sábado, 28 de junio de 2014

¡Hoy he ligado!

La travesía del bulevar de Bellavista hasta el hospital es de apenas un kilómetro. Sin embargo, tiene catorce semáforos y tres rotondas. Los he contado a conciencia. Una barbaridad. Medio adormilado y distraído por las mañanas con las cosas de Javier Cárdenas en la radio, no echo cuentas. Hoy -lo que son las cosas- me han parecido pocos. Los semáforos.
 
Parado en el primero de ellos, miro con cierto disimulo hacia mi flanco izquierdo para asegurarme privacidad en este gesto tan nuestro y a la vez tan clandestino de hurgarse las narices. En el coche de al lado van dos jovencitas, la una, la chofer, la otra, su acompañante. Abandono enseguida mi napia para centrarme en ellas. Ese primer semáforo me garantiza un minuto largo.

Estaréis conmigo en que a estas horas, las siete y cuarto de la madrugada -bueno, y a cualquiera otra-, es más agradable a la vista toparse con dos nenas guapas que, por poner un ejemplo corriente, con el Benítez o con Grilo, compañeros tan madrugadores como un servidor. Salta a la vista enseguida que las chicas vienen de marcha y seguramente más tomadas de la cuenta. Sueltas de manos en sus asientos bailotean y se contornean de manera graciosa, gitana y pelín provocativa. Y más entusiasta aún cuando advierten mi sorpresa. Están bonitas las puñeteras y muy bien arregladas para ir de recogida, claro que sólo les veo la cara y el pelo, recogido en ambas dos en sendas colas que se mantienen tan sujetas y elegantes como anoche al salir de sus casas. Me hacen señas para que baja la ventanilla. Y obedezco.

-¿Dónde vas tan temprano? -me suelta desvergonzadamente la copiloto.
-Po a trabajar ¿dónde voy a ir? Y vosotras ¿de dónde venís tan marchosas?
-De una despedida de soltera.
-Vale -les digo paternal-. Cuidado con la carretera.

Me las compuse para que nadie me adelantara y así asegurarme una paradita con ellas en cada uno de los siguientes trece semáforos. Seguían a lo suyo, canturreando, bailando y ya a lo último hasta tirándome besitos virtuales, de ésos que se soplan desde la palma de la mano.

"Esto tiene que ser ligar" -me ufano engreído. Yo, que nunca he ligado, que no sé lo que sea ligar, que solamente he tenido una relación espiritual, digámoslo así, con una amiga muy especial hasta que un día me arrimé a la Peque para dejarme recoger por ella y ya está.

Y entra uno en el hospital de otra manera, con más ganas, oye, convencido de que le han alegrado el día, con un subidón de autoestima.
Decidme, por favor, la tropa masculina que no soy el único, que comulgáis conmigo, que formo parte de una gran mancomunidad hormonal que se vanagloria con fútiles halagos provenientes de la parte contraria... 

¡Seremos tontos los tíos! 

miércoles, 18 de junio de 2014

El cielo puede esperar

Hoy quiero contaros una historia tierna. De ésas que tanto me gustan.
 
Hará cosa de un mes, más o menos, que tropecé en los pasillos de las urgencias con la hija de una paciente mía. Una clásica. Juana Ruiz Gómez para más señas. Fue ella, la hija, quien me abordó. Hago el recorrido a diario, al final de la mañana, pero paso por allí, por las urgencias, mirando al infinito, sin posar la vista en nadie, temiendo ser reconocido y abordado por tanto familiar sufriente que, seguro, va a demandar mi ayuda. Y entonces habría de entretenerme más de la cuenta. Ya se sabe, los médicos vamos siempre de prisa.
 
-Doctor Rivera, un momento... haga usted el favor -se detiene enfrente mía mesma.
-¡Anda, Juanita! ¡Qué haces aquí? -me quedo sorprendido.
-Mi madre -se pone a gimotear-. La han ingresado aquí en observación.
-¿Qué ha pasado?
-Se ha caído y se ha roto algo, nos han dicho. Yo la veo muy mal. Entre usted, haga el favor.
 
Los compañeros de la observación me cuentan lo ocurrido. Ha tenido una hemorragia cerebral y está casi en coma.
 
