lunes, 6 de enero de 2025

Un regalo de Reyes

 

Mi hermano Juan nació el día 7 de enero de 1960, cuando servidor tenía siete años, un mes y veinticuatro días. Y coincidió con mi primer viaje al cortijo. Así, más o menos, es como yo lo recuerdo:

 

 Primeros de enero de 1960

 

Un olor dulzón a paja calentita y húmeda inunda la cuadra. Con sigilo y nocturnidad se ha colado el sueño en la humilde estancia para premiar con su quietud los afanes de un día de aceitunas y barro. Al reclamo de Morfeo, van cayendo hombres y bestias. Es ya muy de noche, quizás media noche. Estoy apretujado en un jergón de paja entre mi padre y mi abuelo en el suelo de la cuadra. De tanto querer arroparme, el abuelo se ha quedado sin manta, y me da un poco de vergüenza verlo con sus calzoncillos blancos enterizos, hasta los tobillos.

Hace un buen rato que se han quedado fritos los dos, padre y abuelo, y están a punto de empezar sus turnos de bufidos. Y yo, en medio de la paz nocturna y esperando al sueño, me pongo a pensar que en mi casa del pueblo, la de mi abuela, los Reyes Magos nos van a dejar un nuevo hermanito. Mi padre ya ha dicho que se va a llamar Juan, como él, pero mi madre presiente que va a ser una Carmencita, como nuestra chacha Carmen, la de la casa de Larrecife. Ya pronto seremos cuatro hermanos, y mi madre vuelve a estar muy agobiada con la faena de la casa y con su barriga. Quizás por ello me han traído al cortijo, para quitarme de en medio, que mi hermana Josefa ayuda en las tareas y cuida de mi Manolo, pero yo soy un estorbo que me paso todo el rato en el patio segundo martirizando a las gallinas con mis flechas de carrizos.

Y me distraigo contemplando el vaho de las mulas que se duermen de pie; o poniéndole cara y nombre a las telarañas que se entrecruzan alrededor de una bombilla que cuelga en el pasillo de los pesebres. La bombilla y su luz tintineante me hipnotizan al fin, hasta hacerme caer dormido…

Y me veo en sueños, camino del cortijo esta misma mañana, sentado en el borrico Casimiro por detrás de mi padre, abrazado a él, mi pecho contra la espalda ancha y fuerte de aquél, y mis brazos abarcando su pelliza hasta donde puedo alcanzar. De madrugada. Hace un frío cortante, de ese que no te deja ni componer el huevo con los dedos de la mano.

Amanece al paso por “La Cruz de las Parrizas” y con las primeras luces del día desafiando al frío puedo sorprenderme con las figuras de grandes fantasmas de los olivos y sus alfombras de escarcha en la travesía de "La Guililla".

De cuando en cuando, mi padre se echa su propio aliento en sus manos ahuecadas, y con ellas calentitas refriega las mías. Las manos de mi padre son fuertes y encalladas y ásperas al tacto como rama de olivo recién talada. Siento una emoción especial por mi padre. A lo mejor más que por mi madre que parece siempre enfadada y con la alpargata cargada. Claro que es ella la que brega con nosotros a diario, al padre lo vemos solamente los jueves, que es cuando viene del cortijo a vestirse de limpio, y algunos domingos...

 …Manijero de aceituneros, mi padre se va al campo y yo me quedo al amparo de mi abuelo, “El Pensaor”, y de “La Paloma ”, la casera del cortijo, una mujer de anchuras y simpática que me prepara una tortilla de dos huevos para el almuerzo sabedora de mi repugnancia por la olla de garbanzos. A la hora del Ángelus todo el cortijo se para. Toca a rezo la campana de la espadaña y mi abuelo se descubre y santigua y guarda silencio durante un rato… Dice que esa campana es como el alma del cortijo. Mi abuelo Manolo es como si dijéramos el oráculo, el que conoce Las Cabañuelas, al que todo el mundo pregunta si mañana saldremos al campo o no, el que cuida y se entiende con las bestias como si fuesen familia.

…A la caída de la tarde la casera me lleva hasta la puerta principal, la de los peñones, para no perderme la llegada de los aceituneros: un remolque atestado de mujeres cansadas pero cantarinas con sus pañuelos de colores y sus toneletes sucios de alpechín; y una caterva de hombres recios y embarrados que, al paso de un tractor asmático, desfilan en armónico desorden con sus varas al hombro. Una procesión campera, una verdadera algarabía. Para más sorpresa todavía, cierra la comitiva don José, el amo, en un impoluto coche de caballos guiado por el padre de mi amigo Agundo y que, por su bella elegancia y limpieza, realza aún más el contraste entre estos dos mundos, el de los señoritos y el de los jornaleros…

Al tercer día, mi padre y yo hubimos de salir pitando a lomos de Casimiro porque alguno de los jornaleros que esa mañana venía del pueblo traía el recado urgente de que  mi madre estaba de parto. Mi padre, loco de contento según íbamos bajando por Saballo hasta La Cañá: "Vaya regalo de Reyes que vamos a tener", gritaba al aire. Tan fuera de sí estaba, que le pasó desapercibida una rama de olivo traicionera que me agarró por el cuello y me tiró de espaldas al carril embarrado. Ni se enteró. Al escuchar mis gritos, cincuenta metros más adelante, se volvió para auxiliarme. Pero no pudo rescatar mis botas de agua, condenadas para siempre en el sumidero de aquellas gredas.

"Esto es un querubín", fue lo primero que dijo la chacha Carmencita al asomar mi hermano Juan su cabezota rubio caoba por entre las piernas de mi madre. "Un pedazo de querubín", se ratificó luego la partera al comprobar el corpachón de casi cinco kilos del muchacho y su barriga de batracio. "Me ha dejao destrosá del to", se escuchó luego el lamento de mi madre.

Ni siquiera mi abuelo Manolo, un visionario, un profeta laico de aquellos tiempos, pudo haber vaticinado que este muchachote de trazas nórdicas que se crio en el cortijo con su particular slogan de "esto pa Juan" mientras se palpaba su barriga, corriendo el siglo llegaría a ser el encargado de esta fabulosa finca de La Capilla.

Y hoy, día de Reyes, yo quiero ofrecerle este relato a mi hermano Juan para festejar con él su 65 aniversario y su mes de jubilación.

Suerte y mucha vida por delante.