miércoles, 19 de junio de 2019

Crónica de una ausencia


-¿De qué te ríes? -me mira mi mujer extrañada-. El avión no está para risas, que digamos.
-Peque, me estoy acordando ahora de la noche en que despaché de nuestra casa de Córdoba a mis amigos, cuando el partido del Madrid con el Betis.
-¿Y eso a cuento de qué, después de cuarenta años?

Desde el aire, y bamboleado nuestro aparato por las turbulencias de una tormenta caprichosa, me obligo a distraer mis miedos pensando en cosas positivas. Es el consejo que tantas veces le he escuchado a mi amiga Mercedes, la bruja de nuestro grupo, para cuando uno tiene, como es mi caso ahora, pensamientos lúgubres. Volamos desde Malmo a Madrid, de regreso de una semana estupenda en los Fiordos, y estamos enconados en una borrasca de verano que juguetea con nuestro avión como lo hace el viento con un cometa de playa.

Bien podría, sin problema, detenerme en algunos de los muchos momentos recientemente vividos, tan emocionantes unos, tan agradables otros, tales como las impresionantes vistas de los glaciares, las del fiordo de Geiranger, el espectacular sitio de "El Púlpito" o la confortabilidad de nuestras cenas de amigos en el lujoso restaurante de este buque enorme... O incluso, regodearme - ¿por qué no?- en escenas de intimidad talámica, con el gran océano como bravo y rugidor testigo que se asoma por la ventana de nuestro camarote. Y sin embargo...

Y sin embargo, mis pensamientos vuelan más rápido que el avión, y me transportan hasta Córdoba, cuando apenas hace media hora que hemos despegado. ¿Por qué? ¿Qué pasa en Córdoba para tanta prisa? Mis compañeros de promoción de medicina están celebrando a esta hora una fiesta por el 40 aniversario de nuestra Licenciatura (1973-1979). Desde que se convocó dicho evento yo fui consciente de mi obligada ausencia por coincidir con este viaje a Noruega con nuestros amigos. ¡Mala pata! Y, aunque no me gustan demasiado las reuniones de más de cuatro criaturas, esta vez sí que me apetecía mucho juntarme con mis colegas. Al Pintor y a la Victoria les tengo manidos, a Juan Tormo y a Carlos Sánchez les vi hace un año, pero a todos los demás llevo una burrada de años sin verlos. Y con el tiempo, nos pica la nostalgia. Y, además, que al contrario que a las mujeres, a los hombres no nos importa tanto dar una imagen de arrugados, gordos y calvos, "Quien a nuestra edad no tiene buche es que es un triste" -sentencia mi amigo Jaime. Pues eso. Pero, en fin, no ha podido ser. Asistiré -lo prometo- a la celebración del 50 aniversario.

Como durante la travesía no puedo abrir wassapts para ver los vídeos que están grabando, me los imagino ahora saliendo de la facultad hacia "Bodegas Campos", donde se van a poner como obispos, mientras en estos mismos momentos, pasada ya la tormenta, la azafata del vuelo me está ofreciendo una bolsa de patatas fritas, un bocata de jamón serrano y de pan chicloso, y una botellita de agua. ¡Menuda diferencia! Luego, en la sobremesa, es posible que Graciliano, Mari Félix, Andrés Ruz o Pedro Pablo les entretengan a todos con unos discursitos breves preparados ad hoc. Y ya más tarde, llegará el desenfreno de bailes, postureos y fotos por doquier. Lo propio. No tengo ninguna esperanza, cuando ponga pie en Córdoba serán las ocho de la tarde y todo se habrá consumado.

Me hubiera gustado abrazarlos a todos. Ya sé que es imposible. Ni siquiera podría recordarlos. En primero habíamos cerca de quinientos alumnos matriculados. Al llegar a sexto curso, no llegaríamos a cincuenta los que sacamos todo limpio en junio: los empollones. Yo era un empollón, quizás el más empollón de todos, con permiso de Celia, Fernando Laguna y Buitrago. No solo no me avergüenza reconocerlo sino que me enorgullezco de ello. Pero no era desaborido como los empollones al uso, no. Yo era un tío simpático, abierto, campechano... que hasta me dejaba copiar y todo. Jugaba al fútbol con Ramón Guisado, González Ripoll, Martín Pinilla, Antonio Moreno, Manolo Ramírez, Sebastián Rufián... Jugaba al tenis con Manolo Baena en su club de la Fuensanta, y en ocasiones -muy pocas- me dejaba ganar para que él siguiese invitándome gratis. Cuando nos mudamos a jugar a la Arruzafa ya no perdí ni un solo partido. ¡Qué rabia, eh Manolo! Con Manolo Mesa frecuentaba en las anochecidas el paseíllo entre el hospital provincial y la escuela de enfermeras cortejando a nuestras respectivas novias. En mi piso de Pintor Zurbarán, 7, 1-A, siempre había invitados a la mesa, a la de comer, o a la del estudio. Gente como Juan Tormo, Pepe Morillo, Antonio García, Alejandro Rodríguez, Pepe Osuna, Paco Moya, el propio Andrés Ruz, por supuesto que Antonio Pintor... eran habituales en mi casa para intercambiar apuntes o preparar exámenes... O a lo mejor para intentar ligar con Pilar, una auxiliar de enfermería que vivía con nosotros y que estaba güenísima. Antes de casarme con mi Peque (estábamos empezando quinto curso) viví dos años en pisos de estudiantes con compañeros tan dispares como Eugenio Mateo, Pedro Olmo y Pepe Osuna. Muchos de ellos nos acompañaron a la Peque y a mí en nuestra boda, en Palenciana, el 1 de noviembre de 1977. Y al día siguiente, a clase. 