Juana tiene 88 años muy bien llevados. Su corazón tiene unas paredes de papel de fumar y bombea menos que el motor de mi piscina, siempre gripado, y sus riñones filtran lo mismo de malamente que mi depuradora. Y es una mujer muy miedica, siempre pensando en morirse, "No me alargue mucho la cita, vayamos que me muera antes". Pero aguanta, digo que si aguanta.
No me reconoce. Está despierta, con los ojos abiertos, chapurrea algo pero no responde a mis preguntas ni dirige la mirada. Respira con dificultad. Está muriéndose de una hemorragia cerebral. "Éste sí que es el fin, Juana" -le digo. Le doy dos besos en la frente y me despido de ella.
-La vamos a ingresar en el Tomillar, que muera allí con más y tranquilidad -me comentan mis colegas-. ¿Te parece?
-Vale.
 
Ya en el pasillo, vuelvo a la familia. En el rato que he permanecido en observación se han juntado siete u ocho más, después nos quejamos de los gitanos, nosotros somos lo mismo. Casi.
 
-Mal, la cosa está  muy mal. Fijaros cómo estará que ni siquiera me ha reconocido -les voy poniendo sobre aviso.
-A nosotros tampoco -me responden. Y entonces saco mi guasa particular para distender.
-Bueno, que no os reconozca a vosotros tiene un pase, pero que no me reconozca a mí...
Y se tienen que reír llorando y todo.
-Se va a morir -sigo ya serio-. La van a trasladar al hospital del Tomillar para que podáis estar con ella todos. Allí hay más espacio y más tranquilidad. Yo ya me he despedido de ella.
 
Hace un mes de todo esto.
 
Ayer me tocó ir al Tomillar a recuperar una de esas tardes tontas de Rajoy, lo del exceso de horas. Voy dos tardes al mes. Distraído por la planta, me aborda sorprendida una chica joven.
 
-Doctor Rivera, ¿qué hace usted aquí?
-Trabajando, ¿qué quieres que haga?
-¡Usted no sabe quién soy yo?
-No, perdona, no caigo.
-¡Soy una nieta de Juana!
Por un momento y medio atontolinado por falta de mi siestecita habitual me cuesta reconstruir el momento.
-¡Juana, Juana Ruiz Gómez?
-¡¡¡Sííííí!!!, ¡la  misma! ¡Que nos la llevamos hoy a casa!
-No es posible. Pero si estaba muerta hace un mes...
-Pos ha resucitao -se pone con todo el desparpajo.
-¡Dónde está, que no me lo creo.
-En la 218.
 
Y me encuentro a Juana sentada en un sillón charlando con locuacidad con su vecina de cama. Sus dos hijas ponen el grito en el cielo al verme entrar "¡Ay Dios mío, quién ha venido a verte, momá!" Cuando Juana se da cuenta casi le da un patatús. Me extiende sus brazos para que yo me incline hacia ella y le dé un abrazo apretado "Ayyyyyy, doctor Rivera, yo no me esperaba esto, qué alegría..." "Ni yo tampoco, Juana, ni yo tampoco".
Una vez recuperados de nuestras emociones respectivas empiezo con mis bromas.
 
-Pa mí, Juana, que te habías muerto aquel día, el mismo día que te trajeron aquí. Fíjate. ¿Y por qué no me habéis dicho ná? -les espeto a las hijas.
-Porque queríamos darle una sorpresa cuando fuera  a su cita normal de la consulta.
-¿Y usted creyó de verdad que yo me iba a morir? -se pone la paciente.
-Seguro. Me despedí de ti y todo, mira, te hice con mi dedo gordo la señal de la cruz en tu frente y luego te di dos besos.
-Pues entonces, si el doctor Rivera dice que me he muerto es que estoy muerta y esto es el cielo.
-Calla mujer, no inventes ruinas ¿qué quieres llevarnos a todos contigo?
 
Está claro, la gente se muere cuando le llega su hora, no cuando lo dice el médico. Por muy doctor Rivera que uno sea.

miércoles, 4 de junio de 2014

El árbol del Bien

La Peque está que trina. El coche arrancado, la Pelusa y ella dentro ya preparadas y yo que, a ultimísima hora, me acuerdo de algo, abandono el volante, entro en la casa, salgo raudo con una bolsa en la mano y, ante la atónita mirada de ambas, Peque y perrita, trepo a mi ciruelo a llenar la bolsa de fruta tan melosa.
 
