lunes, 31 de agosto de 2015

Hortaliza erótica

De vuelta de las vacaciones y sin ningún premio de la ONCE que aligere la carga de mi desgana os voy a relatar el último incidente ocurrido en el Tomillar justo la misma tarde del pasado 14 de agosto, día en que tomé la segunda parte del descanso estival.
 
El hombre es un anciano enjuto y fuerte, de éstos que jamás ha pisado un hospital. Un viejo sano de cualquiera de nuestros pueblos. Su hija lo ha llevado a las Urgencias del Valme porque lleva dos días desvariando con fiebre alta. Allí lo han diagnosticado de neumonía y lo han derivado al hospital del Tomillar, destino acordado para los enfermos muy mayores o muy malitos -los sin remedio- que no vayan a precisar de aparataje, quirófano ni pruebas médicas complejas. 
 
Y ahí me tenéis con Manuel. Las cinco y media de la tarde. Y sin siesta ni ná. Con dos cojones.
 
Después de la jornada de mañana en Valme, vete al Tomillar, almuerza un plato de gazpacho fresquito, un filete de pollo empanado y una nectarina; échate un ratito en un sofá reclinable de escay pegajoso y espera impaciente la primera llamada de la enfermera anunciando la llegada del primer ingreso... y luego, la del segundo, el tercero, el cuarto... Hasta diez pacientes hemos llegado a tener alguna tarde. Esto sólo es un día en semana, no vayáis a creer que es un diario. Sería imposible. Con todo, resulta pesadísimo para un hombre de mi edad acostumbrado a echar el resto por las mañanas y dedicar las tardes para el asueto y el estudio tranquilo. Lo peor, la siesta. La falta de siesta.
 
La hija de Manuel ya me lo advierte nada más entrar en la habitación, "Doctor, tenga usted cuidado que mi padre tiene un carácter muy fuerte y es muy mal hablado. No le eche usted cuenta, por favor, que es que se le ha ido un poco la cabeza con esto del ingreso".
 
Me acerco precavido. Manuel mira a su hija como pidiéndole explicaciones de por qué se encuentra en este sitio y no en su casa; luego se vuelve para mí y gruñe. Desnudo en la cama, tiene toda la sábana arrollada en lo hondo; hasta el  momento está respetando el pañal que le cubre sus partes. Arroparlo la hija y tornar la sábana a los pies es todo uno. Es rapidísimo el puñetero.
 
-Buenas tardes, Manuel.
Me mira con intención de agredirme, como si me hiciera culpable de su situación. No me responde. Me dispongo a auscultarlo y entonces salta.
-A mí no me toca nadie.
-Papá, que es el médico -media la hija.
-Mi médico está en el pueblo -grita.
-Ya, pero yo soy tu médico de aquí, en el hospital.
 
Permanece un instante pensativo. Ha relajado la boca y su mirada es más tranquila. Da un largo suspiro.
-Bueeeeno, venga.
 
Me deja auscultarlo sin oposición. Aprovecho la marea favorable y le toco el vientre, le levanto el pañal por delante para asegurarme de que no haya globo vesical ni hernias en las ingles. Naturalmente no voy a provocar tanto como para intentar un tacto rectal. Ni ganas que tengo tampoco. Pronto acaba la buena racha. Regresa la fiera.
 
-Ya está, ea, sacabó lo que se daba.
-Muy bien Manuel, muchas gracias. Ya solo me queda que me enseñe usted la lengua. A ver, saque usted la lengua.
 
Se me queda mirando extrañado sin acertar a comprender mi petición. En su delirio febril pudo creer que se trataría quizás de una broma o de una tomadura de pelo, qué sé yo.
 
-¿La lengua, dice?
-Sí, la lengua, sáquela usted afuera.
 
Mira un momento a su hija, menea negativamente la cabeza, se vuelve hacia mí y suelta un exabrupto graciosísimo.
-La lengua no, ¡er nabo le voy a sacar!
 
La hija no daba crédito y se deshacía en disculpas mientras yo me reía a carcajada limpia de tal ocurrencia.
 
-No te apures mujer, esto son cosas de la edad y de la confusión mental por la fiebre. Es muy normal, no pasa nada, nosotros estamos muy acostumbrados, de verdad...
 
Se me hizo la tarde la mar de llevadera gracias a este incidente tan gracioso imaginándome a mí mismo de muy viejito, verde y rabioso. ¡No le queda ná a mi Meli!

miércoles, 5 de agosto de 2015

El vendedor de simpatía

En Pamplona anda por estos días un vendedor de la ONCE muy particular. Tan especial que ha sido capaz de endosarle a mi hermano Frasco cuatro décimos. Jamás de los jamases este hermano mío ha metido nada en loterías, juega en Navidad con décimos o participaciones regaladas por sus pacientes. Más o menos como un servidor, pero más rácano aún. Pues este hombre lo ha llevado al huerto.

Es un artista, las cosas como son.

