“Si usted busca a un hombre que le sepa escuchar, haga lo que usted le diga y, además, le lleve a donde usted quiera… súbase a un taxi.” (Anónimo)
Pues no es verdad del todo.
El taxista que cogimos en Madrid el último día de este fin de semana pasado nos llevó por donde mejor le pareció. Desconocía la dirección que le dimos, lo guiábamos nosotros con el google maps del móvil de Victoria porque el del taxi lo tenía averiado, pero no nos hacía ni puñetero caso. Si la voz monótona y fría de la señorita del móvil indicaba: “ahora gire a la derecha”..., él se reía y decía que “esta tía no tiene ni idea de lo que es circular por Madrid”. No es que quisiera timarnos, no. Es que era un desastre de hombre. No pude tomar acomodo en la parte del copiloto hasta que él, a manotazos, despejó el asiento que le servía como una especie de minialmacén: dos paños de cocina, una litrona de Coca Cola, un mechero, dos cajetillas de tabaco… Hizo con todo ello un puñado y lo metió bajo sus pies. A duras penas cupieron en el maletero nuestras maletas. Hubieron de compartir espacio con un batiburrillo de cosas: una caja de cervezas, una mochila con ropa, una rueda de repuesto, los triángulos de aviso, el chaleco de amarillo reflectante… Parecía como si el taxi fuese su casa. El salpicadero tenía polvo incrustado de tiempo indefinido y todo en el coche inspiraba abandono, suciedad, descuido… Y no sólo eso: desaliñado de aspecto, desde que arrancó el vehículo nos trató con una naturalidad desacostumbrada, como si fuésemos conocidos de toda la vida, como a colegas. Hiperexcitado, me dió no sé cuántas palmadas en el hombro, nos preguntó, nada más entrar, que de dónde éramos y a qué habíamos venido a Madrid; que le encantaba Córdoba y toda Andalucía; que Madrid era una asquerosidad de ciudad, que nos la regalaba. Enterado por Toñi de que éramos unos turistas jubilados, puso el grito en el cielo envidiando nuestra condición: ¡Vaya morro, los jubiletas, la vidorra que se pegan!... Y Victoria, ahora -demasiado llevaba aguantando-, lo paró en seco: “a ver qué dice usted cuando lleve 40 años de servicio, hombre”... Y se jactaba de su condición de hombre soltero y libre. Y guarrindongo, pensé yo. Lo tuve claro desde la primera palmada en mi hombro: este tío está hasta las trancas de coca.
El primer taxista, el que nos recogió en Atocha el primer día, digamos que era un hombre normal, lo que uno espera de una persona a quien le pagas por un servicio correcto. De mediana edad, muy bien arreglado y manteniendo en todo momento las formas, no se dirigió a nosotros salvo para contestar cortésmente a nuestras preguntas. Entrados en harina, ya nos fuimos contando cosas intrascendentes relacionadas con el turismo y con el fútbol. Que le encantan las Canarias, sobre todo Tenerife, a donde ha viajado en varias ocasiones con su mujer y sus dos hijos; que le gusta Madrid, a pesar de su densidad humana y de sus coches, porque luego, cada uno en su casa, vive en un espacio muy parecido al de cualquier ciudad mediana española, porque los barrios madrileños no son otra cosa que eso: una ciudad en pequeño; que para movernos por Madrid nos recomienda el taxi mejor que el metro, porque siendo cuatro personas nos sale a cuenta pagar un poco más, pero dónde va a parar…; que él es del Madrid, pero sus hijos son del Atleti, algo bastante parecido, en su caso, a lo que ocurre en Sevilla con la familia, unos del Betis y otros palanganas… Un hombre correcto en un coche decente.
El tercero en discordia nos paseó por Madrid, de punta a rabo. Yo creo que éste sí nos timó. En su descargo, que el trayecto más apropiado estaba cortado por obras, pero el rodeo que nos dió nos pareció excesivo. Al final, los diez euros que habíamos presupuestado para el viaje se transformaron en el doble. A Victoria le tocó el marrón. Era un hombre malhecho: achaparrado y feo, una generosa calvicie ponía de manifiesto una mollera rectangularmente apepinada. Desagradable a la vista su media melenita rizada que le colgaba por el pescuezo, así como el sebo que le brillaba en su testuz descubierta. Desde el primer momento entabló un discurso político sin que nadie se lo hubiese solicitado. En su opinión -que conste que yo soy apolítico, nos repetía-, todos los políticos son iguales, ninguno mira por el bien del ciudadano, sino sólo por su bolsillo y luego por el partido. Todos son unos sinvergüenzas. Yo le replicaba: “hombre, todos, no. Hay muchos políticos de base, de esos que no salen en la tele, que son gente honrada y decente. Nosotros conocemos a algunos de ellos”. “Bueno, sí; eso te lo compro; yo me refiero a los políticos de élite; ésos, sólo piensan en trincar”. El hombre reitera que es apolítico, pero Antonio advierte enseguida una banderita de España que se balancea graciosamente en el soporte del espejo retrovisor. Se queja de que Madrid está imposible para el tráfico, pero que tampoco acepta las restricciones municipales en contra de los vehículos viejos, porque, “por ejemplo, el de mi suegro, que yo he heredado, tiene veinte años, pero a lo mejor contamina menos que algunos de los más nuevos. No sé”...Victoria le puntualiza que la situación en Madrid y en otras grandes ciudades obliga a restringir la movilidad en beneficio del planeta y de la ciudadanía. “Los cambios siempre cuestan; cuando el gobierno, en su día, prohibió la venta de cualquier leche que no hubiera sido pasteurizada mucha gente se vió perjudicada. Sin embargo, fue una medida acertadísima que nos benefició a todos, ¿verdad? “Sí, pero siempre nos fastidiamos los mismos, replica enfadado nuestro hosco hombre, no todo el mundo puede comprarse un Tesla”. “Claro que no, le contesta mi amiga, pero sí que todo el mundo podría compartir el transporte público y no habría necesidad de que en cada casa de cualquier españolito haya dos coches, por ejemplo”. Silencio. Y al rato: “pues sí, eso es verdad… Y de paso nos beneficiaría a nosotros, los taxistas”. Y luego nos suelta algo que nos sorprende a los cuatro: que él vió acertada la medida de Carmena del Madrid Central justo para disminuir la densidad de tráfico en el centro. Y Victoria, que no pierde ocasión: “entonces, supongo que usted la habrá votado, a Carmena”. Y el hombre, ahora azorado: “Ah, no, ni pensarlo, ya le digo que soy apolítico”.
Si fuese verdad aquello de que uno puede conocer el pálpito de una ciudad a través del discurso de los taxistas, entonces tenemos que en Madrid un tercio de la ciudadanía está colgado de coca, otro tercio se comporta con normalidad y corrección y otro es un apolítico con ramalazos abascalinos. Con perdón.