lunes, 7 de octubre de 2019

Érase una vez el Internista

Cuando dentro de unos años le cuente a mis nietos el médico que fui y los compañeros con los que trabajé, no os recordaré a ninguno de vosotros por vuestros respectivos curriculum, sino por vuestra forma de ser y de actuar, por cómo habéis sido para con nuestros enfermos y para con nosotros mismos. Y de Antonio Grilo, en concreto, tendré mucho y bueno de qué acordarme.

Octubre de 1979. Apenas dos meses después de obtener mi licenciatura me presento a una oposición para cubrir plazas de los servicios de Urgencias de varios ambulatorios en la provincia de Córdoba. Y Grilo, también, dos o tres asientos por delante. Al salir del examen me aborda: "¿Qué has puesto en la de la manchas de Koplic?" Y le contesto lo que todos sabíamos: que son signo patognomónico del sarampión. "Pues no -me vacila el tío-. Está mal la respuesta; pueden ocurrir también en otras virosis tales como la Mononucleosis infecciosa". ¡La madre que lo parió! 

Así ha sido siempre, un ratón de biblioteca, un detractor de lo admitido, un crítico contumaz de lo convencional, un poco cascarrabias, la verdad. Un virtuoso sabelotodo sin llegar a lo engreído. Para más abundancia, su fisonomía, mezcla de judía y bereber, le confiere un aspecto de moro camuflado y taciturno que confunde a cualquiera, y más a la Guardia Civil de tráfico que lo para cada dos por tres en los controles de carretera. "A ver, usted, la documentación". Y les enseña a los agentes, muy a su pesar, su cartera abierta para que vean en primer plano su antiguo carnet de alférez de complemento. "A las órdenes de usted, mi alférez", se le cuadran luego.

Salvando mis cortas experiencias en Villaharta, Peñarroya y Pozoblanco, el resto de mi vida laboral, en Valme, ha girado en torno a él. Antonio, el Sol que alumbra y vivifica a todo aquel que se le arrima.
Destacaré su obsesión por la buena historia clínica y la minuciosidad en la solicitud de pruebas, su rechazo de plano a la nueva medicina hipertrofiada y defensiva, su inquebrantable devoción por los pacientes y las familias, sus fértiles coqueteos con una investigación básica -la de los metales pesados- tan difícil en nuestro entorno de sobrecarga y escasez, su pasión por la iconografía médica, y su entrega sin reservas a la docencia, la hija pequeña, la más esperada, a la que más se quiere.
Nada de ello, sin embargo, sería importante en la ponderación personal y profesional de Antonio si su persona no hubiese sido adornada por otro gran atributo. No me seáis brutos, no me refiero a ese atributo. Antonio es un hombre inteligente, talentoso, sagaz y quisquilloso. Y un gourmet muy exigente a la altura de su genio culinario. Un hombre de la tierra del vino, pero embelesado también por su mar gaditano. Pero sobre todas esas cosas, Grilo es un hombre bueno. Severo, a veces, no digo que no; exigente, desde luego, pero bueno. La inteligencia y el talento sin bondad generan conocimiento, pero no sabiduría.  La sabiduría necesita de ese plus. Sin bondad el mundo se vuelve indecente, perverso e impío. Y necio.

Si ahora que se jubila nosotros, los que de él tanto hemos aprendido, mantenemos en práctica su buen hacer y lo perpetuamos en las enseñanzas a los residentes y estudiantes, entonces esos mensajes suyos, a veces tan lapidarios, en ocasiones incompletos, a la manera de genes espirituales, acabarán siendo transmisores de eternidad.

Ayer mismo, paseando con mi hija y mis nietos por Antequera, nos tropezamos con otra familia. "Mira papi -me dice mi hija-, este hombre es internista en el hospital de aquí". Cuando le extiendo la mano para saludarlo, se me queda mirando perplejo: "No me lo puedo creer -se pone el tío-. Usted es... ¡Rivera!, ¡¡el doctor Rivera"!! "Sí, yo soy" -le contesto tan asombrado como él mismo. Y muy emocionado explica al corrillo que allí estábamos que yo había sido profesor suyo en Valme, que le había dado clases de Nefro y de Geriatría... Y que gracias a ello y, sobre todo, al tiempo de prácticas que estuvo con  Grilo se ha hecho internista. Antonio lo engatusó.
Y esto es a lo que me refiero. Que nuestro querido Antonio no solo es una persona entrañable y un médico ejemplar, sino que, además, ha creado escuela médica: la medicina basada en la historia clínica y en la empatía. Es el mejor ejemplo que ahora se me ocurre para definir al médico en palabras de Cicerón: vir bonus medendi peritus. Hombre bueno experto en curar.

Gracias, Antonio. Gracias por tu labor tan entregada, tan decente, tan fructífera. Gracias por tu amor a nuestro sagrado oficio. Gracias por haberte dejado conocer y aprender. Y ojalá que tu nueva etapa de jubileta sea tan afortunada y ejemplar como la que abandonas de profesional.

Ah, y una última cosa, que por poco se me queda en el tintero: después de casi cuarenta años de ser y actuar como internista, y de conoceros a vosotros, mis compañeros de fatigas, he llegado a la sabia conclusión de que cuanto mejor internista eres... más santa es tu mujer. Un guiño a Esperanza y, de paso, a todas nuestras abnegadas sufridoras.

Sed felices.

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