Ahora, en el verano, mis nietos pasan más tiempo con nosotros. Y más aún lo harían si no fuera por ese vicio de su madre de hacerlos tan viajeros. Claro que gracias a dicho vicio conocen ya medio mundo. "Abuelo, me dice el pequeño de cinco años, este año vamos a Islandia, a ver la Aurora Boreal". Mi abuelo José María, a quien no conocí, murió a los 57 años sin haber visto el mar. La primera vez que un servidor vio el mar fue a los 14 años en una excursión de seminaristas a Málaga programada por el párroco de mi pueblo. La primera vez que salí de Andalucía tenía 26 años, cuando me tuve que desplazar a Madrid para escoger plaza de MIR. Una comparativa que ilustra a las claras lo que ha avanzado el mundo en un siglo.
Pero, aun así, hay cosas que no cambian tanto. Y una de ellas es lo a gusto que hemos estado siempre los nietos en las casas de nuestros abuelos. Viendo ahora le felicidad que irradian sus caras por las ganserías y caprichos consentidos por nosotros, sus abuelos, uno no tiene más remedio que retroceder muchos años para intentar revivir aquel tiempo mágico que le tocó ejercer de nieto. Una de las cosas que más disfrutan los míos, mis nietos, es acostarse con su abuela en el salón, en colchones en el suelo y semiabierta la puerta que da al patio, casi al relente. Es lo primero que dicen al llegar a nuestra casa "abuela, esta noche dormimos en el salón". Y la abuela, que se las ve y se las desea para poder agacharse y levantarse desde el suelo cada vez que uno de ellos le pide agua "abuela, tengo sed", les relata uno y cien cuentos inventados en los que hace, con su fértil imaginación, que sean ellos mismos, los nietos, los protas de los relatos. "Abuela, el último". Hasta que caen fritos. El abuelo, pasado un tiempo que cree prudencial, abandona su cama solitaria para echarles un vistazo de supervisión y apagar el ventilador. Antes dudaba en si despertar a la abuela e invitarla al tálamo conyugal. Ya ni lo intenta. Los deja a los tres despatarrados y felices en sus sueños de verano.
Hasta mis once años, cuando me fui al seminario, yo dormía con mi abuela. Todas las noches. Y en las vacaciones, cuando volvía al pueblo, también. No importaba el frío ni la calor, hasta en las noches tórridas de aquellos julios ardientes mi abuela dormía con un camisón de tela blanca, hasta los tobillos. Y su escapulario de la Virgen del Carmen, eterno y sagrado amuleto hasta la caja de pino. Mi mujer, abuela moderna, duerme con sus nietos en bragas y sin sujetador. "Abuela, qué tetas tan chicas tienes" -le dice el mayor. Tuvo que ser ella misma, mi abuela Josefa, la que me echara de su cama al comprobar en las sábanas mi primera polución nocturna. "María Josefa -le dijo a mi madre-, este niño ya no duerme más conmigo, ya es un hombre". Mi abuela no me contaba cuentos fantasiosos ¡qué va! Me rezaba cada noche el rosario entero seguido de sus letanías pertinentes, la cosa más cansina que uno pueda imaginar: Mater purísma, Mater castísima, Mater misericordiae, Regina angelorum, Regina patriarcarum, Regina Virginum... Hasta que me quedaba dormido. A fin de cuentas, mutatis mutandi, era casi lo mismo: antes, letanías y jaculatorias; ahora, cuentos inventados.
El abuelo tiene mucho más protagonismo en la piscina, allí donde la abuela naufraga. Los dos nietos nadan como delfines saltarines y juguetones, y a la abuela le entran los siete males cuando aguantan catorce eternos segundos bajo el agua. El abuelo bucea con ellos, recibe sus ahogadillos, afronta sus gansadas y les presta sus lomos para que atraviesen, cómodos a caballo, la piscina entera.
Mi abuelo Manolo le regañaba a mi padre porque consentía que yo, a mis doce o trece años, me bañara solo en la alberca de La Capilla, un aljibe al aire libre de más de cinco metros de profundidad. Más peligro que la alberca tenía llegar hasta ella a través de un pasillo en alto, a cinco metros del suelo del atroje. Como la Peque, mi abuelo Manolo, hombre sabio para tantas cosas, le tenía pánico al agua. La primera vez que mi padre me llevó a La Capilla a lomos de su borrico Casimiro dormí con mi abuelo en las cuadras. Una de esas experiencias infantiles que se graban a fuego. Yo tendría seis años, más o menos. Y dormimos juntos los tres; yo, en medio de mi padre y mi abuelo. En jergones de paja, justo al lado de los pesebres donde dormitaban y bufaban las yeguas. Era invierno, lo recuerdo porque mi madre me vistió para el viaje en burro con tantas capas de ropa que apenas podía moverme. Pero en medio de dos adultos y con el calorcito desprendido del vahído de los animales se creó un ambiente cálido muy agradable. No pasé frío. Allí no hubo cuentos ni letanías, sino historias tiernas y sufridas de hombres humildes, de hombres de campo, de hombres recios y esforzados que trabajan de sol a sol, que viven en el cortijo y que van al pueblo solo los jueves, a cambiarse de ropa y a dormir con la parienta.
Abuelos de antes, abuelos de ahora, tan distintos, tan iguales...