domingo, 28 de octubre de 2012

Aquí va a pasar algo.

¿Qué queréis que os diga?, que es verdad; que trabajé la mar de relajado el día éste de la huelga. A falta de  sesión clínica matinal llego a la consulta a mi hora, antes incluso, sin prisa; nadie te entretiene por los pasillos, hoy extrañamente anchos y expeditos; te cruzas con cuatro despistados como tú o con uno de estos compañeros cabreados por estar de mínimos que, torva la mirada, te suelta unos engañosos "buenos días, ¿qué, de esquirol, no?" "Más o menos", contesta uno. Y a lo mío. A las enfermeras y auxiliares de la consulta, sin apenas trabajo, se las ve más contentas, más pendientes de uno, hasta más graciosas, si no es mucho decir. Piensas que con la cosa de la huelga te vas a librar de algunos pacientes, quizás no venga ésta, la pobre, tan pesadita; pero ¡coño!, ese día no falla uno. "¿Cómo te atreves a venir sabiendo que hay huelga?, te arriesgas a volverte de vacío", le regaño a Petrola. "He llamado antes por teléfono para asegurarme de si estaba usted aquí", me contesta con cierto recochineo. Estas viejas pécoras se las saben todas. 

Pero no me gustan las huelgas. No creo que a nadie le gusten. He sido siempre un acérrimo detractor de las mismas. "¿Tú por qué no vas a la huelga?", me preguntan algunos colegas bien intencionados. "No he ido cuando tenía veinte años, ¿voy a ir ahora a los sesenta?" La huelga es el fracaso del diálogo, del entendimiento racional entre las personas. No llego a entender bien por qué sea necesario tomar medidas de presión para conseguir cualquier tipo de reivindicación. Si tal exigencia es razonable y posible de alcanzar, ¡por qué tienen que perder algo las partes en litigio? Parece de tontos ¿no? El empresario sufre en la producción y el obrero en su jornal. Y al final, se avienen. ¿Por qué al final y no al principio? Y si, por otra parte, la reclamación, por muy razonable que sea, no es alcanzable ¿para qué perder tiempo y dinero? Y no digo nada de las huelgas generales, en las que nadie gana absolutamente nada, todos perdemos. Ah!, pero manifestamos nuestro descontento. ¡Como si no lo supieran!, ¡como si les importara mucho! Se necesitaría algo mucho más contundente que una huelga para amedrentar a una clase política y financiera tan corrupta. No, no soy hombre de huelgas.

Las huelgas del personal sanitario (y en general de cualquier empresa de servicios) no afectan solamente a empleado y empleador, implican además a un tercer actor, aunque pasivo y sufridor: el ciudadano. La huelga médica, en este sentido, está mal vista, tiene mala prensa, como suele decirse. La gente nos tiene por peseteros, por algo será. Nosotros mismos confesamos en las reuniones previas con los sindicatos que no nos sentimos cómodos, que no queremos la huelga, pero que no nos dejan otra alternativa. Y nos tiramos de cabeza a una piscina sin agua. Salta a la vista que nuestros planteamientos son más que razonables, que nuestras exigencias son legítimas, que nos sentimos maltratados por una administración farisea que de puertas adentro nos adula con que somos el activo más importante de la empresa, mientras de puertas afuera nos tacha de egoístas y de desafectos. Seguro que es así, que nuestros alegatos son de peso. Pero tan cierto como eso es que no vamos a conseguir nada con la huelga, sencillamente porque lo que pretendemos no es alcanzable. "El tema de la especial distribución horaria para los médicos es inamovible", acababa de sentenciar nuestra prócer Montero con esa su pose tan atractiva como prepotente. No hay nada que "arrascar", dicen en mi pueblo.

Ha sido ésta, la de los médicos, una huelga totalmente asimétrica en nuestra contra. Se espera conseguir algo a sabiendas de que algo nos va a costar, pero que también la empresa sufrirá algunas inconveniencias. Nada de eso. En este caso la empresa ha estado encantada. No sólo se sale con la suya sino que lo hace de forma gananciosa. Se ha ahorrado los jornales de todos y cada uno de los huelguistas y no ha perdido absolutamente nada. Para los directivos el día se programa como si fuese domingo, bueno, dirán, un festivo más; se atienden las urgencias y los problemas inaplazables  y mañana será otro día. ¡Vengan muchas huelgas como ésta!, brindarán los gerentes la mar de zalameros con la Montero.

