Mi hermano Juan nació el día 7 de enero de 1960, cuando servidor tenía siete años, un mes y veinticuatro días. Y coincidió con mi primer viaje al cortijo. Así, más o menos, es como yo lo recuerdo:
Un
olor dulzón a paja calentita y húmeda inunda la cuadra. Con sigilo y
nocturnidad se ha colado el sueño en la humilde estancia para premiar con su
quietud los afanes de un día de aceitunas y barro. Al reclamo de Morfeo, van
cayendo hombres y bestias. Es ya muy de noche, quizás media noche. Estoy apretujado en un
jergón de paja entre mi padre y mi abuelo en el suelo de la cuadra. De tanto
querer arroparme, el abuelo se ha quedado sin manta, y me da un poco de
vergüenza verlo con sus calzoncillos blancos enterizos, hasta los tobillos.
Hace un buen rato que se han quedado fritos los dos, padre y abuelo, y están a punto de empezar sus turnos de bufidos. Y yo, en medio de la paz nocturna y esperando al sueño, me pongo a pensar que en mi casa del pueblo, la de mi abuela, los Reyes Magos nos van a dejar un nuevo hermanito. Mi padre ya ha dicho que se va a llamar Juan, como él, pero mi madre presiente que va a ser una Carmencita, como nuestra chacha Carmen, la de la casa de Larrecife. Ya pronto seremos cuatro hermanos, y mi madre vuelve a estar muy agobiada con la faena de la casa y con su barriga. Quizás por ello me han traído al cortijo, para quitarme de en medio, que mi hermana Josefa ayuda en las tareas y cuida de mi Manolo, pero yo soy un estorbo que me paso todo el rato en el patio segundo martirizando a las gallinas con mis flechas de carrizos.
Y
me distraigo contemplando el vaho de las mulas que se duermen de pie; o
poniéndole cara y nombre a las telarañas que se entrecruzan alrededor de una
bombilla que cuelga en el pasillo de los pesebres. La bombilla y su luz
tintineante me hipnotizan al fin, hasta hacerme caer dormido…
Y me veo en sueños, camino del cortijo esta misma mañana, sentado en
el borrico Casimiro por detrás de mi padre, abrazado a él, mi pecho contra la
espalda ancha y fuerte de aquél, y mis brazos abarcando su pelliza hasta donde
puedo alcanzar. De madrugada. Hace un frío cortante, de ese que no te deja ni
componer el huevo con los dedos de la mano.
Amanece al paso por “La Cruz de las Parrizas” y con las primeras luces del día desafiando al frío puedo sorprenderme con las figuras de grandes fantasmas de los olivos y sus alfombras de escarcha en la travesía de "La Guililla".
De
cuando en cuando, mi padre se echa su propio aliento en sus manos ahuecadas, y
con ellas calentitas refriega las mías. Las manos de mi padre son fuertes y
encalladas y ásperas al tacto como rama de olivo recién talada. Siento una
emoción especial por mi padre. A lo mejor más que por mi madre que parece
siempre enfadada y con la alpargata cargada. Claro que es ella la que brega con
nosotros a diario, al padre lo vemos solamente los jueves, que es cuando viene
del cortijo a vestirse de limpio, y algunos domingos...
…A
la caída de la tarde la casera me lleva hasta la puerta principal,
la de los peñones, para no perderme la llegada de los aceituneros: un remolque atestado de mujeres cansadas pero cantarinas con sus pañuelos de colores y sus toneletes sucios de alpechín; y una caterva de hombres recios y embarrados que, al paso de un tractor asmático, desfilan en armónico desorden con sus varas al hombro. Una procesión campera, una
verdadera algarabía. Para más sorpresa
todavía, cierra la comitiva don José, el amo, en un impoluto coche de caballos guiado por el padre de mi amigo Agundo y que, por su bella elegancia y
limpieza, realza aún más el contraste entre estos dos mundos, el de los
señoritos y el de los jornaleros…
Al tercer día, mi padre y yo hubimos de salir pitando a lomos de Casimiro porque alguno de los jornaleros que esa mañana venía del pueblo traía el recado urgente de que mi madre estaba de parto. Mi padre, loco de contento según íbamos bajando por Saballo hasta La Cañá: "Vaya regalo de Reyes que vamos a tener", gritaba al aire. Tan fuera de sí estaba, que le pasó desapercibida una rama de olivo traicionera que me agarró por el cuello y me tiró de espaldas al carril embarrado. Ni se enteró. Al escuchar mis gritos, cincuenta metros más adelante, se volvió para auxiliarme. Pero no pudo rescatar mis botas de agua, condenadas para siempre en el sumidero de aquellas gredas.
"Esto es un querubín", fue lo primero que dijo la chacha Carmencita al asomar mi hermano Juan su cabezota rubio caoba por entre las piernas de mi madre. "Un pedazo de querubín", se ratificó luego la partera al comprobar el corpachón de casi cinco kilos del muchacho y su barriga de batracio. "Me ha dejao destrosá del to", se escuchó luego el lamento de mi madre.
Ni siquiera mi abuelo Manolo, un visionario, un profeta laico de aquellos tiempos, pudo haber vaticinado que este muchachote de trazas nórdicas que se crio en el cortijo con su particular slogan de "esto pa Juan" mientras se palpaba su barriga, corriendo el siglo llegaría a ser el encargado de esta fabulosa finca de La Capilla.
Y hoy, día de Reyes, yo quiero ofrecerle este relato a mi hermano Juan para festejar con él su 65 aniversario y su mes de jubilación.
Suerte y mucha vida por delante.