domingo, 31 de marzo de 2024

Un infiltrado en el coro

 -¿Qué haces tú aquí? -me interpela una de las mujeres más veteranas del coro, nada más verme llegar. Ya han iniciado el ensayo de las distintas voces y yo llego el último, a la carrera. Como puedo, me voy abriendo paso en una iglesia abarrotada de gente. “El último, como siempre”, me regaña mi sobrina Carmen desde su asiento. Como de costumbre, cuando me dispongo a salir para alguna parte -sobre todo si ya voy con el tiempo justo- me da un apretón. Y llego tarde, claro-. Tú ni siquiera has venido a ensayar -sigue la mujer-, y además -me vacila- eres un infiltrado, un ateo de ésos que quieren convertir la iglesia en un parking público.

Naturalmente, no me lo tomo a mal, porque todos nos conocemos y sé que soy persona muy querida para esta mujer tan refunfuñona –“lo que te gusta hacerme sufrir”, me dice con frecuencia-, pero tengo para mí que, contra lo que la gente piensa, los bulos no se han inventado en las redes sociales, los bulos son originarios de los pueblos chicos. Jamás he dicho que quiera hacer desaparecer la iglesia de mi pueblo, ni por asomo. Le guardo un cariño muy particular por mis tantos años juveniles de monaguillo y seminarista, por tantos rosarios desde el púlpito, por tantas misas rezadas y cantadas, por tanta confesión sacramentada… Por haber sido una especie de refugio espiritual ante las acometidas de la carne y la modernidad voluptuosas. No hay vez que en pasando por la plaza, si la puerta está abierta, no entre en la iglesia, aunque sólo sea un momento para mirar al retablo. No, jamás he dicho que yo quiera convertir la iglesia en un parking, pero alguien lo dice como de broma y ya está el bulo circulando.

-Pues ¿qué quieres que haga? -le contesto sonriente-. Cantar, como todos vosotros, ¡digo…!

-¡Anda, anda, ponte allí, con los bajos…!

Y cantamos “Las Siete Palabras” la mar de bien. Como hacemos todos los años, cada Viernes Santo a las seis de la tarde.

Luego, un fervor colectivo y envolvente se cuela por entre los bancos de la nave central y por las paredes de las naves laterales para penetrar silenciosamente en las almas de todos los asistentes con motivo de la representación del paso de Longinos, actuación magistralmente interpretada por el eterno José Grabiel y por soldados, sayones y santas muchachas del pueblo. Y yo, un ateo confeso, participo gustoso y emocionado de un espectáculo grandioso que siento con intensidad, gratitud y autenticidad. 

He aquí una, tal vez la más gorda, de mis muchas incongruencias. “Tú lo que eres es un ateo de chichirivaina”, me regañan mis amigos sevillanos, el rojerío que me sedujo.

Nos pasa a todos. En ocasiones no logramos comprender ciertos comportamientos en los demás; incluso ciertas conductas propias nos resultan contradictorias con nuestra forma de pensar. Son las benditas incongruencias. Sin ellas, seríamos unas personas aburridas, predecibles, autómatas. Ejemplos, a porrillos: defiendo lo público, pero esta escuela concertada pilla más cerca de casa y matriculo en ella a mis hijos; despotrico de los políticos corruptos que se lo llevan calentito, pero, si me dejan, pago en negro el arreglo de la cocina, total, son apenas trescientos euros, el chocolate del loro, ¿dónde va a parar con la burrada de millones que se llevan los otros…? Soy un pequeño autónomo machacado a impuestos o un trabajador por cuenta ajena asfixiado por la subida incontrolada de precios, pero sigo votando a los míos, manque me perjudiquen sus programas. Y un servidor no es ajeno a éstas y otras incongruencias.

Quede claro que estas “debilidades” (¿sensiblerías?) en mi espíritu no han de restar un ápice a mi consistente condición de ateo y laicista. Soy consciente del porqué de mis emociones, mucho más ligadas a vivencias juveniles que a una verdadera piedad religiosa. Y, desde luego, desapruebo con firmeza el creciente fenómeno de la Semana Santa en las escuelas, el de autoridades públicas presidiendo las procesiones, el abuso clerical del espacio público en las ciudades y "la estrategia convenida de la Iglesia española para recatolizar el espacio y combatir la secularización".  (César Rina, profesor de historia contemporánea de la UNED).