Una noche de aquéllas cenamos en mi casa el grupo de Puente Genil (Antonio García, Morillo y algún otro) y Andrés Ruz y alguno más de Cabra. En la tele ponían un Madrid-Betis. Ganaba plácidamente el Madrid por tres goles a cero. Y yo tan requetebién. Y van los mamones estos y empiezan a meterse con el árbitro diciendo que estaba favoreciendo al Madrid, que si qué vergüenza, que si partido robado... Esas cosas que decimos para cabrear al personal. Tanto me calentaron que acabé echándolos de mi casa. ¡A tomar por culo! 

Lo único que no hice en esos años que cualquier estudiante de entonces hiciera fue irme de juerga o de ligoteo por ahí. Yo tenía mi novia, y mi obsesión eran mi novia y mis estudios. Ir a la feria o de patios me parecía una estupidez, una pérdida de tiempo. Por todo ello se entiende mejor mi escasa relación con las chicas de nuestro curso. Recuerdo, sin embargo, una buena sintonía con Inmaculada Romero, Carmen Logroño, Higinia, Adela, Claudia Cabrera, Consuelo, Mari Carmen Jurado, Gloria Ysern...  

Me puede la emoción recordando aquellos tiempos. Yo venía de abandonar el seminario después de diez años de interno, y me abría por primera vez al mundo exterior. Dos años mayor que la mayoría de mis compañeros, y provisto de un bagaje humanístico encomiable proporcionado por el seminario y por mi bachiller de letras, destaqué demasiado pronto como un empollón raro. Tal vez desde mi incorporación casual al grupo de don Ricardo López Laguna, el primero de nuestros maestros. O quizás, desde el día en que don Pedro Montilla retó a la clase entera a averiguar el nombre de una fórmula química enrevesada que él mismo acababa de escribir en la pizarra. Y yo levanté la mano. "A ver, el caballerete, que hable"... Y fue aquello tan gracioso del Ciclopentano perhidrofrenanteno, la famosa fórmula genérica de todos los esteroides. "¿De dónde ha salido este tío larguirucho y destartalado?" -escuché en algunos corrillos por entonces. "Dicen que ha sido seminarista" -explicaba otro. Y yo me hacía el interesante.

Me duele decir que habiendo sido profesor asociado en la facultad de medicina de Sevilla durante veinte años, no he visto en el alumnado, en general, aquella vivencia tan nuestra de sentirnos especiales, distintos a otros universitarios. Los de medicina gozábamos una especie de vitola singular, nos considerábamos gente escogida para una misión poco menos que sagrada. Y ese algo tan distintivo no solo lo sentíamos nosotros sino que también era así ponderado por los estudiantes de otras carreras. Me encantaba que alguien me preguntara por la calle que qué era lo que estudiaba. Se me hinchaba el pecho al decir: "Yo, Medicina". Y os puedo asegurar que después de tantos años no he perdido ese sentimiento de haber sido "un escogido".

No recuerdo en qué curso, quizás en segundo. Los compañeros más "rojillos", con Manolo Cabanillas al frente, habían convocado una asamblea junto a los de la primera promoción. Allí, las arengas de Ortega Limón y Eduardo Rejón alentándonos a una huelga general de estudiantes por las mejoras de las condiciones estructurales en la Universidad de Córdoba. Muchos de nosotros, impresionados ante la altiva prestancia de los oradores. En esto que en un momento determinado, sale de entre la clase la figura pequeña pero bien erguida de Segundo Ruiz Gámez. Con decisión firme y gesto adusto, sube a la tarima y se baja el micrófono hasta su altura. Solo recordar esa imagen de un tío tan chico dirigiéndose con tal energía y cojones a una asamblea de quinientas criaturas me sigue emocionando. Lástima que no tuviéramos móviles para haberlo grabado. Yo no fui a la huelga impactado por sus palabras. Dijo cosas impropias de un joven salido de un pueblecito perdido en Jaén: hizo alusión al sacrificio de nuestros padres para ponernos en órbita, al sentido de nuestra responsabilidad para no defraudarlos, a nuestro sagrado deber de no desperdiciar ni un día, ni una hora, en nuestra formación como futuros doctores. "Nosotros no somos unos estudiantes cualesquiera, ¡¡vamos a ser médicos!!!" Y puso tal énfasis, se arrimó tanto al micrófono que esa palabra, médicos, retumbó durante preciosos e interminables segundos en todo el ámbito de la clase. Os parecerá una simpleza, pero os aseguro que ese espíritu de Segundo -al que bien podríamos traducir por vocación- me ha guiado en toda mi vida profesional.

Bueno... Con tanta cháchara hemos llegado sin novedad a Madrid, y ahora el AVE nos llevará hasta Córdoba. Es tontería ilusionarse. Llamo al Pintor y me dice que ya están todos de vuelta. Estamos pasando por Puertollano. Me acuerdo de Carlos Sánchez Estévez, nativo de estas sierras pizarrosas, seguro que también ha disfrutado de este día glorioso para ellos. Ya habrá otra ocasión para mí y para otros ilustres ausentes.

Paz y bien, amigos.