lunes, 27 de septiembre de 2021

La España que no reza.

Hoy me he levantado con un espíritu machadiano. No está mal. Quizá debido a la procesión de ayer tarde. O tal vez por solidaridad con su ateísmo templado. Como el mío. Pero reconozco que soy un ateo atípico. E incongruente. Me agrada entrar en la iglesia de mi pueblo y sentarme a meditar en un banco de los traseros. Será la querencia de tantos años de lego. Desde luego, me gustan las procesiones, el retumbar de los tambores y el olor a sahumerios en el aire; me gusta ver el ambientecillo cofrade en la calle y a las mocitas, tan requetebién arregladas con sus faldas o pantalones prietos hasta el reventón marcando curvas y burujones, o con vestidos sueltos y vaporosos. Al tonto le gusta to, como el del chiste. No soy un ateo insensible a las creencias o la fe de los creyentes, ni mucho menos. Por mucho que ya no las comparta. Y, desde luego, siempre procuraré respetar sus ritos, costumbres y liturgia, porque han sido los míos, los nuestros, de siempre.

Y, sin embargo, dicho lo cual, os tengo que confesar que ayer tarde me molestó una procesión aquí en Antequera. Porque resulta que se cierra al tráfico todo el centro de la ciudad, y entre eso y las obras en la calle Infante, no me veas la que tuve que liar para salir a la carretera de Campillos para recoger a mi hija, a Pepe y a mis nietos de la estación de santa Ana. Me vi obligado a tirar por direcciones prohibidas porque las alternativas de salida no estaban bien señalizadas; discutí (educadamente, eso sí) con un policía local que recriminaba mi conducta; "mire usted, es que tenéis todo el centro de la ciudad bloqueado"; soporté gritos de la gente... En fin, me pilló el cuerpo de aquella manera por ir con prisa y por ver lo coñazo que es que una procesión ocupe el espacio público cuando más lo necesitas. Y reconozco que debe ser así, porque toda Antequera, salvo cuatro pródigos desarrapados como yo, acompañaba a su Cristo del Rescate. Vale.

Y luego, repasando lo sucedido, creo que mi disgusto ha sido inducido, en parte, por lo reciente de sendas concentraciones reivindicativas habidas en Antequera, una hace cuatro días, y otra, anteayer mismo, con unas representaciones de personal escuálidas, ridículas. La primera, en defensa de la sanidad pública, a las puertas del hospital: unas cincuenta criaturas, mal contadas. La segunda, la de anteayer, una concentración sindical por un empleo digno en la hostelería, en la plaza de San Sebastián, centro neurálgico de la ciudad: veintitantas personas. Entre ellas, y de casualidad, la Peque y yo mismo. Un grupo de jóvenes que pasaba por allí se rio abiertamente de nosotros, y uno de ellos comentó en voz alta que éramos patéticos. Mismo escenario: la plaza de San Sebastián. anteayer: cuatro gatos. Ayer: abarrotá. Y es verdad lo de patéticos. No tanto por los presentes, sino más bien por tantísimo ausente.

¡Qué gran verdad! ¡Qué doloroso contraste! Manifestaciones cívicas y reivindicativas huérfanas, y las procesiones atiborradas. Somos patéticos quienes asistimos a una manifestación en favor de la Sanidad y del Empleo. Ese pensamiento ha sido, quizás, lo que más me ha fastidiado. Nada que objetar a la España que reza. Hace bien en manifestar públicamente sus emociones y sentimientos. Y lo hace vistoso y atractivo. Lo que critico es a la otra España, la que no reza. Que no es que bostece, no, pero tampoco protesta por sus derechos todo lo que debiese. ¿Ésta es la España que queremos para nuestros nietos? Apruebo nuestra forma de vivir y de sentir, me parece que somos más felices que las gentes de los demás países europeos. ¿Pero, sólo eso: procesiones, toros, fútbol y folclore? Recordando al gran Machado, ¿sólo charanga, pandereta y sacristía? Sé que no es del todo así. De acuerdo. El escritor siempre exagera barriendo para lo suyo. Pero estaréis conmigo en que son esas actividades lúdicas y religiosas lo mejor -casi lo único- que sabemos lucir.

¿Quo vadis Hispania mea?



sábado, 25 de septiembre de 2021

Historias dulces

Siendo como soy tan goloso de los dulses, cuento y no paro multitud de anécdotas vividas en las confiterías. Por toda España. 

En Pontevedra, una anciana gallega, toda de negro, encorvada y con toquilla, me puso a parir por no comprarle nada después de llevar la pobre un ratito esperando mi comanda. "¿Qué va a ser?" -me preguntó al fin-. "Ah, perdón -me excusé-. No quiero nada; sólo he entrado para ver y oler". "Carallo... Pues si todo el mundo hace como usted..." Y se metió en la trastienda mascullando maldades. Es que para mí contemplar los pasteles en el mostrador, bien presentados, uniformados y ordenados en distintas compañías formando un batallón, es... el sumun. Ni siquiera necesito catarlos. Algo muy parecido a cuando Antonio Pintor entra en una librería.

