Miércoles, 2 de junio de 2021: expectación por todo lo alto en Antequera. Un helicóptero del ejército sobrevuela y rasea El Torcal. La gente se pregunta con una mezcla de curiosidad y angustia: ¿Un incendio? No se ve humo por ningún lado. ¿Una persecución peliculera? ¿Acaso un rescate...?
Sería quizá empalagoso por mi parte si me pusiera a contaros las muchas y variadas virtudes que adornan con tanto salero a Jerónimo. Hoy nos vamos a conformar con que apreciéis su pasión por el campo y su obsesión por la eterna juventud.
Jerónimo Segoviano Parral había de ir siempre el primero. En sus años de gloria era el guía oficioso para los amigos que deseaban patear por sitios recónditos de El Torcal. Torcía el gesto si algún enteradillo pretendía adelantársele en el sendero o corregirle el relato, y porfiaba con guasa porque entre todas las viandas en las talegas ninguna tortilla fuera más apetitosa que la suya. Lo de los circuitos verde y amarillo -los senderos señalizados- hacía mucho que se le habían quedado chicos a este hombre menudo, sagaz y aventurero. En Antequera, aun ahora, a su edad provecta, mantiene la vitola de ser el mejor conocedor de aquellos parajes tan salvajes y seductores. "El Torcal es todo mío", suele decir.
Eran tiempos de una energía incontenible que él desfogaba con sus caminatas maratonianas. Solo o acompañado. Ahora ha levantado algo el pie del acelerador, pero sigue siendo un obseso del cuentakilómetros campestre. "Un viejo sentado en la mesa camilla más de dos horas ya huele a muerto", es una de sus famosas sentencias. Heredero natural de aquella honda sabiduría de nuestros abuelos, nombra las yerbas del campo. Todas, las más comunes y las más raras: éstas son orquídeas salvajes; éstas otras, varas de san José; aquéllas, hinojos, berros o berza... Y se para a dar los buenos días a los gorriones más madrugadores acostumbrados a su paso por el camino de Las Arquillas a las seis de la mañana. Un ferviente amante de un entorno natural tan privilegiado como el nuestro.
"¿Por dónde andas?" -lo llamo al móvil. "Dando una vuelta por la ruta de los Molinos, que me faltan mil pasos para completar el cupo de hoy". Todos los días sale en busca del alba: de lunes a sábado, por el monte; los domingos, redescubriendo y fotografiando rincones y plazuelas de su amada ciudad, antequereando, lo llama él. Pero El Torcal, su Torcal, había sido excluido de su repertorio andarín desde hace ya algunos años. Quizá por pura prudencia; tal vez por imperativo de la parte contratante de la segunda parte; o, a lo mejor, por falta de acompañante.
Hasta que, de un tiempo acá, le ha dado por pensar que no se resigna a perder el dominio de "su" territorio. Mariposas de reconquista bullen en su estómago rejuvenecido acaso por las vacunas. Jerónimo cuenta ya con setenta y tres abriles, y se ha buscado de copiloto y caminante a un viejo amigo, Pepe Morales, con ochenta añitos de na. Y juntos, como cuando eran nuevos, se adentran entre los riscos ignotos a desentrañar viejas veredas devoradas por el tiempo y la maleza.
"No es prudente, Jerónimo, que dos viejos andéis solos por esos caminos de Dios" -le he exhortado en alguna ocasión. Él se defiende con su conocimiento del medio, "me conozco cada palmo al dedillo", y con el achaque de que es el otro, Pepe, quien lo pica. "Es un cansino de cojones"-protesta.
Ese día, 2 de junio, precisamente, Jerónimo tendría que haberse venido con nosotros y otros amigos a una excursión distendida por la Subbética rematada por un almuerzo de canónigos en Doña Mencía. Prefirió irse con Pepe al Torcal. Salieron a las nueve de la mañana. Él pudo, al fin, regresar a su casa a las 8,30 de la tarde. Pero Pepe acabó en el hospital.
Acaeció que, llegados que hubieron al sitio conocido como "abrevadero de la burra", Pepe dio un mal paso y cayó al suelo. Y no pudo levantarse. La pierna derecha no le obedecía, le dolía la cadera. Jerónimo, entonces, lo arrastró hasta una sombra y lo acomodó lo mejor que pudo. Cómprate un móvil de 600 euros y una cámara supermegaguay para hacer fotos, y que ahora, cuando más lo necesitas, no tengas cobertura. "Tranquilo, Pepe, que de aquí te saco yo como que me llamo Jerónimo". Lo podemos imaginar nervioso, excitado y sudoroso, pero también sin perder la compostura, dominador de su emoción y de su miedo. Sabedor de la cercanía del Centro de Visitantes -apenas dos kilómetros-, echó a correr como si fuese un chavea detrás de una banda de perdices. Mirando al suelo para no tropezar, por poco si pierde el norte, hubiese sido la releche, él, extraviarse en el Torcal. Ni un alma en el Centro de Visitantes. Pero había cobertura. Avisó a un amigo de Protección Civil y a un hijo de Pepe. Y también llamó a su mujer con un mensaje muy escueto: "María Jesús, que no me esperes para comer, que nos hemos entretenido y llegaré un poco más tarde". ¡Qué cojones! Y se armó la marimorena. En veinte minutos, bomberos, policía nacional y miembros de protección civil porfiaban por protagonizar el rescate. "Niño -contaba luego Jerónimo-, me quedé maravillado de ver la cantidad de recursos humanos y materiales que tenemos. Y, enseguida, un helicóptero medicalizado que llegó desde Málaga. No daban con las coordenadas del sitio. Y no me hacían caso. Hasta que me puse serio y dirigiéndome al jefe de los bomberos le repetí por enésima vez que yo los llevaba al lugar exacto. Y así fue. Un rescate de película: la doctora del helicóptero diagnosticó fractura de fémur. Inmovilización de esa pierna, camilla y al hospital. "Pepe -se despidió Jerónimo emocionado-, te prometo que de aquí ya no nos rescatan más". Propósito de enmienda se llama eso. A ver si es verdad.
Y quiso la casualidad que al día siguiente, el bueno de Jerónimo, según tenía previsto, se internara por unos días en un monasterio. Le vendrá que ni pintiparado para reflexionar acerca de sus imprudencias de mens iuvenis in córpore vetere. Un caso.