domingo, 30 de agosto de 2020

Un ogro

Me estoy convirtiendo en ogro a la vista de mis cercanos. Mis sobrinas -una madrileña y otra catalana- están algo quejosas de mi espantada a Antequera en cuanto han puesto el pie en el pueblo. Ellas se sienten seguras porque son prudentes en sus hábitos de vida actual y no creen justificado tanto miedo por mi parte. A un sobrino que trabaja en la hostelería en Málaga ni lo veo cuando viene a su casa de visita. Lo mismo que a mis sobrinos de Almería o de Córdoba. Ni verlos. Cuando alguien entra en mi casa desemboscado le invito a la mascarilla. La otra tarde le eché una bronca áspera a mi cuñado porque se apalancó una hora entera sentado en el salón charlando con mi mujer -separados, sí- sin mascarilla ¡Coño! Ni siquiera he tenido cojones de asistir a la boda de mi ahijada, ayer noche mismo, teniendo que digerir mis propios reproches contra mí mismo. Procuro evitar las reuniones. Es como si viera a los bichitos salir esparcidos de las bocas de las gentes. En busca mía. Y entiendo la procesión interior de mi Peque, mil veces más valiente y razonable que yo, que me sigue en casi todas mis decisiones, muy a su pesar.

Y, sin embargo, cuando analizo fríamente mi comportamiento, creo que actúo según la letra y el espíritu de las recomendaciones sanitarias. A lo mejor me paso un pelín, no sé... 

Resulta sorprendente que siendo España uno de los países en que más mascarillas se ven por las calles, sea, a su vez, el que más contagios "produce" en esta nueva oleada de casos. Nadie conoce exactamente el por qué de esta aparente paradoja, nadie, salvo mucha gente de derechas que lo tiene clarísimo desde el primer día: la culpa es del gobierno, ¿de quién, si no? Yo aporto mi visión del fenómeno: usamos mascarillas allí donde menos falta hace, en la calle. Sabemos que en espacios abiertos el riesgo de contagio es mucho menor, aún sin mascarilla. A no ser que te pongas a charlar cinco minutos con Samuel, el hermano que me sigue, que no sabe hablar más que a voces. En los espacios cerrados, y concretamente, en la seguridad supuesta de nuestras casas nos relajamos. Es algo natural. Los convivientes habituales de un domicilio no van a usarla, lógico. Pero ante cualquier visita, mucho más si es de alguien de fuera, todo el mundo debería ponérsela. Y la visita debe ser consciente de que contri más breve la estancia, mucho mejor. A este respecto, cabe destacar que los contagios domésticos y en fiestas cerradas y bares son la segunda causa después de los laborales.

Y me preocupa saber que ya hay gente que se ha entregado, no es que sea negacionista, no, sino que piensa que es cuestión de tiempo que todos caigamos, más pronto o más tarde. Y se relajan las maneras. La vida tiene que seguir -dicen-. No podemos vivir acojonaos todo el tiempo. Y se cancelan feria y festejos veraniegos, pero no renunciamos a reuniones caseras de familia, y fiestas de cumpleaños y de aniversario, y ... "Es que eso es lo normal todos los años por el verano"... Sí, pero este año no es todos los años. Este año es un poquito especial. Y no deberíamos convertirlo tan precipitadamente en un año "normal". No es normal. Aún somos vírgenes, pero en nuestros pueblos cercanos los brotes han tenido este origen festivo y doméstico. Porque pasados diez días de esos eventos "relajados" aparecen padres, tíos y abuelos con fiebres y toses, y entonces rezamos a santa Bárbara bendita.

Con mis debilidades -que también las tengo- siempre me ha gustado predicar con el ejemplo: en el seminario, en el hospital y en mi vida privada. Lo seguiré haciendo aunque tenga que pasar por un ogro irredento. 

Y un saludo especial a todos los docentes por asumir el reto tan formidable que les espera. 

sábado, 15 de agosto de 2020

Un día extraño

Hoy, 15 de agosto, el día más grande en mi pueblo, se me está haciendo rarísimo. 

