jueves, 25 de mayo de 2023

La carta

Esta mañana he recibido una carta. La cosa, ya de por sí rara hoy en día, me resultó aún más extraña porque el remitente -se conoce que no sabía mi dirección postal- me la ha enviado al club de golf de Antequera, sabedor de que allí darían conmigo.

-José María -me dice Carmen, en el cady master-, tenemos una carta para ti.

-¿Una carta? ¿Aquí, en el golf?

-Pues parece que sí. -Y me la entregó.

Enseguida le doy la vuelta en busca del remite. ¡Qué sorpresa más agradable! Es un cura de los nuestros, de aquéllos segundos padres que tuvimos en el seminario de Hornachuelos. Nuestro profesor de matemáticas. No daré, por aquello de la privacidad, tan de moda hoy, su nombre, pero sí sus iniciales: P.A. LL. T. Intelligenti, pauca

No pude resistirme. Hice esperar a mis compañeros de partida hasta que, retirado a un lado del tee (la salida), me empapé la carta entera. El propósito del cura no ha sido otro que el agradecerme el libro que le regalé y le dediqué hace unas semanas, pero ¡qué cosa más entrañable y nostálgica para la gente de mi edad! Ni me acuerdo de cuándo escribiría yo mi última carta de puño y letra, como se decía antes. ¡La modernidad se nos ha llevado por delante tantas cosas...!

Toda la partida con mi cabeza en la carta. O con la carta en mi cabeza. Y eso no es bueno para el golf, entretenimiento que requiere de una concentración máxima en cada golpe. Aún así, he ganado.

-¿Qué tal se te ha dado hoy? -me pregunta la Peque a la hora del almuerzo.

- Pues nada, que he ganado -respondo con toda suficiencia.

-Yo no es por na -se pone en plan respondón-, pero me parece mu raro que ganes siempre.

-Mira, Peque, para mí, con poder jugar y disfrutar cada día ya es ganar. -Y así me salgo por la tangente.

-Pos vale.

Volvamos a la carta. Me recuerda un montón a las cartas que yo escribía a mis padres y luego, ya de mocito, a la Peque. La letra, ¡qué preciosidad de letra tiene el cura! A ver si yo fuese capaz de plasmar un trozo de la carta aquí, en este escrito, para que vosotros podáis apreciarlo como yo. Una letra de clase de caligrafía, como nos enseñaban nuestros antiguos maestros en las escuelas, como mi letra de seminarista, no ya la de médico, ya se sabe que un buen médico no puede tener buena letra. Es una letra barroca, ligeramente volcada a la derecha, donde todas las mayúsculas se adornan con arabescos, unas llevan panza, otras, sombrero, otras, en fin, una bata de cola... ¡Una obra de arte!


No menos atractivo es el contenido. Me habla de sus vivencias en Los Ángeles con nosotros. Recuerda anécdotas sobre mí que ni yo mismo recuerdo. Una cosa parecida a aquella canción de Sabina: ¡Si sabe de una cosas que ni una misma sabe que sabía...! Pues eso. Me dice que aunque yo era un hacha en Latín, no se me daban mal las matemáticas. Que ya en primero de bachiller fui de los poquitos que resolvió un problema práctico que él puso en la pizarra: ¿Cuánto tiempo tardará en llenarse la piscina del seminario que mide 20x10x1,5 metros si le entra un caudal continuo de 25 litros por minuto? Y así, a bote pronto, me resulta raro que yo, a mis torpes 11 años, hubiese sido capaz de averiguarlo. Y ni ahora, creo. Me ha picado la curiosidad y, después de la siesta, me he puesto a ello. Y me sale que son 200 horas, es decir 8 días y 33 minutos. Fácil: he convertido los metros cúbicos en litros y luego los he dividido por 25. Ea. También se explaya en vivencias personales durante su etapa de seminario y de más tarde, cuando se secularizó: de su mujer, de sus hijas, de sus seis nietos, unas preciosidades... Bromea conmigo acerca de mi dolencia prostática escribiendo una especie de profecía en latín: Ubi quis peccavit, ibi torquetur (allí donde alguien pecó, allí será atormentado). ¡Sioputa, el cura...!

En fin... ha sido para mí una sorpresa muy agradable, el mejor regalo del día. Por venir de quien viene y por devolverme a mis años de juventud.

Quedad con Dios.


martes, 9 de mayo de 2023

La fe y las rogativas por la lluvia


"En verdad os digo, si tuvierais una fe siquiera tan pequeña como semilla de mostaza diríais a esta montaña: muévete de aquí para allá. Y la montaña se movería". (Mateo, 17:20)

Y ya puestos, si la fe, en tan minúscula proporción, puede mover montañas ¿por qué no ha de acarrear la lluvia?

Parece ser, pues, que a lo largo de estos últimos dos milenios y pico que lleva la cristiandad cultivando sus creencias desde que Jesucristo pronunciara estas palabras, nadie ha tenido ni siquiera esa mijitilla de fe, porque, que sepamos, ninguna persona humana -ni divina- ha logrado cambiar una montaña de su sitio ni arrimar las nubes a su sembrado. Para mí, que aquella sentencia fue un farol de Jesucristo. Todo lo más que sabemos parecido a esto fue cuando Moisés separó por unas horas las aguas del mar Rojo. He aquí un verdadero hombre de fe. Ni siquiera Aníbal, el más afanoso guerrero de la Antigüedad, consiguió mover el gigantesco bloque de hielo que obstaculizaba el paso de su ejército por Los Alpes, sino que tuvo que destrozarlo a golpe de golpes y de días. Lo dicho: la humanidad carece de fe. No llega a la semilla de mostaza. Al menos, de fe religiosa.

