domingo, 28 de junio de 2015

Memoria rencorosa

Hay personas tan celosas del decoro de sus seres más queridos o del suyo propio que jamás admitirán una opinión contraria, un consejo bien intencionado o un comentario, ni siquiera jocoso, que pudiera atentar contra aquél. Sin ir más lejos, mi cuñada Ana María le hace la cruz de por vida a cualquiera que se le ocurra poner en entredicho alguna tropelía de su marido. Incluso nosotros, los más íntimos, ¡coño!, los hermanos de Manolo, tenemos que medir con mucho tiento el verbo y el adjetivo si hablamos de él delante suya. Una leona defendiendo a su león.
 
Viene esto al caso de esta misma mañana. Poca, muy poca gana tenía yo de ir a Dos Hermanas a comprar los ventiladores de techo, la última -eso dice la Peque- de las compras "gordas" de nuestro piso de recién casados. He amanecido con la resaca propia de los excesos culinarios, posturales y calurosos de una boda nocturna (no te rías Frasqui, que te estoy viendo...), de ésas bodas modernas de las de todo el tiempo de a pie, una y no más, y por si eso no fuese suficiente, ahora en la calle, 46 grados al sol del mediodía. ¿Quién va a tener disposición de coger el coche para ir a la tienda de ventiladores en Dos Hermanas? ¡Que quién? La Peque. "¡Pues déjala que vaya sola, so güevón!" -me diréis algunos. Sí, podría ser, pero luego vienen mis remordimientos y sus reproches encubiertos cuando ya no hay remedio de remediarlos. Me compara con Jaime, que acompaña a su Paqui a cualquier tarea por tediosa que sea, incluso a ensamblar muebles del Ikea, la tienda más odiosa y fraudulenta que yo haya visto nunca, pagas y, encima, tienes que  montar los muebles; o con mi hermano Juan, que no sólo acompaña sino que alienta a su Juana a comprar con ánimo audaz recomendándole y todo que compre cosas caras, que lo barato sale caro, mira tú qué valor de hombre; o con el mismo Frasqui, amo de casa que le procura a su Pilar cualquier comanda, que friega y limpia mejor que la mejor de las domésticas y que hasta sabe planchar, tío, y que plancha. La mayoría de mis amigos son muy malos ejemplos para mi paupérrima condición doméstica. Menos mal que siempre me quedará "el Pintor".

Hemos dejado a unos ojerosos Pilar y  Frasqui en Santa Justa para que se vayan a descansar a su casa, es la una de la tarde, el sol pega desde todo lo alto y la atmósfera reverbera de calor. Fresquitos en el coche uno va pensando que igual la Peque cambia de opinión y manda tirar pa casa. En esos momentos tensos en los que a ella le asaltan  las dudas lo mejor es no piar. Yo, callado y aparentando normalidad. Si comento algo favorable al sí le estoy arrimando el ascua a su sardina; si, por el contrario, se me ocurre referir algún pero entonces reacciona rápido en mi contra. Diga lo que diga será fatal. Calladito. Y canturreando. Como si nada. Tiene que ser canturreando algo de Perales, de los Beatles o de Serrat, melodías que más me serenan. Si me pongo a silbar se mosquea, sabe que estoy disimulando algo. Son cuarenta y tres años juntos. Conduzco pausado, como quien espera órdenes, como si estuviese pasando el examen del carnet de conducir pendiente del ingeniero. No cae la breva. En un momento determinado parece salir de sus reflexiones. Mira su reloj. "Son la una y cuarto. Nos da tiempo de llegar, sí". Será tonto que yo pregunte llegar dónde Peque, de manera que me hago el valiente y le contesto "Pos vamos pallá". Con dos cojones.

