domingo, 29 de septiembre de 2019

Lo simple,lo complicado y el sentido común

A Juan Francisco Ojeda le gusta recordarnos con cierta frecuencia a sus amigos más cercanos una frase de algún sabio que reza así como que una realidad compleja analizada por una mente simple desemboca siempre en una realidad complicada. Bueno, él dispone de un arsenal de ejemplos paradigmáticos de esta sentencia verdadera, pero yo os voy a relatar otro mucho más prosaico de mi propia cosecha.

¡Qué bonita Sevilla de visita! Un amigo vasco, poeta él, compuso hace un par de años una estrofa espontánea un día de toros en la feria: "Qué bonita está Sevilla, en sus tardes estelares, en la barra manzanilla; en la arena, Manzanares". Pues eso.

La Peque, nuestro amigo Palanco y yo hemos bicheao un poco por los interiores de la famosa torre Pelli, y luego hemos disfrutado de los exteriores, ese nuevo parque peri fluvial tan refrescante y acogedor. La Peque se nos escabulle y se va por ahí de compras al centro, y Palanco y yo paseamos tranquilamente sin rumbo fijo. Miento: nuestra intención es ir a la Casa de la Provincia para ver una exposición que hay de alguna cosa que ahora ya no me acuerdo. Estamos alojados en la casa de Jaime y Paqui a donde nos hemos venido con dos días de adelanto para asistir mañana a la despedida académica, la última lectio, de nuestro amigo Juan Francisco que, tras cuarenta y dos años de docencia universitaria, por fin se nos unirá a nuestro club de jubiletas.

Y aun siendo hoy lunes, está la ciudad la mar de animada y de vistosa. "Qué de tías güenas por tos laos, coño -suelto yo-. Mira ésa, Antonio, le rebosan los cachetes por los perniles". "Es que semos mu calientes, Manué" -me replica mi amigo. En la plaza del triunfo serpentea una gran cola para entrar en la catedral, casi toda ella de orientales; lo mismo en la plaza de la Virgen para visitar los Reales Alcázares. Turismo a reventar.
Antonio y yo alcanzamos ya la Casa de la Provincia. Y nos encontramos con el cartel de marras que anuncia que el museo cierra los lunes. ¡Vaya por Dios! Así y todo, entro para preguntarle al guardia jurado que defiende el sitio con su uniforme, su barba a lo hipster y su barriguita cervecera. Y me confirma lo evidente, que la exposición está cerrada.

-Perdone -me dirijo de nuevo al hombretón, un joven primitivo y achaparrado y algo cejijunto-. Me estoy orinando, ¿podría pasar un momento a los servicios?
-No es posible -me contesta muy en su papel-. Como es lunes está todo cerrado, la exposición, los servicios... en fin, todo.
-Bueno está -respondo resignado, y me dispongo a salir hacia la calle, cuando el buen hombre me espeta:
-Pero si usted quiere puede pasar al servicio y llenar la botellita del agua, que veo que la lleva casi vacía.
Y ahí ya no pude más:
-Le voy a decir una cosa, caballero -me pongo en plan como serio-: ¿usted cree de verdad de la buena que si entro a llenar la botella no voy a orinar, meándome vivo como estoy?
Y al hombre le hizo gracia la cosa y ya me dejó pasar. Aunque quién sabe si lo hizo a propósito, como buscando una salida "creíble" para dejarme desbarrigar.
-Es que si pasa uno la mano, esto se me llena de chinos -se excusa finalmente.
Nadie en la calle se percató, creo. Pero imaginaos que algún otro prostático como servidor hubiese presenciado la escena. Al momento se le hubiera llenado la sala de meones menesterosos, orientales y nacionales. Se hubiese encontrado, sin pensarlo, ante una realidad complicada.

  

jueves, 19 de septiembre de 2019

Desde pequeñito igual que su agüelico.

Muy cercano a los cinco años, mi nieto mayor, Lucas, es capaz de mantener una charla más o menos entretenida con cualquiera. Y más con su abuelo. En general, pienso que los niños se hallan más sueltos de lengua, de gestos y de actos con los abuelos que con los padres, siempre éstos con la censura y la amenaza por delante.
Mientras mi hija está con el pequeño Daniel en la piscina de niños, Lucas y yo hacemos tiempo paseando por el parque. Un reventaero, porque no para: que si en el tobogán grande, que si en este columpio, que si una carrera con su amigo Javi... Enfilando ya para la piscina al encuentro con su madre nos topamos con una pareja que llevaba tres cachorros de pastor alemán en la reata. Tan animalista como mi hija, Lucas se pone a juguetear con ellos, y los perritos se vuelven locos de contentos con saltos y cabriolas a su alrededor. "¡Venga ya, Lucas, que no llegamos"! Y con toda la inocencia del mundo, le pregunto una vez tranquilizado:

-¿Lucas, te acuerdas de los cachorritos que tuvo la Pelu?
-Sí -me responde pero con poca convicción, como por salir del paso.
-Fueron ocho perritos la mar de graciosos ¿te acuerdas?
-Y jugaban mucho, ya me acuerdo. Y la abuela les reñía porque se cagaban por toas las partes... -Y se pone a reírse, el tío.
-Y la Pegui, sí, sí, la Pegui, tu perrita, también se hacía la niña para poder jugar con ellos, qué cosas, eh, Lucas...

Se queda mi nieto como un poco pensativo antes de decirlo:
-Abuelo, y la Pegui por qué no ha tenido perritos?
-Puuuff, ¿Yo qué sé? La Pegui es una perrita muy especial, muy rara. Date cuenta de lo arisca que es, le ladra a to dios.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Pues sí tiene que ver. Porque nunca se ha dejado montar por un perrito -le digo yo, a ver cómo cuela eso.
-¿Qué es montar, abuelo, que se suben los dos perritos en un coche?
Y me tengo que reír, a ver... Y es que, además, se me está reproduciendo mentalmente una escena casi idéntica que tuve con su madre, cuando tenía ella la edad de Lucas, al observar mi hija a su perrita Candy holgando con otro perro en el césped de nuestro patio. Y con todo tipo de subterfugios y artimañas le tuve que explicar, a tan tierna edad, el secreto de la vida. Pues ahora, lo mismo.
-No, Lucas. Montar un perrito a una perrita es una cosa que hacen los perros para poder tener hijitos. Verás, el perro se pone por detrás de la perrita, le echa las patas encima, se juntan los culos... y ya está... Y así la perrita se queda embarazada.
-¡Aahhh! -Se queda dubitativo-. ¿Y por qué no lo intentamos con la Pegui?
-Buahh, lo hemos intentado muchas veces. Pero no hay manera, que no se deja, que no quiere. Se pone a ladrarle al perrito hasta que lo aburre. Y te digo una cosa, Lucas: si una perrita no quiere, no hay ná que hacer. Tiene que ser que ella quiera, si no, nanai -y ahora es cuando sin querer meto yo la gamba, sin querer, eh-. Pasa lo mismo que con las mujeres: si una mujer dice no, es que no. No hay más que hablar.
-Abuelo, ¿pero las mujeres también se montan?
A ver cómo salgo de esta. La madre que me parió...
-Sí, claro -intento aparentar serenidad y seguridad-. Para tener hijitos todos los animales y también las personas tienen que hacer eso de montarse.
Y ahora, la repanocha:
-¿Y la abuela también se monta? -me pregunta el tío mirándome con una sonrisita provocadora.
-Poco, Lucas, muy poco. Es dura de pelar, como la Pegui.

Y dí gracias a Dios de que de repente el chaval se distrajera con otro amigo y dejara de interesarse por tan escabroso tema.