Fuera de la fe (religiosa), muchas obras y pensamientos de la gente corriente nos parecerían a todos -incluso a los creyentes- un sinsentido. ¿Quién en su sano juicio puede creer en que un pedacito de pan se va a convertir en el cuerpo de Cristo o un trago de vino de misa en su sangre, al simple conjuro de una especie de abracadabra elevado al cielo por un ministro del Señor? ¿Quién, en las misteriosas apariciones de La Virgen María? ¿Quién, en los milagros? Nadie, fuera de la fe. De manera que no parece cierto que la fe mueva montañas, pero sí que mueve voluntades, emociones y sentires. Ha sido siempre así y no parece que vaya a dejar de serlo. El hombre necesita creer (bueno..., y la mujer también). Parece que es algo inherente a nuestra naturaleza, algo ya estructurado en nuestro paleo encéfalo, herencia de nuestros ancestros más primigenios. No necesariamente ha de ser una fe religiosa la única que pueda guiar las vidas de las personas, existen otras variadas formas de fe, pero en nuestra cultura fe se equipara casi siempre a creencia religiosa, y así lo quiero dejar constar en el contexto en el que hoy escribo.

La fe religiosa sublima y supera la realidad. El creyente no quiere saber la verdad, decía Nietzsche, le basta con la fe. "La fe engaña a los hombres, pero le da brillo a la mirada", apostillaba R. Tagore. Pues, sí. Algo (o mucho) de eso es lo que hay. Desde luego, yo no voy a menospreciar la fe ni a las personas que la practican. Lo que siempre criticaré será la intransigencia y el fanatismo, porque ciegan las luces e imposibilitan cualquier debate o acercamiento. He sido creyente fervoroso durante muchos años. He conocido a gente de ciencia que son creyentes. La historia universal está repleta de científicos, investigadores, literatos, artistas... intelectuales que creen en Dios. Tengo para mí que ciencia y fe son dos mundos que, ora se juntan, ora se pelean, como hacen los hermanos cuando chaveas, dos trenes en vías paralelas que pretenden llevarnos al mismo destino, el de la verdad, y que unas veces se acercan tanto que casi se rozan entre ellos, y otras divergen tanto que parece que uno vaya para Sevilla y el otro, para Almería. La fe, por tanto, no es signo de ignorancia, ni mucho menos. Es otra cosa, otra dimensión del pensar y del conocer, un subproducto primitivo surgido del sentimiento y de la intuición para dar respuesta a realidades ocultas. Mitos que expliquen lo inexplicable. La razón es el dominio de la ciencia, algo sobrevenido a nuestro cerebro con posterioridad. Ciencia y fe, razón y sentimiento, qué fácil en la teoría, qué complejo en la práctica. No puedo olvidarme de nuestro gran Antonio Machado cuando en su "Juan de Mairena" de 1936 sentenció: "No fue la razón, sino la fe en la razón lo que mató en Grecia la fe en los dioses".

De otra manera, no se explica el fenómeno que yo creía atávico acaecido en estos días en muchos puntos de la geografía patria: el de las rogativas por la lluvia. Vírgenes de diferentes advocaciones, Señor de Las Aguas, san Isidros... , procesionados en nuestros pueblos y ciudades con rezos y cánticos imploradores de agua. Algo sentido como natural y necesario por muchos creyentes -no todos. Algo anacrónico, esperpéntico, vergonzoso para muchos no creyentes. Sin fe es imposible entender tal fenómeno. Llamo al móvil de un amigo sacerdote, muy cercano al obispo.

-¡Por Dios bendito! -le increpo nada más empezar la conversación- ¿Cómo es posible que permitáis este esperpento de procesiones en el siglo en que vivimos? ¡Que ya no estamos en el Nacional catolicismo, por Dios!!!

-Hombre, José María, no te lo tomes así. De toda la vida del Señor esto ha sido y es expresión de la religiosidad popular. De sobra sabemos que no va a llover por mucho que imploremos al Altísimo y a su Santa Madre, pero no podemos ni debemos reprimir lo último y más sagrado que le queda a la gente: su fe.

-Pero, hombre -protesto-: para eso estáis los pastores ¿no? Para procurar que el rebaño no se descarríe por caminos ya abandonados.

-¿Abandonados? Eso será lo que tú te crees. Esa costumbre de sacar a los santos sigue tan vigente como en nuestros años de seminario, o más. Mira tú éste.

Pues entonces, apaga y vámonos.




 


"El naturalismo pretende excluir a Dios de cualquier explicación racional seria. Y suele concentrarse en el estudio de la persona humana, que viene reducida a sus dimensiones materiales, físico-químicas y neuronales. Tal como señala una de las respuestas que he mencionado, el desafío mayor que la religión debe afrontar hoy en nombre de la ciencia es el que se presenta como avalado por la neurociencia: algunos pretenden explicar todo lo humano, incluida la conciencia y la religión, mediante la química del cerebro".

Este párrafo lo escribió Mariano Artigas, un filósofo de investigación, en Aceprensa en 1991. Su libro más conocido, Ciencia, razón y fe, de 2011, es un ejercicio formidable de conciliación muy recomendable para el personal interesado en estos temas. Mi opinión al respecto es que los avances logrados en la neurociencia desde entonces apuntan a lo que este hombre, filósofo y sacerdote, se temía: que todo lo humano es física y química. Pero no hay nada que temer: física y química de las buenas. Física y química que permiten y protegen la diversidad, la pluralidad y la libertad de conciencia y de pensamiento. 

¡Que así sea!