No es habitual la presencia de niños en mi consulta. Como pacientes, sólo vemos a personitas a partir de los catorce años. A edad más temprana las ven los pediatras. Aún así, veo pocos adolescentes, cosa buena por lo que significa abundancia de salud entre la población joven, y cosa mala porque me priva de alegría y frescura en mi consulta envejecida. Es lo que hay. Somos el país occidental con el mayor envejecimiento poblacional.
Ésta de hoy es una niña preciosa y la mar de despabilada. Le calculo unos cuatro años y viene acompañando a su madre y a su abuela. Tiene el desparpajo de los niños de su edad, mofletes de gamba y frambuesa y unos rizos cobrizos que se le derraman por delante de unos ojillos ahora pícaros, ahora huidizos.
La madre es la enferma, la abuela -me temo-, la entrometida -es lo habitual-, y ella, la niña, un encanto. Contra todo pronóstico en estos casos, la abuela se me revela como una mujer centrada, prudente y de palabras justas. Una aliada, en definitiva. Se agradece un montón. La madre, una chica jovencísima de sólo 23 años, está fatal. De los nervios. Viene para controlarse la tensión, pero eso es lo de menos. Se le nota enseguida. Su tensión es interior, es ansiedad, miedo... cierta desesperación. Cada vez que su madre, la abuela, intenta mediar le salta a la yugular con un amenazante "Mamá no me hagas que salte, no me provoques..."
Intento enfriar el ambiente dirigiéndome a la cría.
-Oye guapa ¿cómo te llamas?
-Margarita -dice agachando un poco la cabeza.
-¡Vaya nombre bonito! Margarita, uuuhmmm, suena a campo, a verde, a fresquito, ¿verdad?
Asiente con una sonrisa que impregna de simpatía las insulsas paredes de la consulta. Es cierto, ni un póster, ni un calendario de camionero, ni fotos de compañeros en una comida campestre... nada. Estoy pensando seriamente llevarme algunos cuadros de mi casa, de ésos que pintaba la Peque en sus primeros años de Facultad con modelos desnudos. Cosas que animen al personal, joer.
-¡Y cuantos añitos tienes?
Abre su mano derecha escondiendo el pulgar, como queriendo decir que cuatro.
-Ah muy bien. Estás muy grande para cuatro años, eh. A ver, ¿cómo se llama tu abuela?
-Amalia -responde como pidiendo aprobación a la abuela.
-¿Y tu mamá cómo se llama?
-Paqui.
Las señas que me hace la madre para que no siga por ese camino llegan tarde. Y más, conmigo y mi natural imprudencia.
-Oye, el único que falta aquí es tu padre. Claro, estará trabajando.
El silencio alargado que se produce y de respiración contenida me hace ver que ya he metido la pata. Las mujeres sigue haciéndome gestos de desaprobación a las espaldas de la niña. Y ella, sin perder mis ojos de los suyos me contesta muy suelta ahora:
-No, mi papá no tiene trabajo.
-Bueno, vaya por Dios, es un problema muy frecuente hoy, por desgracia -digo algo confuso, sin saber si voy bien o no. Y ya intentando zanjar ese tema que a todas luces es espinoso, le pregunto:
-¿Y cómo se llama tu papá, entonces?
La cría me mira muy fija y no dice nada. Mira a su madre, luego a la abuela. Agacha finalmente su cabecita, y yo sin saber dónde meterme. Y cuando parece que ya no hablará más, me responde decidida:
-Mi papá es el Pechy. Pero no lo veo casi nunca. No puede acercarse a mi ni a mi mamá.
Lo que dice la gente de tierra trágame cuando se ve en situaciones muy comprometidas es verdad. "Tierra trágame".
Con medias palabras -tonterías porque para la niña son enteras- me informaron las mujeres de la realidad en la que viven: madre e hija en la casa de los abuelos, y el marido, maltratador, con una orden de alejamiento, pero viviendo en el mismo pueblo.
¿Tensión alta? Por las nubes. Y esa tensión no se baja con pastillas.