En plenas Ramblas de Barcelona hay (o al menos había hace ya muchos años) una pastelería exclusiva de chocolates. La Peque y yo nos detuvimos un buen rato ante el escaparate espectacular de figuras de todo tipo. En especial, delante de un apartado donde los muñequitos de chocolate exhibían todas las posturas del Kamasutra. No sé el tiempo que yo estaría allí plantado. Flipando. Al parecer, sin darme cuenta de nada, la Peque se hartó y siguió camino adelante. En su lugar, una mujer joven se puso a mi lado con parecida delectación chocolatera a la mía. En esto que la cojo por su brazo, me acerco mucho a ella y, señalando con el dedo una de las posturas más acrobáticas, le susurro: "Peque, ésa tiene que ser la leche, y nunca la hemos hecho. Esta noche, en el hotel, probamos". "Me parece muy bien" -responde la mujer con toda la guasa del mundo. Ante las risas mutuas, me disculpé cien veces. Y luego pensé: ¿tú ves? Muchas veces se liga  así, de casualidad.

En la famosa pastelería "La Mallorquina", de Madrid, en plena Puerta del Sol, saqué mi cartera para pagar la cuenta de un paquetito de pasteles. Eran dieciocho euros. Inadvertidamente, por sacar un billete de veinte, le di al tendero un décimo de lotería de Navidad que acababa de comprar en uno de los puestos de los alrededores. El hombre, guasón, creyó que yo lo hacía de broma. Pero lo bueno es que luego, conocedor de mi despiste, no le pareció mal el trueque. Al final, le pagué en dinero y él me devolvió el décimo.

En Fernán Núñez, la pastelería A.G.O me tiene como su cliente favorito. No he probado pastelón tan completo y rico como el suyo.

En San Sebastián, donde estuve viviendo durante dos meses hace ya algunos años, los pasteleros del centro histórico se lamentaron grandemente ante mi amigo Ramiro al enterarse de mi regreso a Sevilla. "Se nos va el cliente más agradecido y goloso", le dijeron. 

Pero bueno, hoy quiero relataros otras anécdotas pasteleras más cercanas y prosaicas, con un denominador común: los pasteles caducados.

En la avenida Alameda (vulgo, calle Estepa) había no ha mucho en Antequera un negocio pastelero de cierto renombre. La chica que lo atendía era muy joven y menuda, y no destacaba precisamente por sus habilidades sociales. Creo.

-¡Muy buenas! -entro yo un día de buena mañana-. Quiero llevarme media docena de pasteles y una bolsa de magdalenas de éstas. Se llaman cortijeras ¿verdad? -le amplío la información con una sonrisa de las mías.

-Sí -responde la chica muy secamente-, pero esas magdalenas no se las puedo vender. 

-¿Y eso?

-Eso es que están caducadas.

-¿Y por qué entonces están a la vista? -pregunto yo por seguir el rollo.

-Porque no me ha dado tiempo a retirarlas.

-¿Pero están malas? -Insisto, ya por dar por saco.

-No, no creo, pero no se pueden vender.

-Vale. Pues no me las venda. Démelas gratis y aquí no ha pasado nada. Nadie se ha enterado.

En ese punto la chica se quedó pillada, sin saber, la pobre, si yo era un bromista sin gracia, un metomentodo o un gilipollas. Al fin, encontró una salida creíble.

-No, mire usted. Es que el dueño lo tiene todo contabilizado, y sabe cuánto género se ha quedado sin vender y tiene que devolverse. Si no le cuadran las cuentas es capaz de despedirme. Así que lo siento.

-Vale, vale. Mujer, perdona. No he querido molestarte. pero si no fuera por eso que me cuentas, yo me las llevaría sin problemas.


Hace unas dos semanas hube de ir un día al ayuntamiento de un pueblo de por aquí cerca por un encargo. Justo al lado hay una pastelería. Al salir, no pude contenerme y entré.

-Buenos días. Mire, quería llevarme media docena de pasteles. Ahora se los voy señalando.

-Vale -me dice la chica, una muchacha seria y algo distante-. Pero que sepa usted que los pasteles no son de hoy.

-Pero se pueden comprar ¿no?

-Sí, sí, claro. Pero que no son de hoy.

-Mujer, los pasteles no son como el pescado; aguantan bien varios días ¿o no?

-Sí, lo digo por si usted los nota algo duros, que lo sepa.

Enseguida me recordó a la muchacha de Antequera. Otra igual, pensé.

-Bueno -me conformé-. ¿Hay alguna cosa fresca, de hoy?

-Solamente los donuts.

-¡Enga!, póngame entonces cuatro donuts.

 

Esta misma mañana ha ocurrido la tercera. A la tercera, la vencida. Por fin...

Entro en una pastelería céntrica. Me conocen de ir a por tejeringos todos los sábados al alba. Dos ruedas para la Peque, una para Lucas y otra para Daniel. A mí no hay quien me saque de mi mollete con aceite y jamón.

