Con siete años cumplidos y la primera comunión hecha, se decía entonces que un niño ya tenía uso de razón. Hoy puede parecer una ñoñería, pero antes era cosa seria. Ese paso fronterizo desde lo irracional de niño pequeño a la vida de niño mayor tenía sus repercusiones prácticas: no se te consienten ya tantos caprichos ni rabietas; tienes deberes en la escuela; las desobediencias a los mayores y las cochinadas secretas son pecado. Venial, pero pecado a confesar con don Juan; los cuentos de tu abuela en la cama se cambian por jaculatorias y rezos cansinos y aburridos. Y lo peor de todo: los Reyes Magos son los padrinos. A mí, sin embargo, lo del uso de razón me llegó bastante más tarde. Hasta los diez años yo seguía creyendo que los niños éramos niños por siempre, que no crecíamos. Y luego, cuando ya acepté que sí, que íbamos a crecer y convertirnos en personas mayores, decidí que, de mayor, me casaría con mi hermana Josefa, y así, todo en familia. El tifus, decía mi madre. "Todas esas tonterías le vienen del tifus".
Hoy cumple 7 años mi nieto Lucas. Y, sin primera comunión ni nada, ya tiene más luces que yo a su edad. Claro, que sus abuelas no le rezan ni tiene que confesar pecados, ¡menuda suerte! Le he preparado dos bizcochos de los míos para la celebración de esta tarde con sus amigos. Mis bizcochos tienen la particularidad de que los huevos son de corral y que bato las claras por separado con una pizca de sal hasta el punto de nieve. Los amigos de Lucas son algunos del pueblo y los demás, de su colegio. Tienen todos sus nombres y apellidos, que si Martín Pelegrini, Javi Cortés, Martina Suárez, Guillermo Delgado, Juan Soria, Sofía Galán, Santi Vidaurreta, Alonso Artacho... Mis amigos de siete años también poseían sus nombres y apellidos, pero entonces nos nombraban a todos por los motes: Juan "Chaparrito", "Agundo", Manolo "Piita", "El Botón", José "Churrete", Francisco "El Chato"... Y, por supuesto, todo niños. Sin paridad. En esa pandilla de la calle Sol, yo era José María "Peos", no hay necesidad de más explicaciones.
A sus siete años, mi Lucas ha viajado por medio mundo. Heredero de la querencia de su madre y de su abuela Antonia por los viajes, hasta se les anticipa preguntando con toda seriedad de un hombrecito que para cuándo van a ir a Egipto, que tiene mucha curiosidad por las pirámides. Con siete años, yo había ido a Córdoba una vez, a visitar a mis tíos, y varias veces a Cabra para operarme de las anginas. La primera vez que salí de Andalucía fue a mis veintiséis años, a escoger plaza de MIR en Madrid.
Al final, ¿Qué más da? ¿Qué es lo importante? Ser un niño feliz. En eso consiste todo. Mi infancia, pobre casi de solemnidad, fue tan estupenda para mí como lo es hoy la de Lucas para él. Sin cumples, sin regalos, sin viajes, sin inglés ni kárate. Ahora, que leer, leía yo mejor. Y jugar al fútbol, también. Y espadear. La felicidad de un niño se basa en tener para comer, sentirse querido, jugar con sus amigos y tener quien le cuente cuentos antes de dormirse. Y estoy convencido de que un niño feliz apunta a un adulto sin traumas mayores. Como nosotros, hijos todos de nuestro tiempo. A pesar del tifus.