lunes, 15 de febrero de 2016

Desde la frontera

Ningún otro paisaje resulta más atractivo y seductor para un geógrafo que los llamados territorios fronterizos. Los estudiosos descubren en ellos verdaderos tesoros inmateriales, ocultos para la ceguera profana pero muy evidentes  para el ojo perito. Mi amigo Juan Francisco, experto entre expertos de Geografía Humana, y nuestro guía en los viajes de senderismo, nos tiene ya bastante amaestrados sobre el tema. Las tierras limítrofes y sus gentes, durante siglos, se han ido enriqueciendo de las interrelaciones de culturas, creencias, ritos, costumbres, usos civiles, agrarios, religiosos y militares... Y ello, con el poso del tiempo, ha repercutido no sólo en la idiosincracia de las gentes del lugar sino también en la fisonomía especial de sus terrenos: castillos derruidos, torres vigías, murallas vencidas y otros elementos de alarma y defensa.

Vivir en la frontera ha sido, de siempre, un ejercicio arriesgado pero también muy enriquecedor. Aunque sólo fuese por el hecho de comprender que el mundo, nuestro mundo, no es unívoco, ni dogmático, ni único, sino que es muy plural y donde los unos no somos ni más ni menos que los otros, donde el desconocimiento mutuo nos lleva a reacciones tribales, a sectarismos, independentismos y otras gaitas. Vivir en la frontera requiere un ejercicio de valentía y desposesión, un ejercicio de apertura de ideas y de pensamiento.

Pasando el testigo a mi mundo cercano, he tenido la ocasión de pasar solo unos días en un territorio fronterizo. No físico, sino intelectual y vivencial. He vivido dos días en mi hospital como paciente, como hombre enfermo. Y ello me ha permitido ver y experimentar ambos lados del campo sanitario: el del paciente y el del médico. La mar de interesante.

Para empezar, lo primero que debéis saber es que soy tan mal paciente como buen médico. Creo que lo comprendéis. Lo siguiente que he aprendido es que un médico, si quiere y se lo propone, puede y debe intentar ponerse en el lugar del paciente, pero es que muy difícil, casi imposible, que consiga penetrar en su alma, en su angustia, en su soledad, en su sufrimiento, en definitiva. Yo, actuando como médico, he creído hasta ahora que sí, que era posible; pero cuando me he visto de paciente con una enfermedad seria, de verdad, he comprobado en carne propia que no, que no es posible. Las únicas personas que han comprendido el sentimiento profundo de mi sufrimiento y miedo en toda su extensión han sido mi Peque y el doctor Beltrán, precisamente porque este compañero tiene la misma enfermedad que un servidor. Ni siquiera los amigos más allegados. Es lógico. Lo veo lógico. No os lo toméis a mal, por favor. Cuento con todo el apoyo y toda la energía positiva que recibo de todos vosotros. Pero el afecto íntimo de soledad interior , desesperanza y miedo es de de cada uno. Ha habido dos sentimientos que me han sorprendido en mi enfermedad actual: la soledad y la sensación de debilidad, de decadencia. Y creo que esto es algo tan profundo, tan recóndito y protegido que nadie puede llegar hasta ellos salvo la persona que te conoce mejor que tú mismo.  Te ves extraño, no parece que seas tú, no te encuentras a gusto en ninguna parte, no disfrutas ni del desayuno con dulces, fíjate cómo será la cosa, te ves "obligado" a disimular que estás bien. Ahora puedo entender mejor cómo habrán sufrido en silencio amigos míos muy íntimos que han padecido dolencias mucho peores que esto que me ataca a mí ahora. He percibido, como paciente, que los médicos tendemos a banalizar las distintas situaciones, restar importancia a síntomas sin gran repercusión fisiopatológica, quizás, pero muy fastidiosos para el enfermo. Seguro que con la mejor de las intenciones, esto es, quitar presión y dar tranquilidad. Pero no siempre resulta esto lo más adecuado. Como médico, he comprendido y asumido algunas deficiencias de personas y del sistema porque lo vivo a diario y entiendo nuestras limitaciones humanas, profesionales, técnicas y motivacionales.

