Hay personas tan celosas del decoro de sus seres más queridos o del suyo propio que jamás admitirán una opinión contraria, un consejo bien intencionado o un comentario, ni siquiera jocoso, que pudiera atentar contra aquél. Sin ir más lejos, mi cuñada Ana María le hace la cruz de por vida a cualquiera que se le ocurra poner en entredicho alguna tropelía de su marido. Incluso nosotros, los más íntimos, ¡coño!, los hermanos de Manolo, tenemos que medir con mucho tiento el verbo y el adjetivo si hablamos de él delante suya. Una leona defendiendo a su león.
Viene esto al caso de esta misma mañana. Poca, muy poca gana tenía yo de ir a Dos Hermanas a comprar los ventiladores de techo, la última -eso dice la Peque- de las compras "gordas" de nuestro piso de recién casados. He amanecido con la resaca propia de los excesos culinarios, posturales y calurosos de una boda nocturna (no te rías Frasqui, que te estoy viendo...), de ésas bodas modernas de las de todo el tiempo de a pie, una y no más, y por si eso no fuese suficiente, ahora en la calle, 46 grados al sol del mediodía. ¿Quién va a tener disposición de coger el coche para ir a la tienda de ventiladores en Dos Hermanas? ¡Que quién? La Peque. "¡Pues déjala que vaya sola, so güevón!" -me diréis algunos. Sí, podría ser, pero luego vienen mis remordimientos y sus reproches encubiertos cuando ya no hay remedio de remediarlos. Me compara con Jaime, que acompaña a su Paqui a cualquier tarea por tediosa que sea, incluso a ensamblar muebles del Ikea, la tienda más odiosa y fraudulenta que yo haya visto nunca, pagas y, encima, tienes que montar los muebles; o con mi hermano Juan, que no sólo acompaña sino que alienta a su Juana a comprar con ánimo audaz recomendándole y todo que compre cosas caras, que lo barato sale caro, mira tú qué valor de hombre; o con el mismo Frasqui, amo de casa que le procura a su Pilar cualquier comanda, que friega y limpia mejor que la mejor de las domésticas y que hasta sabe planchar, tío, y que plancha. La mayoría de mis amigos son muy malos ejemplos para mi paupérrima condición doméstica. Menos mal que siempre me quedará "el Pintor".
Hemos dejado a unos ojerosos Pilar y Frasqui en Santa Justa para que se vayan a descansar a su casa, es la una de la tarde, el sol pega desde todo lo alto y la atmósfera reverbera de calor. Fresquitos en el coche uno va pensando que igual la Peque cambia de opinión y manda tirar pa casa. En esos momentos tensos en los que a ella le asaltan las dudas lo mejor es no piar. Yo, callado y aparentando normalidad. Si comento algo favorable al sí le estoy arrimando el ascua a su sardina; si, por el contrario, se me ocurre referir algún pero entonces reacciona rápido en mi contra. Diga lo que diga será fatal. Calladito. Y canturreando. Como si nada. Tiene que ser canturreando algo de Perales, de los Beatles o de Serrat, melodías que más me serenan. Si me pongo a silbar se mosquea, sabe que estoy disimulando algo. Son cuarenta y tres años juntos. Conduzco pausado, como quien espera órdenes, como si estuviese pasando el examen del carnet de conducir pendiente del ingeniero. No cae la breva. En un momento determinado parece salir de sus reflexiones. Mira su reloj. "Son la una y cuarto. Nos da tiempo de llegar, sí". Será tonto que yo pregunte llegar dónde Peque, de manera que me hago el valiente y le contesto "Pos vamos pallá". Con dos cojones.
Hemos tenido suerte. En la tienda hay tres chicas y nos atiende la más despabilada -pa mí también que la más güena-. Ha sido una operación rápida, no más de media hora, un ventilador de techo para cada una de las habitaciones, con sus lámparas y bombillas, claro está. La Peque -es de suponer- se ha quedado con todas las instrucciones y leyendas relativas a la instalación y uso de los aparatos que la empleada iba dándonos mientras yo me quedaba tasando sus hechuras y su tipo garboso cada vez que se agachaba y levantaba. Los hombres, tontos del culo que somos. Me hizo gracia que la chica se llamara Valme, nombre, por otra parte, bastante frecuente en Dos Hermanas. Y se me ocurrió comentarle cosas de ese nombre, que si proviene de los tiempos de la conquista de Sevilla por Fernando III el Santo, con aquella súplica-jaculatoria de "Virgen Váleme", que si tantos comercios y locales llevan ese nombre, que si hasta el hospital donde trabajamos se llama así... Y entonces, la señorita se me queda parada, me mira muy fijamente, como si quisiera escudriñar por detrás de mis ojos, de esas miradas tan intensas y seguidas que te incomodan. Y al fin, me suelta:
-¡Usted trabaja en Valme?
-Sí, desde hace treinta años.
-¿En medicina interna quizás?
-Vaya que sí.
-Bueno, bueno, bueno... -se ríe la joven-. Usted es el doctor Rivera ¿a que sí?
-El mismo.
-No me lo puedo creer. Claro, así, con esta pinta que trae usted, con la gorrilla, el pantalón corto... ¡cómo lo iba a reconocer!
-No es lo mismo que con la bata, ¡verdad?
Mientras prepara la factura veo que no para de sonreír y de mirarme de reojo, como si se le quedara algo en el tintero.
-Usted era el médico de mi madre, ya hace por lo menos cinco años que le dio el alta. Ella habla maravillas de lo atento y bueno que fue con ella. Yo sólo fui una vez a la consulta acompañándola.
-¿Y de una sola vez te acuerdas de mí? No me tenía yo por tan guapo e interesante.