Hemos tenido suerte. En la tienda hay tres chicas y nos atiende la más despabilada -pa mí también que la más güena-. Ha sido una operación rápida, no más de media hora, un ventilador de techo para cada una de las habitaciones, con sus lámparas y bombillas, claro está. La Peque -es de suponer- se ha quedado con todas las instrucciones y leyendas relativas a la instalación y uso de los aparatos que la empleada iba dándonos mientras yo me quedaba tasando sus hechuras y su tipo garboso cada vez que se agachaba y levantaba. Los hombres, tontos del culo que somos. Me hizo gracia que la chica se llamara Valme, nombre, por otra parte, bastante frecuente en Dos Hermanas. Y se me ocurrió comentarle cosas de ese nombre, que si proviene de los tiempos de la conquista de Sevilla por Fernando III el Santo, con aquella súplica-jaculatoria de "Virgen Váleme", que si tantos comercios y locales llevan ese nombre, que si hasta el hospital donde trabajamos se llama así... Y entonces, la señorita se me queda parada, me mira muy fijamente, como si quisiera escudriñar por detrás de mis ojos, de esas miradas tan intensas y seguidas que te incomodan. Y al fin, me suelta:
-¡Usted trabaja en Valme?
-Sí, desde hace treinta años.
-¿En medicina interna quizás?
-Vaya que sí.
-Bueno, bueno, bueno... -se ríe la joven-. Usted es el doctor Rivera ¿a que sí?
-El mismo.
-No me lo puedo creer. Claro, así, con esta pinta que trae usted, con la gorrilla, el pantalón corto... ¡cómo lo iba  a reconocer!
-No es lo mismo que con la bata, ¡verdad?

Mientras prepara la factura veo que no para de sonreír y de mirarme de reojo, como si se le quedara algo en el tintero.
-Usted era el médico de mi madre, ya hace por lo menos cinco años que le dio el alta. Ella habla maravillas de lo atento y bueno que fue con ella. Yo sólo fui una vez a la consulta acompañándola.
-¿Y de una sola vez te acuerdas de mí? No me tenía yo por tan guapo e interesante.
-No es eso hombre -se sonroja un poco-, es que me dijo usted una cosa de ésas que las mujeres no olvidamos... Me cayó malamente, ea, que lo sepa.
-¿Qué fue?
-Pues na, que mi madre era, bueno y sigue siendo, muy obesa. Y usted le traía una... siempre con la tabarra de la gordura. Y ese día que yo fui me miró usted a mí y va y me dice: ¿Tú eres su hija? Sí, le contesté. Y entonces se pone: pues que sepas que como no pongas remedio tú te vas a ver igualito que tu madre. Y todo porque me vio usted un poquito de barriga. No se me ha olvidado. Con todo lo que yo me cuido, me sentó mal que me dijera eso.
-Vaya por Dios, es verdad, reconozco que en ocasiones soy demasiado imprudente. Pero fíjate, te sirvió de algo, mira lo tiposa que estás ahora, eh.
-Pero si yo siempre he sido delgada. En aquella ocasión me pilló usted recién parida y no había soltado todavía la barriga, hombre.

Hay que ver... Por un lado que es verdad que el mundo es un pañuelo, y por otro, lo rencorosa que es la memoria de las mujeres, eh muchachos.
 

martes, 16 de junio de 2015

¿Cambiamos las personas?

Acallado un poco el bullicio de los últimos días por los cambios de cromos de las nuevas alcaldías y autonomías, y con una ligera esperanza de una política más social al ver bastante rojo sobre el azul monótono de nuestro mapa político, me voy a enfrascar con vosotros en un tema más ameno y menos apasionado. ¿Cambiamos las personas a lo largo de nuestra vida, o somos siempre los mismos?
 
Ha sido éste uno de los últimos temas de debate de "baja temperatura" en las reuniones de sobremesa con mis amigos, aquí en Sevilla. Naturalmente, hay opiniones para todos los gustos. Pero son eso mismo: opiniones. Nada de razones meditadas. Ideas que se te suben a la cabeza encendidas por el calor del ambiente y avivadas por el Rioja y el Ibérico de bellota de Los Pedroches. En lugar de estar durmiendo la siesta, que sería lo suyo. 
 