La noche de autos, sobre las diez de la noche, me sentí mal. Ya llevaba dos días barruntando que algo así iba a suceder. Tenía una taquicardia arrítmica muy acelerada, me tomé el pulso, 130 por minuto. Empezó a dolerme el pecho. "Toñi, vámonos pal hospital". La Peque, nada más verme, lo comprendió. Deberíamos haber llamado al 112 y que me hubiese atendido una ambulancia de urgencia, eso hubiese sido lo suyo, pero yo, médico, no pienso en eso, sino en llegar lo antes posible. Es comprensible, pero erróneo. A esa hora, la avenida de la Palmera estaba congestionada de tráfico, lógico. Viendo mi estado, cada vez más angustiado, la Peque conducía a todo trapo, con un ojo pal frente y otro pa mí, saltándose semáforos casi como en las películas. Como pude, llamé con mi móvil al hospital para advertirles a los médicos de guardia de la UCI mi estado, y que iba para allá. "Estamos cenando -me respondieron con parsimonia- pero preparados". Nada más aparcar en Urgencias, la Peque cogió la primera camilla que vio y ordenó, manu militari, a la primera celadora que pilló al paso que me subiera a la UCI, "pero ya". "¿Pero sin pasar primero por triaje? "Te he dicho que ya, ¿no ves cómo viene?". "Mujer es que estoy sola, no puedo dejar la puerta sin nadie..." Yo no lo pude ver pero la mirada de la Toñi debió se más convincente que cualquiera otra consideración. El caso es que la celadora lo dejó todo y entre ambas empujaron mi camilla hasta los ascensores, y luego, hasta las dependencias de la UCI. Yo llegué muy nervioso e hiperventilando. Notaba un intenso dolor opresivo en el pecho, me costaba respirar y tenía todo el cuerpo entumecido y adormilado por la hiperventilación. Todo el personal se volcó sobre mí; en un periquete las auxiliares y los enfermeros me asignaron un box, me llevaron en volandas a una cama, me desnudaron -teniendo la consideración de mantenerme los calzoncillos para no exponer mi pollilla, en ese momento lo más parecido al nudo de un globo-, me cogieron una vía venosa... Y sin embargo, eché de menos a los médicos. Nada, quizás dos minutos, pero a mí me parecieron muchos más. Llegados a mí y observando el monitor bromearon conmigo. "No te asustes, tío, que no es pa tanto". "Ya -les dije-, pero esta vez lo estoy sintiendo mucho más fuerte". "Venga, tranquilidad, que empezamos". Y ya, sintiéndome seguro y en buenas manos, saqué mi dosis de humor: "Me ponéis un cuarto de fentanilo, y 30 mg de propofol. Y para el choque eléctrico, con 100 julios será suficiente, no me vayáis a achicharrar". "Duérmete de una vez" -fue lo último que sentí decir riéndose a mi colega mientras me endilgaban los narcóticos.

La mañana siguiente la pasé en la UCI, pero ya sin cables ni sueros. Sólo de vigilancia. Pasaron a visitarme mis compañeros e, incluso, algunos médicos de la UCI, no sé si de broma o en serio, me plantearon preguntas acerca del manejo de otros enfermos que ellos llevaban allí, y creo que mis respuestas les fueron de ayuda. De manera que actué de médico incluso siendo un enfermo.

Por la tarde me pasaron a la planta de cardiología. Ahí sí que me pude explayar tal como soy yo: conocía a todo el personal, pasé de toda norma, rechacé la monitorización y el oxígeno, me coloqué mi bata de casa, paseé por el pasillo, por entre los ascensores, recibí visitas de mis amigos y me los llevé a donde me pareció estar más cómodo, me metí en los despachos de otros médicos y husmeé, aprovechando mi clave personal de ordenador, lo que los intensivistas y cardiólogos habían escrito sobre mi caso, repasé mi propio tratamiento por si algo se les hubiese pasado por alto... Y no rectifiqué nada porque no fue necesario. Pero no me gustó algo que vengo criticando desde hace tiempo entre mi gente: todos los informes sobre la actuación conmigo estaban escritos y firmados por el residente. No me gusta eso. Debe firmar también el adjunto. En fin, me comporté como un mal paciente, como un mal médico que no se fía más que de sí mismo.