-Buenos días. ¡Qué buena pinta, este bizcocho! Ponme, por favor un trozo para llevar.

-Lo siento, caballero -me responde la señorita-. Está ya un poco pasado y duro. Lo voy a retirar del mostrador.

-Y dime -hago como que intimo con ella- ¿Qué es lo que hacen con estas cosas que retiran?

-Pues yo creo que las tiran -me dice por lo bajini-. Mire usted qué lástima...

-Entonces, hazte la longuis y me partes un trozo y me lo llevo gratis. Verás, si fuese un pastel con crema o con nata no se me ocurriría tal cosa, pero un bizcocho lo único es que pueda estar algo más duro, pero como yo lo mojo en el café...

Oye, le cayó bien mi insinuación.

-Pues venga.

Y me cortó casi medio bizcocho. Buenísimo que estaba.


Con los dulses es que no tengo apaño.

 

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Y llegó el otoño...

"Está la tierra mojada

 por las gotas del rocío,

 y la alameda dorada

 hacia la curva del río"    (A. Machado)


Septiembre se aleja con los castigos mortíferos del fuego traidor en nuestras sierras y el de las "coladas" incandescentes que arrasan La Palma. El dichoso virus -vacunas mediante- parece darnos un respiro con pintas de definitivo, pero la estulticia de los pirómanos se me antoja tan potente y contumaz como la fuerza destructora de la Naturaleza. Menos mal que el otoño ha entrado como debe, bendiciendo el campo con sus aguas vivíficas.

Sí, ya sé que lo habéis notado: mi trimestre sabático. Durante el verano, la Peque y yo nos hacemos pueblerinos y nos olvidamos de otras obligaciones que no sean nietos, casa, familia, piscina, río y mi golf campero. Encima, el no disponer de ordenador portátil en la casa de Palenciana me sirve de excusa perfecta.

Pero, ya en Antequera, se acabó el verano. Y ha empezado el nuevo curso. Mi nieto Daniel, de tres años y medio, no sabe si su nueva señorita es guapa, "se llama Aroa y es buena", nos dice. Y también que le "encanta" toda la comida del cole, menos lo verde de la ensalada. El otro, Lucas, que cumplirá siete años en octubre, va de mayor, "me piro vampiro" -me vacila-, y está muy contento con su maestro de este curso, don Antonio, porque es un hombre simpático y un "friki" de los juegos fantasiosos. Se ha apuntado a fútbol, kárate, baloncesto y natación, y pronto deberá decidir qué deja, porque todo no se puede llevar para adelante. ¡Qué dura, la vida del escolar...!

A mediados de junio me operé de mi hernia discal y he quedado que lo flipas de bien. Me arrepiento de no haberlo hecho antes. No, mi mal pataje de siempre sigue igual, nada ha cambiado en mi cuerpo destartalado. Pero no me duele la ciática, que es de lo que se trataba. Y puedo jugar al golf silvestre como me gusta. Y hasta bañarme en nuestro río. 

A su paso por nuestras tierras de Benamejí y Palenciana, el Genil, azuzado por el pantano, avanza ancho e impetuoso; bravo y espectacular. Pero, aún así, siempre nos deja a los paisanos que sabemos encontrarlos unos pocos remansos escondidos para nuestro deleite. El camino que baja al río bordea el cementerio. Ha habido días en que he entrado a charlar con mis padres, con mi hermana o mi cuñado, o con mis suegros y mis padrinos. Conozco a casi todo el mundo. Conozco más a los muertos que a los vivos del pueblo. Da que pensar pasear por un cementerio tan chico y comprobar que toda la gente con la que te has criado, la gente que tanto te ha rozado y querido, está muerta. Y que tú tienes ya casi sesenta y nueve añazos. Otoño. A mi hermana Josefa le regaño porque nunca tendría que haberse consentido a irse tan pronto, con tan sólo cincuenta y tres años. ¿En qué posición me dejaste delante de la gente del pueblo, un médico tan afamado que fracasa ante su propia hermana? Miro la foto de su lápida y veo que me sonríe. Con mi madre me traigo una guasa que no es normal. Mi perrita me mira extrañada de verme reír solo. O sollozar solo. Mama, le digo, ahora ya ves que bajo al río casi a diario y nadie me pone pegas. No como tú, que eras un coñazo, que te acostabas conmigo en las siestas para que no me escapara, que me tenías asustado con los entripaores que secuestran a los niños para sacarles la sangre, y con los remolinos traicioneros del río. Y era mentira: ni hubo nunca entripaores en el campo ni remolinos en el río. La Peque quiere que mi hija nos incinere a ambos cuando muramos, y yo lo veo bien. Pero, por otra parte, echaría de menos tener mi nicho en el cementerio de mi pueblo a donde mi hija y mis nietos pudieran ir de vez en cuando a echar un ratito de cháchara conmigo.

En fin... Se me nota el chocheo. Seguiremos con cosas más positivas. Que eso, que me alegro de volver a encontraros.