Está el bloque determinista -podemos llamarlo así-, que sostiene que las personas no cambiamos, aquello de que es imposible luchar contra el destino, que el que nace lechón muere cochino. Esta gente opina que nuestra personalidad se mantiene idéntica y que los cambios que podamos observar en las conductas son simples estrategias adaptativas. Pero que en el fondo somos siempre lo mismo. Echan mano a ejemplos de la naturaleza o aluden a teorías genéticas, como que los árboles son idénticos con follaje que desnudos, lo mismo que los ríos, los montes o los animales, a los que los factores climáticos les mudan el semblante pero no su propia naturaleza, el perro manso lo será toda su vida y el arisco, también. Genio y figura.
 
Yo me alineo con el otro bloque -podemos llamarlo existencialista o evolucionista-. Pensamos nosotros que las personas podemos cambiar y que, de hecho, cambiamos. ¿Qué es eso tan grandilocuente de la personalidad inmutable? La personalidad -o el carácter, si queréis- es una cualidad de las personas, que es intangible. Sabemos de la personalidad de alguien a través de su conducta -por sus hechos les conoceréis-. La personalidad la integran muchos elementos que tienen que ver con nuestra capacidad de relacionarnos: gestos, mirada, actitudes corporales y vivenciales, lenguaje verbal y extra verbal, y muy condicionada por las vivencias propias y el entorno. Y todo ello se materializa y exterioriza mediante el comportamiento. Si las personas cambiamos es porque tenemos la capacidad de modificar nuestra conducta. Y yo afirmo que sí, que cambiamos. ¿Que son cambios adaptativos? Vale. Me da igual. En la naturaleza las cosas funcionan así, nada cambia porque sí, el cambio obedece a una adaptación al medio cambiante. Es así. Camarón que se duerme se lo lleva la corriente. Mi amigo Pintor, experto en neuro-biología del comportamiento, me podrá corregir: el factor ambiental, el entorno en el que una persona vive, el medio, es tan importante para la vida celular como lo es el propio núcleo de la célula. Tanto que incluso la actividad bioquímica de un determinado gen puede verse modificada por factores ambientales. La llamada penetrancia de un gen, esto es, su expresión real y actual -no la potencial- en la síntesis proteica está fuertemente condicionada por factores del ambiente. Dicho de otra manera: el entorno modifica  la genética. Y ya sabemos todos que cuando hablamos de entorno nos estamos refiriendo a alimentación, clima, higiene, trabajo, vivienda, estilos de vida, tabaco y  vicios varios.
 
Y luego tenemos los ejemplos reales y personalísimos. Vamos a ver, hombre, ¿acaso alguien puede dudar del cambio de personalidad efectuado en nuestro amigo Juan Francisco en los últimos diez años? Ciego será quien no lo vea. "Es que ha sufrido varios batacazos de no te menees" -dicen a modo de explicación. Naturalmente. Nuestras vivencias y experiencia también nos hacen cambiar. Mirémonos a nosotros mismos. En las reuniones anuales de ex seminaristas nos mentimos piadosamente cada año con la misma cantinela, "tío estás igual". Una po... como una olla, hombre. Estamos cambiadísimos, claro está. Salvo a cuatro o cinco, al resto lo ves por la calle y jamás lo reconocerías. Bien y si aceptamos el cambio en lo físico ¿por qué no en  lo espiritual?. Vuelvo a repetirlo: el entorno condiciona nuestra conducta. Y nuestro físico es nuestro entorno más inmediato. Mi mujer, la Peque, con unas piernas chulísimas, bien torneadas y sin hoyitos, impropias de sus años, ya no se pone falda corta, con lo que me gusta, porque dice que ya no tiene edad para ello, que le han salido "venillas". En fin...
 