Mi compañero de habitación -un hombre algo mayor que yo- se tiró toda la tarde tosiendo. De esas toses perrunas y molestosas que no dejan descansar a nadie empezando por el propio paciente.
-Amigo, ¿desde cuando tiene esa tos? -le pregunto un poco por cortesía y un mucho por curiosidad médica.
-¡Bueno!... -contesta con espíritu de desahuciado- meses y meses, ni me acuerdo.
-¿Y qué te dicen tus médicos?
- Que es una especie de asma rara. Llevo tomados de antibióticos y de ventolines... Pero nada.
-¿Recuerda usted si toma entre su tratamiento una pastilla que se llama Ramipril? -le pregunto con toda intención.
-Claro, aquí la tengo, todas las mañanas, una.
-Pues que sepa usted que la culpa de esa tos es del Ramipril. Usted deja el Ramipril y dentro de una semana está limpio.
La Peque, a mi lado, se reía de mis cosas, y el hombre y su mujer no sabían si dar crédito a mis imprudentes palabras.
-¿Qué médico lo ve a usted aquí?
-El doctor Beltrán -me contesta sin dudarlo un segundo. Un hombre bueno, bueno de verdad.
-Pues mañana mismo le dice usted al doctor Beltrán que le retire el Ramipril.
-Pero -balbucea el hombre-, yo... ¿cómo voy a decirle algo así?...
-Pues entonces, se lo digo yo, ea.

Casualidades de la vida. Estábamos en ésas cuando me llama alguien al móvil. No identifico el número y lo abro. Es Juan Beltrán, el cardiólogo responsable de ese paciente y de mí mismo a partir de mañana, que se ha enterado de mi ingreso y que me llama para interesarse por mí.
-Oye Juan, que estoy bien, que mañana tienes que venir dispuesto a darme el alta, eh.
-Pero si todavía no te he visto, hombre -me responde con su bonhomia habitual-, deja que me entere de tu historia por lo menos.
-Bueno, verás que es muy fácil. Y otra cosa tío -le digo ya en plan cachondo-, haz el favor de quitarle a este hombre de al lado el Ramipril, joer, que lo tenéis tosiendo tó el santo día.

El compañero de habitación y su mujer alucinan y no saben para donde mirar, avergonzados.
-Es verdad, oye. Ya hoy le hemos dado media dosis, pero es cierto, mi intención es retirárselo.
-Pues eso.

Ya de noche, el pasillo se alborotaba algo con cada gol del Sevilla al Celta. No me dio tiempo a mucho más. De la cena, insípida, nos comimos la Peque y yo sólo el arroz con leche. Luego, tratamiento obliga, me tuve que tomar un hipnótico y pasé la noche de un solo tirón.

A la mañana siguiente, naturalmente, mi amigo y compañero Juan Beltrán, me dio el alta.

Y ya está bien de lloriqueos. Ahora toca hacer caso al médico y superar todo esto con bien. Y jubilarse, coño.



sábado, 6 de febrero de 2016

Cierre temporal por descanso del personal

Muchachos, como veis, llevo un tiempo perezoso. Con mal ánimo nada me sale. Los que me conocéis sabéis lo cagueta que siempre he sido para esto del enfermar. ¡Parece mentira!, siendo uno médico, ¿verdad?

Este Enero pasado, tan tibio y reconfortante para la gente del campo -¿qué ha sido del "Aceituneros del pío pío, cuántas fanegas habéis cogido, fanega y media porque ha llovido"-, conmigo, sin embargo, se ha empleado dura y fríamente. He reproducido antiguos, ya casi olvidados, ataques de arritmia, me han vuelto a visitar viejos fantasmas, tan malvados que me han metido en la UCI por dos veces y ha habido que expulsarlos a base de candela, esos chispazos eléctricos que queman el pecho por dentro.

Ya llevo dos días en casa y me encuentro bien. Con más susto que vergüenza, pero bien. Esto mío es un poco impredecible. Lo mismo te tiras dos años sin nada, que luego te dan varios ataques seguidos. Lo que os decía: todavía no tengo la suficiente presencia de ánimo para escribiros las cosas que he vivido en el hospital como médico impaciente o como paciente médico. Esperad a que me recupere.

Un abrazo para todos.