro está. Sucesiones de castillos formidables -uno en cada pueblo-, tierras de fronteras, tierras graníticas en toda la franja occidental, dehesas infinitas de alcornocales, minería rica y minería pobre de Huelva... Seguro que no sabéis mucho de todo esto.Y para ellos, llevarme a mí de médico -manque sea un "cagón"- supone también una tranquilidad y una garantía. De médico, y de bufón.

Una cosa que nos ha llamado la atención ha sido el cuidado y esmero de los portugueses con su turismo. Es cierto, también, que la mayor parte de lo visto han sido pueblecitos "reinventados" para su exposición turística: Monsaraz, Monsanto o Marvao son unos lugares espectaculares, monumentos rocosos a la pericia y estrategia en tiempos de guerra, que hoy serían totalmente obsoletos, si no fuera porque han sido "resucitados" para disfrute del turista. Les falta autenticidad, claro, apenas hay en ellos moradores que no sean los trabajadores de bares y hoteles, son parques temáticos, pero todo ello no les exime de la indescriptible belleza que acaparan. Monsaraz es una especie de castillo de sant Mitchel, una ciudad fortaleza en lo alto de un cerro en medio de un Guadiana de cien brazos que ha conocido mejores aguas, es verdad. Será aún más vistoso cuando arranque a llover un poco. Marvao es otra fortaleza aún más altiva e imponente. Izado en el pimpollo de una colina pétrea, se alza, bravo y potente, sobre unas aldeas circundantes vasallas de su poderío, y sobre una vastísima llanura con tan suaves ondulaciones en su terreno que parecen olas marinas. De noche, la vista desde las almenas nos brinda unas imágenes idílicas de portalitos de belén iluminados. Por la mañana, sus hermosas callejuelas se ven inundadas de turistas orientales y argentinos, y el sitio pierde entonces un poco el encanto de la ciudadela pulcra y silenciosa que te cautiva en la mortecina luz del ocaso. ¿Y qué decir de Monsanto? Es un pueblo increíble, impensable. Es un lugar en ninguna parte donde la roca misma se hace pueblo. Moles impresionantes de un grandor bíblico parecen amenazar de continuo a los visitantes impresionados por semejantes composiciones naturales. No es un pueblo construido de piedras, es un roquedal imponente convertido en pueblo. Y no vimos a ningún oriental. Aquí no llegan ni los buitres. Pero no solo en estos pueblos mimados se nota la mano protectora de la República. En Elvas o en Castelo de vide, pequeñas ciudades corrientes con una vida propia y no estrictamente turística, disfrutamos así mismo de unos espacios, tanto modernos como antiguos, muy bien conservados y preparados. El centro histórico de Elvas o el barrio judío de Castelo de vide son ejemplos de cómo preservar y mejorar el patrimonio cultural de una ciudad. El Palanco, érase un hombre pegado a una cámara, se nos perdió en Castelo, engatusado por la fantasía floral de sus calles empinadas hasta la sinagoga, o distraído hasta la desorientación intentando hallar el secreto mejor guardado de la arquitectura rural portuguesa: la belleza de lo asimétrico. Mercedes, su santa, tiene el cielo ganado con tanto despiste de este hombre.

En comparación, los sitios españoles vecinos, salvo Olivenza, adolecen de esa exquisitez en los cuidados de mantenimiento. Alburquerque, Alcántara o Coria no tienen mucho en común con lo visto en Portugal en ese sentido. Lástima lo del Tajo bajo el puente de Alcántara, quizás el más afamado puente de la península ibérica, desde luego, el de más rancio abolengo, construido en el siglo II de nuestra Era, en tiempos de Trajano. Mucho puente para tan poco río. El embalse de Alcántara, doscientos metros más arriba, lo ha dejado esquilmado. El Tajo, visto desde la altura de la calzada romana vecina, es un lumpen dentro de los ríos pobres. Lástima. Lo de Olivenza es un punto y aparte. Se reconoce en ella su singladura portuguesa hasta 1801 en que pasó a ser definitivamente ciudad española. La arquitectura popular y la sacra, la amplitud de los espacios públicos, la limpieza de las calles, la esmerada conservación del castillo y hasta el nombre en portugués de sus calles evocan necesariamente su pasado lusitano. Mención especial para su magnífico museo etnográfico. No creo que me alcancen años suficientes para ver cosa parecida. Tres plantas de exposición acerca de las tareas, costumbres, enseres... de cualquier aspecto de la vida corriente de los años de la postguerra: mobiliario doméstico, en pobre y en rico, aperos del campo, consulta médica, escuela, barbería, zapatería, destilería... Y hasta un poco de arqueología local y regional. Magnífico.