Un servidor de ustedes ha sido de siempre un ratón de biblioteca, un empollón, un residente del hospital, en el Reina Sofía y luego aquí en Valme, una de esas personas que casi sólo viven para su trabajo olvidando otras obligaciones domésticas y personales en pro de la Ciencia y de la Humanidad. Hasta que un día bendito, su mujer le plantó las cuarenta en las narices: "O te montas en nuestro carro o te quedas más solo que la una". Pude, afortunadamente, conciliar ambas partes, pero el cambio fue radical. Y entonces tuve amigos, tuve familia, tuve mujer y tuve a mi Meli. Y hubo lugar también para el Hospital, pero no todo. ¿Cambio adaptativo? Desde luego que sí. Pero yo no soy quien era.
¿Y la edad? Pues también creo que los años dulcifican unas cosas y enrocan otras. Yo me he vuelto más intransigente y gruñón con mis compañeros e incluso con mis propios pacientes. Y, sin embargo, más flexible y tolerante con "mis eternos enemigos" culés. Este año ni me he enfadado siquiera porque lo hayan ganado todo. ¿Es posible mayor cambio?

sábado, 6 de junio de 2015

La nueva cara de la pobreza

Cuando yo era chico no había pobres en mi pueblo. O sí, pero yo no tenía conciencia de ello. Es más que probable que mi propia familia cumpliera entonces los "criterios" de pobreza, pero yo me veía igual que los demás chaveas, seguramente pobres también, pero todos igualados, nadie notaba nada. Sabíamos que no éramos ricos; los ricos eran tres o cuatro familias nada más. Eso sí que lo notaba cualquiera. Los pobres oficiales de mi pueblo eran por entonces los gitanos que transitaban de sitio en sitio, los chatarreros que venían de cuando en cuando y se ponían a hacer chapuzas de estaño en las esquinas, los trovadores que nos asustaban y entretenían a un tiempo cantando sus romances de ciego... Y Juanillo "La Nutra", un pobre mendigo de Encinas Reales de quien los críos, con la crueldad propia de la edad y más miedo que vergüenza, nos burlábamos desde una prudente distancia. Porque ser pobre y tener malas pulgas no eran cosas incompatibles.
 
Tampoco había en mi pueblo gente excluida, la llamada hoy exclusión social no tenía cabida. Allí todo el mundo hacía lo mismo: los hombres al campo y a las tabernas, las mujeres en sus casas y los nenes, a la escuela.
 
No es más rico quien más tiene sino quien menos necesita, reza un adagio. Posiblemente eso explica la diferente concepción de la pobreza entre los viejos y los nuevos tiempos. Quien nace y crece con lo justo se acostumbra -qué remedio- a vivir con poco. Tanto, que ya no se cree pobre. Pobre ha sido siempre la persona o la familia sin dinero, o al menos sin el dinero suficiente para vivir dignamente. Sencillamente, que diría Anguita. ¿Y qué es eso? A bote pronto se me ocurre que una vida digna y sencilla, a día de hoy, precisa de un hogar, mobiliario, electrodomésticos y enseres, agua corriente fría y caliente, electricidad, una fuente de ingresos más o menos estable, una seguridad en la atención de necesidades básicas, una educación y formación acordes con los tiempos y la posibilidad de participar en actividades sociales y de ocio. Más o menos. Creo que podríamos admitir que quien no cumpla esas condiciones mínimas es pobre. ¿Y qué es eso de exclusión social? Una respuesta rápida: aquella condición por la que un individuo o una familia carece de medios para participar de las ventajas y ofertas al uso en la sociedad en la que vive. De manera que son ejemplos de riesgo de exclusión social quien no puede tapear en el bar de su esquina al menos un día en la semana, la jovencita que no puede entrar nunca en una tienda de Zara a comprarse unos pantys, el crío que no va a la excursión escolar con sus coleguillas por ser muy cara para sus padres, la familia que no puede permitirse almorzar un domingo cualquiera fuera de casa, la que sus hijos no escriben a los Reyes Magos o aquélla que ni se le ocurre plantear unas mini vacaciones de una semana en Matalascañas. Por ejemplo.
 
Esta familia que veo hoy en la consulta cumple todos los criterios de pobreza y exclusión. Gente corriente. Viéndolas por la calle nadie lo diría. Son tres mujeres y van bien vestidas y pertrechadas.
 
