-¿Qué haces tú aquí? -me interpela una de las mujeres más veteranas del coro, nada más verme llegar. Ya han iniciado el ensayo de las distintas voces y yo llego el último, a la carrera. Como puedo, me voy abriendo paso en una iglesia abarrotada de gente. “El último, como siempre”, me regaña mi sobrina Carmen desde su asiento. Como de costumbre, cuando me dispongo a salir para alguna parte -sobre todo si ya voy con el tiempo justo- me da un apretón. Y llego tarde, claro-. Tú ni siquiera has venido a ensayar -sigue la mujer-, y además -me vacila- eres un infiltrado, un ateo de ésos que quieren convertir la iglesia en un parking público.
Naturalmente,
no me lo tomo a mal, porque todos nos conocemos y sé que soy persona muy
querida para esta mujer tan refunfuñona –“lo que te gusta hacerme sufrir”, me
dice con frecuencia-, pero tengo para mí que, contra lo que la gente piensa,
los bulos no se han inventado en las redes sociales, los bulos son originarios
de los pueblos chicos. Jamás he dicho que quiera hacer desaparecer la iglesia
de mi pueblo, ni por asomo. Le guardo un cariño muy particular por mis tantos
años juveniles de monaguillo y seminarista, por tantos rosarios desde el
púlpito, por tantas misas rezadas y cantadas, por tanta confesión sacramentada…
Por haber sido una especie de refugio espiritual ante las acometidas de la
carne y la modernidad voluptuosas. No hay vez que en pasando por la plaza, si
la puerta está abierta, no entre en la iglesia, aunque sólo sea un momento para
mirar al retablo. No, jamás he dicho que yo quiera convertir la iglesia en un
parking, pero alguien lo dice como de broma y ya está el bulo circulando.
-Pues
¿qué quieres que haga? -le contesto sonriente-. Cantar, como todos vosotros,
¡digo…!
-¡Anda,
anda, ponte allí, con los bajos…!
Y
cantamos “Las Siete Palabras” la mar de bien. Como hacemos todos los años, cada
Viernes Santo a las seis de la tarde.
Luego, un fervor colectivo y envolvente se cuela por entre los bancos de la nave central y por las paredes de las naves laterales para penetrar silenciosamente en las almas de todos los asistentes con motivo de la representación del paso de Longinos, actuación magistralmente interpretada por el eterno José Grabiel y por soldados, sayones y santas muchachas del pueblo. Y yo, un ateo confeso, participo gustoso y emocionado de un espectáculo grandioso que siento con intensidad, gratitud y autenticidad.
He aquí una, tal vez la más
gorda, de mis muchas incongruencias. “Tú lo que eres es un ateo de
chichirivaina”, me regañan mis amigos sevillanos, el rojerío que me sedujo.
Nos
pasa a todos. En ocasiones no logramos comprender ciertos comportamientos en
los demás; incluso ciertas conductas propias nos resultan contradictorias con
nuestra forma de pensar. Son las benditas incongruencias. Sin ellas, seríamos
unas personas aburridas, predecibles, autómatas. Ejemplos, a porrillos:
defiendo lo público, pero esta escuela concertada pilla más cerca de casa y
matriculo en ella a mis hijos; despotrico de los políticos corruptos que se lo
llevan calentito, pero, si me dejan, pago en negro el arreglo de la cocina,
total, son apenas trescientos euros, el chocolate del loro, ¿dónde va a parar con la
burrada de millones que se llevan los otros…? Soy un pequeño autónomo machacado
a impuestos o un trabajador por cuenta ajena asfixiado por la subida
incontrolada de precios, pero sigo votando a los míos, manque me perjudiquen
sus programas. Y un servidor no es ajeno a éstas y otras incongruencias.
Quede
claro que estas “debilidades” (¿sensiblerías?) en mi espíritu no han de restar un
ápice a mi consistente condición de ateo y laicista. Soy consciente del porqué
de mis emociones, mucho más ligadas a vivencias juveniles que a una verdadera
piedad religiosa. Y, desde luego, desapruebo con firmeza el creciente fenómeno
de la Semana Santa en las escuelas, el de autoridades públicas presidiendo las
procesiones, el abuso clerical del espacio público en las ciudades y "la estrategia convenida de la Iglesia española para recatolizar el espacio y combatir la secularización". (César Rina, profesor de historia contemporánea de la UNED).
Pero
también soy una persona cautiva de un pasado y un presente localista,
pueblerino, casi tribal. Identitario. Las personas concretas no vivimos la
Semana Santa en abstracto, ni siquiera ésa suntuosa y emperifollada que nos presenta
la tele en las grandes ciudades andaluzas. No. Vivimos y sentimos la de nuestro
pueblo, la de nuestro barrio, la nuestra. Más de treinta años mi mujer y yo
viviendo en Sevilla y salíamos pitando para el pueblo porque nuestro despertar
con la diana del Jueves Santo nos parecía (y nos sigue pareciendo) un fenómeno único,
de una emotividad enervante, inigualable. Estrechamente asociada a la infancia
y a la familia, la Semana Santa nos evoca de una manera insensible los días en
que uno (y una) se arreglaba para salir con la pandilla, estrenaba jersey o
falda pantalón, se embriagaba con el penetrante olor a incienso y se estremecía
con el trepidante espectáculo callejero de tambores y cornetas. Algo que nos
conecta mentalmente con aquello bello y nostálgico que fuimos mientras íbamos
creciendo.
En
mi caso particular, creo que no me integro en estas celebraciones de una manera
capillita o beata, pero tampoco me distancio de ellas hasta rechazarlas. En
palabras del periodista sevillano Joaquín Urías, “somos muchos los rojos y
descreídos que disfrutamos de la emoción de la espiritualidad colectiva,
porque, sin ser mojigatos, no deseamos tampoco someter a la razón emociones tan
sentidas”. Las emociones son las razones del corazón, aquéllas que escapan al dominio de la razón. Yo disfruto de la Semana Santa de mi pueblo con la ilusión de mis
años infantiles y acaso este año con mayor presencia, ya que la lluvia, tan generoso como oportuna, ha sustituido, en parte, las procesiones por actos alternativos en el interior del templo. Aunque llegue tarde y me llamen infiltrado.
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