Otra cuestión no menor es la restauración, la comida, vaya. Uno cree que en España es donde mejor se come del mundo entero. Pero cuando visito Portugal me entran las dudas. Es posible que ya nos supere. En calidad, pero sobre todo en cantidad. Sobre todo en la repostería. Uuhhmmm, los dulces, mi perdición. Ya no es solo el bacalao, o los arroces; también la carne ibérica, las tortillas, el pan, el aceite, las ensaladas...

Con todo, Portugal sigue siendo un país de gente triste. No amargada ni compungida; simplemente estreñida, triste. No hay alboroto en la calle. No parece Portugal un país latino. Más bien anglosajón. Mucho cuidado en lo público, mucho respeto en la ciudadanía republicana, mucha educación cívica, cosa que tanta falta nos hace a los españoles, sí. Pero les falta algo que a nosotros nos rebosa: alegría de vivir. Por contraste, cuando hemos pernoctado en Alcántara o en Coria, o visitado largamente san Martín de Trevejo, todo está más descuidado, no digo que no; pero da gusto y le levanta a uno el ánimo ver la calle bulliciosa y alborotada, las terrazas repletas, las risotadas y el vocerío. Las caras felices de las gentes. En eso semos únicos.

Ya de vuelta, en el coche, le digo a Jaime que nosotros, la Peque y yo, hemos arrasado con todos los geles y champuces sobrantes en los distintos hoteles por los que hemos transitado. Y él, muy circunspecto -como siempre de recién levantado- me contesta con un escueto "Nosotros, no". Y yo me parto de la risa por dentro pensando "So sioputa, cómo te los vas a traer si en tu cuarto de baño no cabe ni un alfiler". No se lo expreso verbalmente, aunque intuyo que él lo adivina. Paki me tiene sentenciado que no le comente estas cosas, que le da mucho coraje no encontrar nada para ducharse en medio de tantísimo bote.

Y colorín, colorado...


lunes, 7 de octubre de 2019

Érase una vez el Internista

Cuando dentro de unos años le cuente a mis nietos el médico que fui y los compañeros con los que trabajé, no os recordaré a ninguno de vosotros por vuestros respectivos curriculum, sino por vuestra forma de ser y de actuar, por cómo habéis sido para con nuestros enfermos y para con nosotros mismos. Y de Antonio Grilo, en concreto, tendré mucho y bueno de qué acordarme.

Octubre de 1979. Apenas dos meses después de obtener mi licenciatura me presento a una oposición para cubrir plazas de los servicios de Urgencias de varios ambulatorios en la provincia de Córdoba. Y Grilo, también, dos o tres asientos por delante. Al salir del examen me aborda: "¿Qué has puesto en la de la manchas de Koplic?" Y le contesto lo que todos sabíamos: que son signo patognomónico del sarampión. "Pues no -me vacila el tío-. Está mal la respuesta; pueden ocurrir también en otras virosis tales como la Mononucleosis infecciosa". ¡La madre que lo parió! 