-¡Es que no me lo puedo creer! ¿No has tenido tiempo en toa la mañana, joer ya tío!
-Perdona Peque, es que queriéndolo dejar pa lo último se me ha pasao.
-¿Y por qué pa lo último?
-Pa que vayan más fresquitas.
 
Ciruelas para mi padre.
 
La Peque, aún conociéndome mejor que nadie, no alcanza a comprender gestos míos como éste. "Te pasas media tarde encaramao en el ciruelo, tío" -refunfuña. Quizás no pueda. Solamente quien haya vivido de niño una experiencia tan particular sepa encajarlo. En nuestra infancia tres años eran mucho tiempo. Ella, tres años más nueva, tuvo al alcance de dos perras gordas pipas, martillos de caramelo, chupa chups y chicles de sabores. Mi hermana Josefa y yo, en nuestros años más tiernos, no conocimos más chucherías que las ciruelas. Y las brevas. El ciruelo y la higuera son nuestros árboles sagrados, los bíblicos, árboles del Bien.

Por este tiempo de primavera, cada jueves por la tarde nos dábamos un festín. Sólo los jueves. Nos apostábamos en las Eras Bajas a esperar a mi padre y a mi abuelo Manolo, jinetes cada cual en su jumento, que venían del cortijo a vestirse de limpio. Desde lo alto de sus monturas nos aupaban, mi hermana, con mi padre, yo, con mi abuelo. Arrecife arriba. Con nuestras zancas al aire ni siquiera nos lastimaba el roce áspero con el esparto de los  serones. "Ahí llegan Juanillo y Manolo "el Pensaor" -decían las mujeres sentadas ya al fresco-. Lo bien que se llevan, oye". Y nosotros dos, la mar de anchos. A la altura de nuestra casa nos apeaban junto con sus capachas y ellos dos seguían hasta la casa de Carreira para dejar los borricos en las cuadras. Luego, mientras estos dos hombres recios y esforzados se lavaban en el patio a gafadas en un lebrillo de cinc, nosotros dos y mis primos "los Polis", más chicos, nos disputábamos las ciruelas de las capachas. ¡Qué delicia de manjar! ¡Qué poquito hace falta para llevar la felicidad a un niño! Cariño y ciruelas. Mi abuelo, más ordenado, las traía colocadas en lo alto, sobre un papel grande de estraza para que se mantuvieran más o menos enteras. Pero mi padre era un desastre, las echaba al tum tum, donde cayeran, y luego teníamos que rebuscarlas por entre la hortera, la botella del aceite y el pan sobrado. Nos las comíamos despachurradas y rebozadas en migajas. Mejor sabían.

Hasta ahora, mi ciruelo se había comportado como un árbol florero, sólo de adorno. Mucha flor, mucho cortejo de insecto volador, mucho perfume dulzón en las tardes tan cortas de febrero. Pero a la hora de la verdad, diez ciruelas. Como mucho. La mitad, la parte alícuota para los pájaros milanos, esos pajarracos negros que cualquier día habrá que invitarlos a la mesa, de tanto como se acercan. Pero este año se ha desquitado. Miles de ciruelas, ramilletes enteros de ciruelas colorás, un árbol rojo en lugar de verde. Ha habido ciruelas para todos los amigos. El que más las ha disfrutado, lógico, Agustín. Y luego, los pájaros negros.

-Papa, mira el regalo que te traigo -le digo enseñándole la bolsa.
-¿Qué son, dulces? -responde el muy glotón.

Abre la bolsa y se le ponen los ojos como platos:
-¡¡¡Ciruelaaasss!
- Pa que veas, papa, los papeles cambiaos. Ahora soy yo quien te las trae a ti. Pero limpitas y curiosas, no como tú, so adán.
-Siempre me pasaba lo mismo, nene. A la carrera. Algunas tardes me tenía que volver desde "Saballo" para echarte las ciruelas en la capacha. A tu abuelo se lo llevaban los demonios. "Pero Juanillo, por los clavos de Cristo, ¿no has tenido to el santo día?"

¿Os suena? Bendito quien a los suyos se parece.