A las cuatro de la siesta del único día de Julio que ha hecho calor en Pamplona y recién salidos del restaurante del menú a 10,90 -buenísimo, por cierto-, íbamos calle arriba bromeando con las ocurrencias de mi cuñada Sami con el camarero que nos ha atendido. En el repertorio del menú una de las opciones para el segundo plato era "alitas de pollo".
-Repítame los segundos, por favor, que me he distraído y no me he enterado -le dice la Sam al camarero. Y éste, muy bromista, le va pregonando el listado.
-Lasaña de carne, revuelto de morcilla, chuletitas de cordero, filete de ternera, entrecot, merluza en salsa, alitas... -Y sin dejarlo terminar mi cuñada salta:
-¿Las alitas son de pollo? -Y el camarero, la mar de serio:
-No señora, son de cordero.
-Ah! Pues entonces, no.
Estos navarros tienen un humor distinto al nuestro. A nosotros se nos ve venir, nos reímos antes de acabar el chiste. Estos de aquí, no. Te la pegan porque se quedan serios, como si la cosa fuera verdad. Tuvieron que pasar algunos segundos de zozobra sin saber realmente si echarnos a reír o qué. Hasta que el hombre dice:
-Pues claro que son de pollo, mujer. ¿En Andalucía hay alitas de cordero quizás?

En ésas estábamos cuando un mozalbete espigado y desenvuelto se acerca y saluda a mi sobrina Marisita, de preciosos y coquetos quince años, como si la conociese de siempre.
-Jovencita -la espeta sonriente-, ¿qué harías si te tocasen veinte millones de euros, eh?
-¿A mí? -pregunta ella extrañada de que un desconocido la aborde de esa manera-. Pos yo me iría a EuroDisney -contesta con ese desenfado que hoy maneja la gente nueva.
Se acerca mi hermano a ver qué está tramando su hija con un lugareño.
-Nada señor -se disculpa el mozo, aquí estoy tratando de que su hija, preciosa, consiga su sueño, viajar a Eurodisney.
-¡Y cómo es eso?
-¿Cómo va a ser? Cuando le toquen los veinte millones de euros en este número que usted le va a comprar, claro.

¡Milagro de san Ignacio! (creo que era el día de su onomástica). Mi hermano saca dinero del fondo común y compra no uno sino cuatro números, uno para cada familia. ¡Lo nunca visto!
-¿Qué mosca te ha picado, tío? -le digo.
-Ea, la casa por la ventana.
 
Y nos volvemos para Elizondo a echar la siesta en nuestra casa rural haciendo cábalas secretas sobre el destino que le vamos a dar a la burrada de euros que vamos a ganar ya mismo.
 
Regresan mis hermanos y sus familias respectivas a nuestra tierra y la Peque y yo nos rejuntamos con nuestros amigos de Sevilla que justo el mismo día vienen a otra casa rural en Erratzu. Días más tarde volvemos a Pamplona con ellos.
Y en esto que, nuestras mujeres de tiendas, estando los hombres tomándonos unas cervecitas y unos pinchos en la misma puerta de un bar de la misma calle de antes, la calle Estafeta, se nos presenta de improviso un joven elegante y la mar de espabilado. Nos ofrece su mano a modo de saludo mientras nos promete el mejor de los seguros de jubilación: veinte millones de euros.
 
-¡Un momento, un momento por favor! -le interrumpo su discurso-. Perdóname, pero ¿no me reconoces?
El muchacho se queda mirándome un rato cerrando un poco sus ojillos de pícaro como si así, de esta guisa, fuera a avivar su memoria.
-No, no caigo -responde al fin.
-Hace escasamente tres días nos vendiste a mis hermanos y a mí cuatro números, tío. En este mismo sitio.
-Ahhhh, es verdad, ya está: que veníais medio achispaos y traíais a una chiquilla morena que quería ir a EuroDisney!!!
-Exacto!
 
Y nos encasquetó otros cuatro números.
 
-Eres un artista, chaval.
 
Se sentó con nosotros. No aceptó una cerveza "porque estoy trabajando". Nos contó a instancias mías que es un estudiante de empresariales y que está haciendo un máster de gestión en Pamplona. A mi pregunta sobre si era vasco me dice el tío "Usted me ve pinta de vasco, un muchacho tan elegante y bien arreglado como yo?. ¡Qué va hombre! Soy madrileño". "¿Y por qué vendes cupones si no se te ve ninguna limitación física ni, desde luego, mental?". "Soy sordo" -nos dice mientras nos enseña un pequeño aparatito protésico detrás de sus orejas. "Nadie lo diría, chaval". Y se explayó con nosotros fantaseando con proyectos de su futuro. Pretende ser un emprendedor, fundar una empresa inmobiliaria en Madrid que se dedicará a rehabilitar pisos antiguos y ruinosos y ponerlos luego a la venta. "Tú eres capaz de venderle una burra penca a un gitano" -le dice el Ojeda. Y es verdad.
Se despidió muy cortés. Y lo vimos subir y bajar por la calle Estafeta. Y en cada puesto donde paraba acertaba a colocar sus cupones. Y departía amistosamente con la gente.
 
Porque no sólo vende cupones, vende su compostura, sus hechuras y su simpatía.
 
Os avisaré si nos toca algo.