No obstante, quisiera también intentar un pequeño ejercicio de autocrítica. Me rebelo contra la costumbre tan común de echar a los otros la culpa de todo lo que nos pasa: la culpa siempre es de los políticos, de los bancarios, de los empresarios, de los gestores, de los jefes. Nosotros, el resto del mundo, somos santos inocentes de impoluto comportamiento. El último detonante de esta huelga médica ha sido la manera tan sobrada con la que nuestra bella consejera ha decidido sobre el exceso horario. Los médicos computaremos diez horas mensuales repartidas en dos tardes de cinco horas. De esta manera se ahorra un buen pellizco en el pago de las tardes. Es verdad.  Pero solamente a costa de los médicos. A los demás funcionarios se les permite ampliar la jornada en media hora, sin más merma de su ya escuálido sueldo. Y encima, supone el tercer recorte en dos años. Vale, nos asiste la razón. Sin embargo, me debato en cavilaciones: ¿no hemos quedado que con esto de la crisis debería pagar más quien más gana? ¿Quiénes son los funcionarios que más ganan? A mí me parece que somos nosotros, los médicos. No es lo mismo que a mí me distraigan quinientos euros al mes que lo hagan con una enfermera, auxiliar o administrativa, muchas de ellas mileuristas. Todos admitimos la realidad de la crisis, sí, pero que no nos toquen el bolsillo. A nosotros que no nos registren. Que cierren empresas públicas, que despidan al personal excedente, a los enchufados, que manden al paro a tanto político inepto, que la Iglesia pague como todo quisqui, que clausuren el senado, que enchironen al Rato, al Botín, al Castillejo y a otros compinches y le hagan devolver lo amasado..., pero a mí que no me miren, yo soy un ciudadano ejemplar que vive honradamente de su trabajo, que paga religiosamente su hipoteca, que no defrauda a hacienda porque no puede  y que no tiene ninguna culpa ni responsabilidad en todo lo que está pasando. No tanto, Villalba, le dijo el señorito de la Capilla a José Villalba, el casero, con ocasión de que éste, en un encendido arrebato de lisonja, le dijera quererlo como a su propio padre. Pues eso, no tanto Villalba. Desde luego que  deberían ejecutarse muchas de esas cosas que denunciamos, claro que sí, pero yo, por ejemplo, pago las reparaciones de mis coches o las pequeñas obras de mi casa sin factura; o sorteo la normativa fiscal mediante una argucia de dudosa legalidad para desgravarme mi apartamento de Benalmádena en la declaración de la renta. Por ejemplo. De manera que, en la medida de mis posibilidades, soy un pequeño corrupto. Por tanto, si ahora  tengo que apechugar, apechugo.

¿Quiénes sino nosotros, la clase media, va a sacar esto para adelante? Confiar en los magnates y ricachones es de ilusos. ¿De cuándo se ha visto que la clase alta se ensucie las manos sin provecho? En lugar de donar veinte millones de euros a Cáritas (que está muy bien, no digo que no), el amo de Zara bien podría dar más y mejor trabajo, no explotar a los niños del tercer mundo, cumplir con hacienda en razón de su patrimonio y no acumular dinero en paraisos fiscales. De esta manera se hace patria o, mejor para ellos, se gana el cielo, no repartiendo migajas. Creer en la capacidad e intención de los políticos para sacarnos de la crisis es de tontos. A los buenos, como mi amigo Manolo Gutiérrez, no los dejan subir. Si los políticos tuvieran verdadera voluntad de buscar el bien común harían (o dejarían de hacer) muchas de las cosas que todo el mundo ve como evidentes, entre otras recortarnos el sueldo, sí, pero también al mismo tiempo reducir la jornada, en vez de ampliarla, y así poder contratar a gente joven. Estoy convencido de que muchos médicos renunciarían resignados a esos quinientos euros si ello redundara en trabajo para otros compañeros. Lo que nadie quiere, lógicamente, es que su ofrenda sólo sirva para engordar al monstruo, para pagar intereses de la Deuda. Y los pobres, la clase baja creciente, ¿qué pueden hacer?, bastante tienen con intentar eludir el desahucio de sus casas o con buscar un buen cordel con el que ahorcarse. Nosotros, los que aún podemos vivir con cierto desahogo, estamos llamados a tirar del carro. Nos ha tocado este momento histórico tan singular. A nuestros padres y abuelos les tocó la guerra, fíjate tú, y la penosa postguerra, y afrontaron airosos la miseria.  Si lo nuestro tiene que llegar a tanto, entonces doy mi conformidad en ceder solidariamente parte de mi sueldo y abrazo gustoso la religión del Anguita, vivir sencillamente para que otros puedan, sencillamente, vivir.

No, decidídamente, no me gustan las huelgas; y menos en el hospital. Por muy tranquilo que trabaje. Pero comprendo y  comparto las razones que nos animan, no sólo a los médicos, sino a todos los ciudadanos, a sentirnos indignados, ninguneados y maltratados por unas castas política, empresarial y financiera envilecidas. No, esto no se arregla con huelgas. Me temo que no. Aquí va a pasar algo.

1 comentario:

  1. vivir sencillamente para que otros puedan, sencillamente, vivir. (Es una utopía, lo sabemos pero....?

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