Salimos los fines de semana con los amigos, los bares atestados, cuesta un huevo sentarse en una mesa si no has reservado; las calles, atiborradas; las tiendas de ropa son hervideros de gente nueva y bonita, gente guapa. ¿Dónde está la crisis?, nos preguntamos. Resulta difícil creer a la tele cuando anuncia tal porcentaje de pobreza entre nosotros. No negaré que me reconforta contemplar a la gente disfrutando, consumiendo, gastando. No me gusta ver un bar vacío, me resulta triste, es la imagen del trabajo hecho para nada. No. Quiero ver feliz a la gente. A los que vemos. Pero ¿qué pasa con aquéllos a quienes no vemos? ¿Quién se ocupa de los que no pueden asomar siquiera a la calle? A ésos no los ve nadie.
 
Es una abuela de aspecto juvenil  acompañada de sus dos nietas. Ella, la abuela, puede frisar los setenta. Las nietas son jovencitas, una, quince y la otra, dieciocho. Guapas y estilosas. ¿Quién no es guapo a esa edad? Hasta yo lo fui. Con mi flequillo y todo. Un drama en la casa. La madre de las muchachas es viuda y alcohólica. No se puede contar con ella para nada. Se bebe hasta la colonia, un día tendrán alivio porque la intoxicación por metanol es mortal. Cuatro mujeres para una pensión de la abuela de alrededor de 500 euros mensuales. Y tiene que pagar el alquiler de la casa; poco, es verdad, pero menos hay.
 
-¿Cómo pueden vivir cuatro personas con 500 euros? -le pregunto incrédulo-. Algún chanchullo tendréis por ahí.
-¡Qué va! Ojalá. Ésta niña mía, la mayor, se le da bien la peluquería y saca pa lo suyo arreglando el pelo a sus amigas y conocidas. Pero ya verá usted, de higos a brevas.
-¿Y tú? -le pregunto a la chica-. ¿Tú que haces?
-Yo estudio tercero de la ESO.
-¿Lo llevas bien?
- Así, así.
-¿Cómo lo va a llevar bien? -salta la abuela-. ¿Usted se figura el ambiente de mi casa como para que una niña tan nueva pueda estudiar? Éstas, las pobres, ni se hablan con la madre. Demasiado hacen, pobrecitas mías. Esta chica, fíjese usted, más lista que el hambre, por ayudarme, alquila su ducha a gente del vecindario sin techo. Por un euro. Así saca pa sus cositas -se queda callada unos segundos sin saber si seguir o dejarlo ya; y sigue-. Y tiene una que aguantar, por ellas, el desfile de apestaos por su casa de una. ¡En fin...!
 
Cuesta digerir esto, eh. En una sociedad como la nuestra que, según cacarean por ahí, ya ha salido de la crisis. Me cuesta aceptar esta realidad oculta y me hace reflexionar.

Hace unos días, confeccionando mi declaración de la renta 2014, protestaba ante la Peque y mi amigo el "Pozuelo" al comprobar que mis ingresos íntegros del año pasado eran los mismos que en el 2004. No podía creerme que en cuestiones monetarias y de capacidad adquisitiva hubiésemos retrocedido diez años. Y, sin embargo, esa disminución no ha tenido la más mínima trascendencia en mi vida ni en la de mi familia, hemos seguido haciendo lo mismo, gastando lo mismo, ahorrando lo mismo. Reflexionar sobre ello me resulta inquietante, incluso incómodo, al considerar el amplio margen de reserva con el que contamos los "castigados" funcionarios si nos comparamos con la gente del lado oscuro como es esta familia, o como otra gente, rumbosa hasta hace sólo cuatro días, pero que ahora  nadie ve, que no se deja ver, que disimula como buenamente puede sus miserias. Porque nadie quiere presentar en sociedad sus credenciales de pobre. De pobre nuevo. Es triste.

Perdonad la tristeza, pero cuando uno vive en directo situaciones tan indignas siente el impulso de  convertirse (y de convertir a los demás) en mejor persona, en persona más comprometida. Y a considerar qué pudiera estar en nuestras manos para intentar mitigar la pobreza oculta del vecino.