Esta mañana he recibido una carta. La cosa, ya de por sí rara hoy en día, me resultó aún más extraña porque el remitente -se conoce que no sabía mi dirección postal- me la ha enviado al club de golf de Antequera, sabedor de que allí darían conmigo.
-José María -me dice Carmen, en el cady master-, tenemos una carta para ti.
-¿Una carta? ¿Aquí, en el golf?
-Pues parece que sí. -Y me la entregó.
Enseguida le doy la vuelta en busca del remite. ¡Qué sorpresa más agradable! Es un cura de los nuestros, de aquéllos segundos padres que tuvimos en el seminario de Hornachuelos. Nuestro profesor de matemáticas. No daré, por aquello de la privacidad, tan de moda hoy, su nombre, pero sí sus iniciales: P.A. LL. T. Intelligenti, pauca.
No pude resistirme. Hice esperar a mis compañeros de partida hasta que, retirado a un lado del tee (la salida), me empapé la carta entera. El propósito del cura no ha sido otro que el agradecerme el libro que le regalé y le dediqué hace unas semanas, pero ¡qué cosa más entrañable y nostálgica para la gente de mi edad! Ni me acuerdo de cuándo escribiría yo mi última carta de puño y letra, como se decía antes. ¡La modernidad se nos ha llevado por delante tantas cosas...!
Toda la partida con mi cabeza en la carta. O con la carta en mi cabeza. Y eso no es bueno para el golf, entretenimiento que requiere de una concentración máxima en cada golpe. Aún así, he ganado.
-¿Qué tal se te ha dado hoy? -me pregunta la Peque a la hora del almuerzo.
- Pues nada, que he ganado -respondo con toda suficiencia.
-Yo no es por na -se pone en plan respondón-, pero me parece mu raro que ganes siempre.
-Mira, Peque, para mí, con poder jugar y disfrutar cada día ya es ganar. -Y así me salgo por la tangente.
-Pos vale.
Volvamos a la carta. Me recuerda un montón a las cartas que yo escribía a mis padres y luego, ya de mocito, a la Peque. La letra, ¡qué preciosidad de letra tiene el cura! A ver si yo fuese capaz de plasmar un trozo de la carta aquí, en este escrito, para que vosotros podáis apreciarlo como yo. Una letra de clase de caligrafía, como nos enseñaban nuestros antiguos maestros en las escuelas, como mi letra de seminarista, no ya la de médico, ya se sabe que un buen médico no puede tener buena letra. Es una letra barroca, ligeramente volcada a la derecha, donde todas las mayúsculas se adornan con arabescos, unas llevan panza, otras, sombrero, otras, en fin, una bata de cola... ¡Una obra de arte!
No menos atractivo es el contenido. Me habla de sus vivencias en Los Ángeles con nosotros. Recuerda anécdotas sobre mí que ni yo mismo recuerdo. Una cosa parecida a aquella canción de Sabina: ¡Si sabe de una cosas que ni una misma sabe que sabía...! Pues eso. Me dice que aunque yo era un hacha en Latín, no se me daban mal las matemáticas. Que ya en primero de bachiller fui de los poquitos que resolvió un problema práctico que él puso en la pizarra: ¿Cuánto tiempo tardará en llenarse la piscina del seminario que mide 20x10x1,5 metros si le entra un caudal continuo de 25 litros por minuto? Y así, a bote pronto, me resulta raro que yo, a mis torpes 11 años, hubiese sido capaz de averiguarlo. Y ni ahora, creo. Me ha picado la curiosidad y, después de la siesta, me he puesto a ello. Y me sale que son 200 horas, es decir 8 días y 33 minutos. Fácil: he convertido los metros cúbicos en litros y luego los he dividido por 25. Ea. También se explaya en vivencias personales durante su etapa de seminario y de más tarde, cuando se secularizó: de su mujer, de sus hijas, de sus seis nietos, unas preciosidades... Bromea conmigo acerca de mi dolencia prostática escribiendo una especie de profecía en latín: Ubi quis peccavit, ibi torquetur (allí donde alguien pecó, allí será atormentado). ¡Sioputa, el cura...!
En fin... ha sido para mí una sorpresa muy agradable, el mejor regalo del día. Por venir de quien viene y por devolverme a mis años de juventud.
Quedad con Dios.