Pero también soy una persona cautiva de un pasado y un presente localista, pueblerino, casi tribal. Identitario. Las personas concretas no vivimos la Semana Santa en abstracto, ni siquiera ésa suntuosa y emperifollada que nos presenta la tele en las grandes ciudades andaluzas. No. Vivimos y sentimos la de nuestro pueblo, la de nuestro barrio, la nuestra. Más de treinta años mi mujer y yo viviendo en Sevilla y salíamos pitando para el pueblo porque nuestro despertar con la diana del Jueves Santo nos parecía (y nos sigue pareciendo) un fenómeno único, de una emotividad enervante, inigualable. Estrechamente asociada a la infancia y a la familia, la Semana Santa nos evoca de una manera insensible los días en que uno (y una) se arreglaba para salir con la pandilla, estrenaba jersey o falda pantalón, se embriagaba con el penetrante olor a incienso y se estremecía con el trepidante espectáculo callejero de tambores y cornetas. Algo que nos conecta mentalmente con aquello bello y nostálgico que fuimos mientras íbamos creciendo.

En mi caso particular, creo que no me integro en estas celebraciones de una manera capillita o beata, pero tampoco me distancio de ellas hasta rechazarlas. En palabras del periodista sevillano Joaquín Urías, “somos muchos los rojos y descreídos que disfrutamos de la emoción de la espiritualidad colectiva, porque, sin ser mojigatos, no deseamos tampoco someter a la razón emociones tan sentidas”. Las emociones son las razones del corazón, aquéllas que escapan al dominio de la razón. Yo disfruto de la Semana Santa de mi pueblo con la ilusión de mis años infantiles y acaso este año con mayor presencia, ya que la lluvia, tan generoso como oportuna, ha sustituido, en parte, las procesiones por actos alternativos en el interior del templo. Aunque llegue tarde y me llamen  infiltrado.


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sábado, 23 de marzo de 2024

Semana Santa en pequeño

 

En estos días, la asociación de Andalucía laica, a la que pertenezco, ha denunciado en la prensa el hecho de que en algunas escuelas los niños celebren actos religiosos, concretamente procesiones de Semana Santa en pequeño, en horario lectivo. Niños ataviados de legionarios que tocan el tambor y la trompeta y portean pasos y niñas con mantilla que acompañan la procesión. Actos programados por la dirección de los centros respectivos y con el apoyo de los distintos consejos escolares. Para mi gusto, una ranciería. Andalucía laica argumenta que tales actos están fuera de lugar en la escuela, lugar donde los niños van a estudiar y aprender, no a creer. Aparte de que tales actos discriminan, por tema religioso, a aquellos alumnos no creyentes o que no deseen participar. El lugar apropiado para este tipo de celebraciones debería ser la iglesia. O también las sedes de las distintas cofradías. Don Lorenzo, el cura de mi pueblo, lo organizaba perfectamente: la Semana Santa chica, con todo el regocijo de padres y abuelas y sin críticas. Así debe ser. Zapatero a tus zapatos. La religión, en la iglesia y no en los centros educativos públicos. Comulgo convencido con  una de las proclamas más acertadas de los laicistas: la religión fuera de los colegios. Así lo creo.

Algún director de alguno de estos centros ha contestado al requerimiento de Andalucía Laica. Y su argumentación se basa en que la Semana Santa es un hecho diferencial que constituye un patrimonio cultural inmaterial, según un real decreto. Y añade que en el programa educativo está reflejado proteger, potenciar y divulgar la cultura en sus distintos registros o expresiones y en concreto, la Semana Santa por lo que contiene de música sacra e imaginería y de tradición ancestral. Es historia y cultura, no solamente sagradas, sino también social y costumbrista. Y bajo ese prisma abordan que los escolares vivan y participen de estos actos. Como si la Semana Santa no gozase ya de protección suficiente por parte de los poderes públicos y de la irredenta penetrancia de la Iglesia en todas las esferas de nuestra sociedad.