Parecido al de Navidad, ha sido siempre un día de encuentros, abrazos, jolgorio y devoción. Pero con mucho calor de por medio. Este año, sin embargo, va para un día largo, tedioso y nostálgico. Ni siquiera hemos ido al pueblo a comer con la familia. Nos hemos enterado por los wassapts de los tres turnos de misa, a las 10, 11 y 12 de la mañana, para evitar aglomeraciones en la iglesia. Pero ni la Peque ni yo somos capillitas, aunque queramos -siendo ateos y todo- a nuestra Patrona como símbolo identitario de nuestro pueblo porque así lo hemos mamado desde chicuelos. Y desde mi ateísmo convencido grito sin rubor el "Viva la Virgen del Carmen", que una cosa es el cerebro y otra distinta, el corazón. Pero me cuesta aceptar que muchos creyentes no se resignen a rezar a la Virgen desde sus casas, sino que se afanen en plena siesta en los preparativos y logística necesarios para acometer esta noche un acto de veneración  pública hacia  nuestra Patrona en la plaza, garantizando todas las medidas normativas de seguridad. Desde mi visión de antiguo creyente y seminarista, admiro a esta gente, y no tengo más remedio que reconocer que la fe no mueve montañas, pero sí voluntades y almas.

Por otra parte, agradezco también que estas circunstancias extraordinarias me hayan eximido del hartazgo de "parrandos" callejeros, cantina bochornosa al mediodía y tostonazo de música moderna y flamenca toda la madrugada. Me hubiese gustado escuchar anoche el pregón de Manolo Pedrosa, un paisano con un duende en la garganta que entreteje las palabras como el esparto en la pleita, y un enamorado de su tierra. Me lo perdono. Me he confinado para evitar asistir a eventos sociales o litúrgicos. Me resignaré -¡qué remedio!- a perderme el espectáculo de fuegos artificiales tan esplendorosos desde la terraza de mi Juan, bueno, otro año será. Echaré de menos, sí, mi chocolate con churros de las tres de la mañana. Lo perdono. Noche de encuentro y cháchara con Rafael, Fraski, Sebas, Araceli, Nati y Pili. Lo perdono, hablo con ellos cada dos por tres. ¿Y entonces? Pues nada. Me he hecho a la idea de que este año extraño hay que vivirlo así. Desperdiciar un agosto de los noventa y tantos que tengo programados tampoco es para quejarse ¿verdad? Así lo entiendo. Quien no se conforma es porque no quiere.

No todo, sin embargo, van a ser quejas. Anoche mismo, para compensar, viví con cierto alborozo vergonzante la humillante derrota del Barsa. Es cierto que yo quiero que el Barsa pierda siempre en todo, ¿a qué negarlo? Pero me pareció excesivo tanto castigo. Con los lustros, uno va ganando en empatía, creo yo. Y me pongo en el lugar de los culés, y me da penilla, la verdad. Mis hermanos, sin embargo, mucho más jóvenes que yo, me dicen que de penilla, ni mijita. La poca edad.

En fin... Deseando que amanezca mañana.

martes, 11 de agosto de 2020

Los caprichos del Campechano

Entre Corinna, Corona y Coronado, las redes sociales nos entretienen estos días con viñetas de mofa -memes los llaman ahora- sobre los gustos lujosos de nuestro emérito. Los otros, los rijosos, ya eran sobradamente conocidos. Y la verdad, no le falta paladar al gachó. No me impresiona nada su pasión por los relojes caros -yo no uso ninguno- ni por las escopetas de caza ni siquiera por el oro y los maletines que pueda atesorar. Lo que me ha hecho flipar ha sido el que tenga en su despacho una máquina de contar billetes. ¡Macho!, eso me ha dejado pillado. Uno de mis más recordados sueños infantiles era el poseer una máquina de hacer billetes. Contarlos ya lo haría yo mojándome los dedos con salivita. Y parece que con la edad le crecen al viejo borbón los caprichos más que a Podemos las causas judiciales sin causa.

¡Oye!, al contrario que a mí, que contri más provecto, más desocupado de líos y de afanes me hallo.