-No es eso hombre -se sonroja un poco-, es que me dijo usted una cosa de ésas que las mujeres no olvidamos... Me cayó malamente, ea, que lo sepa.
-¿Qué fue?
-Pues na, que mi madre era, bueno y sigue siendo, muy obesa. Y usted le traía una... siempre con la tabarra de la gordura. Y ese día que yo fui me miró usted a mí y va y me dice: ¿Tú eres su hija? Sí, le contesté. Y entonces se pone: pues que sepas que como no pongas remedio tú te vas a ver igualito que tu madre. Y todo porque me vio usted un poquito de barriga. No se me ha olvidado. Con todo lo que yo me cuido, me sentó mal que me dijera eso.
-Vaya por Dios, es verdad, reconozco que en ocasiones soy demasiado imprudente. Pero fíjate, te sirvió de algo, mira lo tiposa que estás ahora, eh.
-Pero si yo siempre he sido delgada. En aquella ocasión me pilló usted recién parida y no había soltado todavía la barriga, hombre.
Hay que ver... Por un lado que es verdad que el mundo es un pañuelo, y por otro, lo rencorosa que es la memoria de las mujeres, eh muchachos.
Hemos dejado a unos ojerosos Pilar y Frasqui en Santa Justa para que se vayan a descansar a su casa, es la una de la tarde, el sol pega desde todo lo alto y la atmósfera reverbera de calor. Fresquitos en el coche uno va pensando que igual la Peque cambia de opinión y manda tirar pa casa. En esos momentos tensos en los que a ella le asaltan las dudas lo mejor es no piar. Yo, callado y aparentando normalidad. Si comento algo favorable al sí le estoy arrimando el ascua a su sardina; si, por el contrario, se me ocurre referir algún pero entonces reacciona rápido en mi contra. Diga lo que diga será fatal. Calladito. Y canturreando. Como si nada. Tiene que ser canturreando algo de Perales, de los Beatles o de Serrat, melodías que más me serenan. Si me pongo a silbar se mosquea, sabe que estoy disimulando algo. Son cuarenta y tres años juntos. Conduzco pausado, como quien espera órdenes, como si estuviese pasando el examen del carnet de conducir pendiente del ingeniero. No cae la breva. En un momento determinado parece salir de sus reflexiones. Mira su reloj. "Son la una y cuarto. Nos da tiempo de llegar, sí". Será tonto que yo pregunte llegar dónde Peque, de manera que me hago el valiente y le contesto "Pos vamos pallá". Con dos cojones.
Hemos tenido suerte. En la tienda hay tres chicas y nos atiende la más despabilada -pa mí también que la más güena-. Ha sido una operación rápida, no más de media hora, un ventilador de techo para cada una de las habitaciones, con sus lámparas y bombillas, claro está. La Peque -es de suponer- se ha quedado con todas las instrucciones y leyendas relativas a la instalación y uso de los aparatos que la empleada iba dándonos mientras yo me quedaba tasando sus hechuras y su tipo garboso cada vez que se agachaba y levantaba. Los hombres, tontos del culo que somos. Me hizo gracia que la chica se llamara Valme, nombre, por otra parte, bastante frecuente en Dos Hermanas. Y se me ocurrió comentarle cosas de ese nombre, que si proviene de los tiempos de la conquista de Sevilla por Fernando III el Santo, con aquella súplica-jaculatoria de "Virgen Váleme", que si tantos comercios y locales llevan ese nombre, que si hasta el hospital donde trabajamos se llama así... Y entonces, la señorita se me queda parada, me mira muy fijamente, como si quisiera escudriñar por detrás de mis ojos, de esas miradas tan intensas y seguidas que te incomodan. Y al fin, me suelta:
-¡Usted trabaja en Valme?
-Sí, desde hace treinta años.
-¿En medicina interna quizás?
-Vaya que sí.
-Bueno, bueno, bueno... -se ríe la joven-. Usted es el doctor Rivera ¿a que sí?
-El mismo.
-No me lo puedo creer. Claro, así, con esta pinta que trae usted, con la gorrilla, el pantalón corto... ¡cómo lo iba a reconocer!
-No es lo mismo que con la bata, ¡verdad?
Mientras prepara la factura veo que no para de sonreír y de mirarme de reojo, como si se le quedara algo en el tintero.
-Usted era el médico de mi madre, ya hace por lo menos cinco años que le dio el alta. Ella habla maravillas de lo atento y bueno que fue con ella. Yo sólo fui una vez a la consulta acompañándola.
-¿Y de una sola vez te acuerdas de mí? No me tenía yo por tan guapo e interesante.
-No es eso hombre -se sonroja un poco-, es que me dijo usted una cosa de ésas que las mujeres no olvidamos... Me cayó malamente, ea, que lo sepa.
-¿Qué fue?
-Pues na, que mi madre era, bueno y sigue siendo, muy obesa. Y usted le traía una... siempre con la tabarra de la gordura. Y ese día que yo fui me miró usted a mí y va y me dice: ¿Tú eres su hija? Sí, le contesté. Y entonces se pone: pues que sepas que como no pongas remedio tú te vas a ver igualito que tu madre. Y todo porque me vio usted un poquito de barriga. No se me ha olvidado. Con todo lo que yo me cuido, me sentó mal que me dijera eso.
-Vaya por Dios, es verdad, reconozco que en ocasiones soy demasiado imprudente. Pero fíjate, te sirvió de algo, mira lo tiposa que estás ahora, eh.
-Pero si yo siempre he sido delgada. En aquella ocasión me pilló usted recién parida y no había soltado todavía la barriga, hombre.
Hay que ver... Por un lado que es verdad que el mundo es un pañuelo, y por otro, lo rencorosa que es la memoria de las mujeres, eh muchachos.