Pero uno, que es bienpensado, se vuelve a replantear el tema. Ya no parece la cosa tan anacrónica, tan rancia, tan fuera de lugar, ¿verdad que no? Si lo que argumentan esos directores fuese de corazón yo no tendría problema alguno en aceptar tal alegato. En todo caso, propondría que tales actos se organizasen como actividades extraescolares y no en tiempo lectivo. Pero resulta muy obvio que detrás del escudo protector de la cultura y la tradición se esconde otra verdad palmaria: el fundamento de estos actos no radica en otros pilares que no sean la religión, la creencia, la fe. Les puede el capillismo. El fin de este tipo de actos va en la dirección del adoctrinamiento de los pequeños para mantener viva la cantera, para asegurar el relevo generacional.

Porque de mucha más envergadura que ser patrimonio cultural, la Semana Santa constituye la quintaesencia de la fe cristiana. Muy por encima de los dogmas insondables de la virginidad de María o el de la transubstanciación, la resurrección de Jesucristo es el principal bastión de la fe cristiana. “Sin resurrección, vana es nuestra fe”, dirá san Pablo. Es por ello por lo que cobra especial relevancia el hecho de iniciar a los pequeños en este tipo de actuaciones que les inducirán a abrazar unas creencias que, por respetables y sublimes que pretendamos, están tan alejadas del pensamiento crítico, objetivo primordial en la enseñanza. Que esto lo hagan los curas desde las parroquias puede tener su explicación, pero que lo organicen directores de los colegios públicos no tiene perdón de Dios.

Aun así, la mayoría de la ciudadanía  apoya y defiende estas actuaciones, unos por fe verdadera, otros por mantener una tradición entrañable que nos pone la piel de gallina a todos, otros por el mero espectáculo de música, colorido y arte callejeros y gratuitos. De acuerdo. Pero, así como un hospital, unos juzgados o unas oficinas de hacienda se dedican a sus menesteres propios y no a organizar procesiones, una escuela pública se debe a la enseñanza, no a la creencia. En clase de Historia se aprende la historia de las religiones; en clase de música se les enseña a los alumnos cualquier clase de música, incluida la cofrade y religiosa. No parece necesario para ello la celebración de procesiones con todo el boato de las mismas. Pasando por alto la supuesta -y nunca practicada- laicidad del Estado y de las instituciones públicas, en las escuelas no cabe discriminación alguna para cualquier actividad docente entre alumnos creyentes y no creyentes, para este tipo de actividades todos los escolares son iguales. La escuela pública de ninguna manera debe promover esta tendencia tan eclesiástica de clasificar y segregar a los alumnos, éstos de aquí los buenos, los normales; éstos otros los “raritos”. De ninguna manera.

Quede claro que yo no critico la Semana Santa, yo la disfruto casi tanto como la disfrutaba de seminarista, me emociono con el paso de nuestro nazareno, con el retumbe de los tambores en la mañana del Jueves Santo, canturreo en privado el pregón de Pilatos y sigo subiendo al coro de la iglesia cada Viernes Santo por la tarde para cantar “las Siete Palabras”. ¿O es que acaso ayer noche mismo en el acto de la exaltación de la saeta no experimenté parecidas cosquillas en el estómago que cuando escuchaba los pregones en la madrugada del Viernes Santo?  Por muy ateo que uno se considere, hay patrones de gustos y conductas infantiles tan incrustados en el cerebro “antiguo”, que no puedo -ni quiero- borrar. Y no entro, porque es una evidencia irrefutable, en la Semana Santa profana, la que produce consumo, diversión, vacaciones y turismo. En esa semana tan especial y sagrada, Sevilla factura más dinero aún que en la Feria de abril. Según datos del ayuntamiento hispalense, la facturación de la feria de 2023 fue de 800 millones de euros, mientras que en Semana Santa se facturaron 930 millones. 

Lo que critico es que el catecismo que antes se daba en la iglesia ahora haya pasado a la escuela camuflado de asignatura oficial de Religión. Lo que critico es que directores, consejo escolar y AMPA de colegios públicos utilicen la escuela para fines no académicos, sino doctrinales. Lo que critico es que la Consejería de Educación se ponga de perfil ante estos hechos que atentan directamente contra la norma constitucional de una enseñanza pública laica y contra la no discriminación por cuestiones de creencias. Lo que critico es que las cosas de Dios se inmiscuyan en las cosas del César.

¿Semana Santa? Pues claro que sí. En la iglesia, en los cuarteles, en las calles, como Dios manda.