Fueraparte de mi secular desapego por la indumentaria que tanto irrita a la Peque ("te querrás parecer a tu novio" -me embiste a veces para provocarme), sin duda, lo más llamativo para mí ha sido comprobar la indiferencia que ahora me produce el disfrute de una estancia hotelera. Y mira que hasta hace bien poco me ilusionaba un montón el solo pensar en ello: imaginarme con la Peque en un hotel de lujo, de esos de pulserita, con sus amplios salones, su mobiliario tan selecto, su restaurante y sus desayunos de buffet libre, sus piscinas de formas caprichosas con vistas y salida a la playa... Una cena romántica en la terraza fresquita y en penumbra. Una noche de amor con cierto desenfreno -tampoco hay que pasarse- en una habitación coqueta y con espejos en el techo era una fantasía hecha realidad, una especie de travesura cómplice y pecaminosa. Un lujo para la concupiscencia que, por esporádico y exótico, resultaba tan excitante. Ahora, sin embargo, he perdido esa ilusión, como que ni fú ni fá. Es tontería pagar un dineral cuando a lo peor esos días no toca matrimoniar, que es lo más probable. Cuando compruebo la comodidad de mi casa, el servicio del todo incluido gratis y las circunstancias actuales que invitan a la prudencia, resulta que disfrutar de un hotel no me sale a cuenta.

Y he aquí que a nuestro Campechano, sí. A él sí que le apetece ese lujo. Y no un hotel cualquiera. El hotel más caro del mundo. Un hotel en el que todo lo que reluce es oro. Un hotel de once mil euros la noche. Con todo, de querer, yo podría ir, no creáis. He calculado, así por encima, que rejuntando todos nuestros ahorros bancarios después de cuarenta años de trabajo, más los mil euros que debe tener la Peque escondidos en algún sitio de nuestra casa, nos darían para... dos noches y media. Tres, si abandonamos el hotel de madrugada. Lo que pasa es que no me sale a cuenta, no. No necesito tanto. 

En realidad, no le envidio nada a nuestro antiguo rey. Bueno... quizá me quedaría con la máquina de los billetes, sí, me hace ilusión. Sacaría del banco dos mil euros en billetes de cincuenta y los contaría todos los días, una y otra vez. Me pone ese ruidito del claquear. Ya en serio, creo que una persona que necesita de tanto lujo para vivir no puede ser feliz del todo. Porque cada vez querrá más, nunca estará contento con lo que tiene. Y en este sentido, siento un pelín de lástima por este hombre, ya mayor, que en su retirada condición de emérito podría disfrutar de un tranquilo anonimato en un piso elegante y amplio en Chamberí, por ejemplo, con su administrador, ama de llaves y doncellas de cofia y delantal;  de sus lecturas reposadas al atardecer; sus paseos con escolta, si queréis, por El Retiro; sus visitas frecuentes a los hijos y nietos repartiéndoles, vale, billetes de doscientos euros en vez de la calderilla que nosotros damos a los nuestros; en fin, de una vida relajada, de un "beatus ille" al estilo de lo de Anguita -otro picha brava, pero en decente-. Una vida sencilla. Pero no. Le ha podido su maldición de "bon vivant" por encima del ejercicio debido de ejemplaridad y decencia inherente a cualquier cargo público, doblemente obligado en él por asumir la Jefatura del Estado. Una lástima. Porque un solo pecado capital -la avaricia- le ha descompuesto en trizas el saco de su honorabilidad y respeto del que ha gozado ante la ciudadanía hasta hace bien poco. Yo creo que el otro pecado -la lujuria- se lo perdonamos todos. Semos así de calientes los españoles, ea. No, no le ha ido la vida sencilla.

Quizá pudiera haber sido así si hubiese disfrutado de una infancia limpia y pueblerina -como tantos de nosotros- y no la suya artificial y regalada de hoteles y palacios en Roma o Estoril. Tal vez, entonces, no tuviese esa necesidad de refugiarse en una jaula dorada. Porque, vamos a ver, ¿para qué los bolsillos llenos y el corazón solitario? Pero, claro, no a todo el mundo, ni siquiera a un rey, le es dada la suerte nuestra de conocer la necesidad y la contingencia, de vivir de niños la felicidad que proporciona el disfrute de  lo justo, ni una pizca más, de sentir en el pecho el inmenso gozo de una noche de verano al relente en la era al cobijo de la parva; de aprender a vivir con humildad, incluso con pobreza, pero con la felicidad chorreando por los ojos. No es más feliz quien más tiene, sino quien sabe gozar de lo que tiene. Esos somos nosotros que sabemos mucho de la vida porque ya vamos para viejos. Y que atesoramos un valor que ninguna máquina de billetes puede producir ni contar: el goce de lo sencillo, el calor de la familia y de los amigos.

Y seguimos a la espera de la vacuna.