Así ha sido siempre, un ratón de biblioteca, un detractor de lo admitido, un crítico contumaz de lo convencional, un poco cascarrabias, la verdad. Un virtuoso sabelotodo sin llegar a lo engreído. Para más abundancia, su fisonomía, mezcla de judía y bereber, le confiere un aspecto de moro camuflado y taciturno que confunde a cualquiera, y más a la Guardia Civil de tráfico que lo para cada dos por tres en los controles de carretera. "A ver, usted, la documentación". Y les enseña a los agentes, muy a su pesar, su cartera abierta para que vean en primer plano su antiguo carnet de alférez de complemento. "A las órdenes de usted, mi alférez", se le cuadran luego.

Salvando mis cortas experiencias en Villaharta, Peñarroya y Pozoblanco, el resto de mi vida laboral, en Valme, ha girado en torno a él. Antonio, el Sol que alumbra y vivifica a todo aquel que se le arrima.
Destacaré su obsesión por la buena historia clínica y la minuciosidad en la solicitud de pruebas, su rechazo de plano a la nueva medicina hipertrofiada y defensiva, su inquebrantable devoción por los pacientes y las familias, sus fértiles coqueteos con una investigación básica -la de los metales pesados- tan difícil en nuestro entorno de sobrecarga y escasez, su pasión por la iconografía médica, y su entrega sin reservas a la docencia, la hija pequeña, la más esperada, a la que más se quiere.
Nada de ello, sin embargo, sería importante en la ponderación personal y profesional de Antonio si su persona no hubiese sido adornada por otro gran atributo. No me seáis brutos, no me refiero a ese atributo. Antonio es un hombre inteligente, talentoso, sagaz y quisquilloso. Y un gourmet muy exigente a la altura de su genio culinario. Un hombre de la tierra del vino, pero embelesado también por su mar gaditano. Pero sobre todas esas cosas, Grilo es un hombre bueno. Severo, a veces, no digo que no; exigente, desde luego, pero bueno. La inteligencia y el talento sin bondad generan conocimiento, pero no sabiduría.  La sabiduría necesita de ese plus. Sin bondad el mundo se vuelve indecente, perverso e impío. Y necio.

Si ahora que se jubila nosotros, los que de él tanto hemos aprendido, mantenemos en práctica su buen hacer y lo perpetuamos en las enseñanzas a los residentes y estudiantes, entonces esos mensajes suyos, a veces tan lapidarios, en ocasiones incompletos, a la manera de genes espirituales, acabarán siendo transmisores de eternidad.

Ayer mismo, paseando con mi hija y mis nietos por Antequera, nos tropezamos con otra familia. "Mira papi -me dice mi hija-, este hombre es internista en el hospital de aquí". Cuando le extiendo la mano para saludarlo, se me queda mirando perplejo: "No me lo puedo creer -se pone el tío-. Usted es... ¡Rivera!, ¡¡el doctor Rivera"!! "Sí, yo soy" -le contesto tan asombrado como él mismo. Y muy emocionado explica al corrillo que allí estábamos que yo había sido profesor suyo en Valme, que le había dado clases de Nefro y de Geriatría... Y que gracias a ello y, sobre todo, al tiempo de prácticas que estuvo con  Grilo se ha hecho internista. Antonio lo engatusó.
Y esto es a lo que me refiero. Que nuestro querido Antonio no solo es una persona entrañable y un médico ejemplar, sino que, además, ha creado escuela médica: la medicina basada en la historia clínica y en la empatía. Es el mejor ejemplo que ahora se me ocurre para definir al médico en palabras de Cicerón: vir bonus medendi peritus. Hombre bueno experto en curar.

Gracias, Antonio. Gracias por tu labor tan entregada, tan decente, tan fructífera. Gracias por tu amor a nuestro sagrado oficio. Gracias por haberte dejado conocer y aprender. Y ojalá que tu nueva etapa de jubileta sea tan afortunada y ejemplar como la que abandonas de profesional.

Ah, y una última cosa, que por poco se me queda en el tintero: después de casi cuarenta años de ser y actuar como internista, y de conoceros a vosotros, mis compañeros de fatigas, he llegado a la sabia conclusión de que cuanto mejor internista eres... más santa es tu mujer. Un guiño a Esperanza y, de paso, a todas nuestras abnegadas sufridoras.

Sed felices.