Acabo de llegar de la pradera de san Isidro y, sulfurado, me siento a escribir. No debería hacerlo así, tan en caliente, pero me pueden las ganas. No debería, sin antes haber respirado hondo cincuenta veces, pero no quiero que una reflexión pausada y comprensiva endulce mi frustración. Circula por facebook una viñeta muy explicativa de la realidad que hoy quiero denunciar: ante un camión de recogida, una niña le pregunta a su madre si ésos son los hombres de la basura. "No, hija -responde la mujer-. Los de la basura somos nosotros. Ésos son los hombres de la limpieza".
Lo que mejor se nos da a los seres humanos es producir basura. Esa es mi apresurada conclusión. Tanto es así, que hay estudiosos del tema que afirman que la producción de basura es uno de los indicadores más fehacientes del crecimiento económico de una comunidad. Mi suegro -un adelantado-, dueño del salón de bodas del pueblo, sopesaba lo importante de una boda por la cantidad de basura que tenía que limpiar al día siguiente: "ha sido una boda grande, hemos sacado doce sacos de basura".
No han pasado aun cuarenta y ocho horas desde la acampada festiva de san Isidro. Desayunado y empastillado, me alargo a la pradera con la intención de dar unos golpes de entreno a unas bolas viejas de golf. Las mejores las reservo para el campo de verdad, claro. No debería haberlo hecho, suponiendo lo que me iba a encontrar. Y lo que hallo, en efecto, es basura, cantidad ingente de desperdicios e inmundicias que unas pocas mujeres del paro se afanan en retirar en grandes contenedores.
-Mal día has escogido, José María -me dice una de ellas-. Esto es una porqueriza.
Y en lugar de jugar, me da el pronto de ayudar en las faenas de recogida. Fijaros el grado de indignación ante aquel esperpento: yo, agachando el lomo...
-No, hombre -me rectifica la mujer viendo mis malas componendas-. Tú intenta cortar las cuerdas amarradas en las ramas.
Porque ésa es otra: por más que Manuel "Pirreño" recorra puesto por puesto advirtiendo al personal del peligro para los árboles de dejar las ramas ahorcadas en cuerdas, algunas criaturas hacen caso omiso. Con mi navajilla campera he liberado todo lo que he podido, pero hay cuerdas enganchadas mucho más arriba de donde mis brazos alcanzan y las he tenido que dejar.
Todo el campo es un poema: todo salpicado de servilletas de papel, vasos y botellas de plástico, cintas separadoras de colores, latas aplastadas... Al pie de un árbol, un batallón de hormigas intenta a duras penas arrastrar medio kilo de gambones asados pese al incordio de una nube de moscas golosas. En otro sitio, medio rosco de bizcocho casero, tan bien conservado que me da la tentación de traérmelo a mi congelador; más allá, triángulos isósceles de queso manchego ya revenido y rodajas retorcidas de salchichón aceitoso, manjares fugaces para una cuadrilla de grajos que nos circunda y nos apremia a que nos vayamos de una vez para dejarlos comer tranquilos.
Y uno siente frustración ante tal panorama. "Es inevitable -me comenta Pinto, al pie de la escena-. Pasa en todas partes. Y no has visto esto". Y me enseña unos olivos vecinos, inocentes y ajenos a la fiesta del Santo, donde algunas mujeres han ido a desaguar los excesos del pirriaque y han desgajado ramas enteras para ponerlas delante que las preserven de la vista de la gente.
No, no pasa en todas partes. Cuando vamos a comer a la casilla de Cipri nos juntamos ciento y la madre, pero luego todo queda recogido. Por ejemplo. Eso mismo podría hacerse perfectamente en la pradera. Cada puesto bebería llevar bolsas para la basura y al terminar depositarlas en alguno de los muchos contenedores habilitados para el caso. De la misma manera que la gente reserva su puesto con días de antelación acotándolo con cintas y cuerdas, debería también, una vez pasado el evento, llegarse a retirarlo todo. Si lo pensamos, no es algo tan terrible ni tan difícil. Se trata sólo de concienciación, de tratar lo que es de todos como si fuese de uno mismo.
No, no pasa en todas partes. La de arriba es una foto captada por una amiga en una zona de botellona en Burdeos. Los jóvenes han recogido la basura en los contenedores. Y las botellas que no caben las han colocada ordenadas para facilitar el trabajo de los operarios. Da que pensar, la verdad. Es posible que en otros países los niños y los jóvenes reciban en las escuelas e institutos una formación cívica más consistente que en el nuestro, una educación que les enseñe a respetar y defender lo que es de todos, lo público, la cosa pública, la res pública. Es posible. A nosotros nos falta un rato aun.