En sus clases magistrales gustaba don Carlos de explayarse con su verbo certero en relatos formidables recogidos de su archivo de historias clínicas del dispensario de psiquiatría, sito entonces en la avenida de la república de Argentina. Nunca he escuchado a otro orador con la pose y la prestancia de don Carlos Castilla del Pino. Daba gusto. El aula de los sótanos del hospital Provincial donde impartía su saber se abarrotaba de alumnos y de libres oyentes seducidos por el contenido de su discurso y por su elaborada prosodia. Además del morbo añadido por su merecida fama de rojo comunista, algo tan glamuroso en nuestra universidad de los años de la transición.
Despunta el día cuando Antonio Pintor y yo llegamos a Castro del Río, un pueblo cerrado a cal y canto por mor del frío. ¿Quién lo iba a decir, con el bochorno que estábamos padeciendo hasta ayer mismo? Entramos en calor subiendo cuestas y bajando pendientes en busca de un bar donde resguardarnos y tomar un cafelito caliente. No era cosa de esperar más de un hora para el anunciado desayuno molinero. Un lugareño madrugador que iba a echarles de comer a sus gallinas -¿qué vienen ustedes, a lo de don Carlos?-, nos señaló el camino de una tasca, la única abierta en todo el pueblo, justo al lado de la biblioteca municipal, lugar donde han de celebrarse luego los actos de homenaje. Aquí, en este pueblo ribereño, vistoso y empinado, vivió don Carlos el sosiego, la tranquilidad y la amistad que buscaba para pasar los últimos veinte años de su vida.
Mucho tiempo, demasiado, tardó en ejercer de profesor universitario. Su principal mentor en Madrid, López Ibor, lo relegó a un segundo plano, quién sabe si por la condición de rojo irredento de don Carlos o porque le molestase la luz tan potente que irradiaba su figura intelectual. Condenado al ostracismo académico, aterrizó en Córdoba en 1949, y aún hubo de esperar veintitantos años a que muriera Franco para poder entrar en la Universidad como profesor titular. Sesentón, su cabeza bien poblada de un pelo plateado y recortado a navaja, su barba enteriza y canosa, su figura erguida como un junco y su temple provocador le conferían un encanto especial. Era aquel curso académico del 77/78 su primer año como profesor de la naciente facultad de Medicina de Córdoba. La Psiquiatría iba a ser para todos nosotros, alumnos del quinto curso, una asignatura rara, oscura y muy poco atractiva. Y sucedió que de la noche a la mañana se convirtió en la asignatura estrella. Por culpa de don Carlos, por su labia cuidada e ilustrada, y por el intencionado misterio con que sabía envolver el contenido de sus enseñanzas. Pero aun hubo de aguardar cinco años más, hasta que en 1983 le fue al fin concedida la cátedra de Psiquiatría por la Universidad de Córdoba.
Le llegaban al dispensario historias increíbles de personas muy mal hadadas, de
gentes desgraciadas con enfermedades y hechos inconfesables. Adolescentes con una forma incapacitante de
esquizofrenia, la hebefrenia, que podían permanecer encerrados en un cobertizo
de sus casas años y años, ocultos por sus propios padres de la lástima
o de la vergüenza de sus paisanos; mujeres desnortadas, capaces de
pasear en cueros por la plaza del pueblo (¡en aquellos tiempos!); el
misterio de tantos suicidios por ahorcamiento en el trágico triángulo de
Rute-Encinas Reales-Iznájar; casos extremos y fatales de complejos de Edipo o
de Electra; el drama de muchos homosexuales de la época, a quienes se les
consideraba como perturbados mentales por su propia familia y necesitados del
tratamiento de un "loquero"... Era la primera vez que alguien nos
abría los ojos a un mundo totalmente ignorado: el mundo marginal del enfermo
psicótico.
Las primeras promociones de la Facultad de Medicina de Córdoba tuvimos el
privilegio de disfrutar de un elenco de profesores irrepetible. Y Córdoba, ciudad secularmente provinciana y cateta, se codeó en cultura, sociedad y, sobre todo, en sanidad con Granada, Sevilla o Madrid con la llegada de profesores de la talla de Jiménez Perepérez, Carlos Pera, Manuel Concha, Gonzalo Miño, Suárez de Lezo, Antonio Torres, Alfonso Velasco, Pedro Aljama o Armando Romanos. Y, desde luego, con don Carlos en plan de figura y personaje veterano y admirado. El más conspicuo y sobresaliente.
Y hoy, Antonio Pintor y un servidor, alumnos aventajados que en su día fuimos de don Carlos, hemos acudido a los actos de homenaje con motivo del centenario de su nacimiento. Homenaje perpetrado graciosa y acertadamente por la fundación Castilla Del Pino, el Ayuntamiento de Castro y el Aula de debate Miguel de Cervantes. Lo mollar del homenaje han sido, sin duda, los actos acaecidos en la dicha biblioteca municipal. Actos entrañables y a la vez ilustrativos de una historia muy reciente. En un salón abarrotado y entregado, la viuda de don Carlos, antiguos compañeros (muchas gracias Pedro Cano y MariFélix) y amigos íntimos del pueblo y de fuera fueron dejando sobradas semblanzas de aquellos distintos "yoes" (sic) que conformaron la personalidad del ilustre profesor. Y de esa manera pudimos conocer su afición oculta a los toros; su fruición por la cocina casera andaluza; su devoción por el bel canto, singularmente por Verdi y su "Rigoletto"; su dedicación extraordinaria a la figura de Cervantes; su orgullo emocionado por ser miembro de la Real Academia de la Lengua... En fin, su abrazo definitivo al cultivo de la amistad verdadera y el abandono de la soledad, tantas veces ansiada en sus años jóvenes. Y también, aunque fuese de refilón, se rememoró la tragedia de su vida familiar con la muerte prematura y accidentada de varios de sus hijos. Visto lo visto y oído lo oído en la jornada de hoy, tengo para mí la idea de que este pueblo cambió para bien el carácter severo y agrio de don Carlos. Y creo que la convivencia diaria con la gente sencilla de Castro del Río ha obrado el milagro de que la persona de don Carlos Castilla del Pino haya emergido victoriosa por encima del personaje frío y distante que fue durante largos años de su madurez.
Particularmente, eché en falta algo más acerca de su trayectoria como catedrático universitario. Después de tan luengos lustros de espera, debió ser para él un verdadero orgasmo intelectual su cátedra de Psiquiatría. Yo así lo creo. Sirva por tanto este escrito como nuestro homenaje particular, de Antonio y mío, a la figura de don Carlos, y por extensión de toda la Universidad de Córdoba, a la que tanto lustre prestó con su presencia, su prestancia y su elocuencia. Que descanse en la paz de los justos.