viernes, 6 de septiembre de 2013

Algún día tenía que ser.

Casualidades de la vida. Algún día tenía que ser. Y ha sido hoy, fíjate.
 
Sabéis que me gusta entrometerme en la vida y milagros de mis pacientes. No es por morbosa curiosidad, sino por crear un clima favorable y por disponer de cuanta más información mejor para atender sus necesidades asistenciales. Os parecerá increíble, pero, en ocasiones, cosas tan simples como saber de dónde sea un paciente, en qué trabaja o cuáles sean sus hobbies, tienen su importancia a la hora de la elucubración diagnóstica. Por ejemplo, al considerar el diagnóstico diferencial de una persona con fiebre prolongada tiene muy distintas connotaciones si tal persona vive en un medio urbano o en otro rural; e incluso dentro del mismo pueblo, si el paciente tiene afición por los perros o si vive en una calle por donde pasan cabras o hay cerca corraletas de cerdos o pajarerías. Alguien que venga de Lebrija tiene muchas posibilidades de tener una enfermedad del tiroides, sea cual sea el síntoma que lo guía. En fin, que sí, que os digo yo que sí.
 
Pues esta mujer de la que os hablo hoy es nueva en esta plaza. Es la primera vez que viene a mi consulta. Y resulta que es del Viso del Alcor. Naturalmente, como a cualquier viseño que me visita, le hablo de mi admiración por su pueblo, y, más que por el pueblo en sí, por la pastelería de san Blas. Uhmmm!, ¡qué maravilla de magdalenas!

-Yo voy bastante por el Viso -les digo a la paciente, una señora mayor y bien emperifollada, y a su hija que la acompaña-. Me gusta el pueblo, sí.
-Anda, ¡pero si nuestro pueblo tiene muy poco que ver!...
-Algo habrá -me hago el misterioso.
-Una novieta o algo parecido, ¿verdad? -se atreve la anciana con descaro.
-¡Mamáaaaa!
Y me río de buena gana ante tal ocurrencia. ¡Para novias estoy yo que casi no me la encuentro ni para mear!
-No mujer, ¿qué va? No, no es eso. ¿Usted me ve a mí pinta de novio?
-Yo lo encuentro interesante, vaya.
-Muchas gracias, señora. Es el primer piropo de la mañana.
Y ahora son ellas las que se ríen.
-No; la cosa es más sencilla: me encantan las magdalenas de san Blas.
No he terminado la frase cuando ambas mujeres dan un grito de sorpresa mayúscula que me hace dudar de si habré metido la gamba sin querer con alguna de mis frecuentes imprudencias.
-¡Qué pasa? ¿Qué es lo que he dicho?
-¡Ay, ay, ay, por Dios! Nada, nada, no se apure usted -y me mira la vieja con ojillos pícaros-. ¡Que nosotras somos las dueñas de la pastelería!
-¡Andáaaaaaa! ¡Vaya sorpresón! -y es verdad que me quedo incrédulo ante tal nueva-. Menos mal que no he mentado a Riaño.
-¡Ah! No pasa nada. Nuestras magdalenas no tienen competencia. Los de Riaño también lo saben.
-No es porque estén ustedes delante, pero es verdad, no hay comparación. Por lo menos para mi gusto.
-¿Y cómo llegó usted a enterarse de lo de nuestra pastelería?
-Bueno... Tiene fama en todo el hospital, mujer. A mí me regalaba con mucha frecuencia una paciente mía del Viso, Milagros Santos Algaba, no sé si la conocerían, ya murió, la pobre, hará un par de años...
-Claro que la conocíamos. De mi misma edad. En la calle La Muela vivía, sí -interrumpe la anciana.
-Pues ella fue quien me empicó con las magdalenas. Y desde entonces rara vez faltan en mi casa. Mirad, no es raro que me encuentre con una caja de las grandes, de ésas que son mitad de chocolate, mitad de azúcar glaseada, que haya comprado hoy, un poner, y otra de las medianas que me regale uno de mis pacientes mañana, por ejemplo. Hasta con tres cajas me he llegado a ver a un tiempo. Y las tengo que congelar, claro.
-Están igual de buenas cuando se descongelan.
-Y que lo diga.

Pues que sepáis, amigos míos, que me ha emocionado mucho conocer a estas personas. Algún día tenía que ser, veo a tanta gente del Viso que, por ley de probabilidades, tenía que tocar ya. No sé, soy tan goloso que considero a los pasteleros como verdaderos artistas del placer culinario. Yo me paro en los escaparates de las pastelerías y se me va el tiempo embelesado con los monigotes de merengue, las figuritas de chocolate o las milhojas de nata. Aguanto estoicamente sin entrar. Ni siquiera me relamo. Sufro y disfruto a un tiempo. Y pienso entonces en lo cansino que me resulta la visita a los museos a los que la Peque me obliga a entrar, o en el tostón que debe de "aguantar" el Pintor, de vía crucis diario y voluntario por las librerías de Córdoba, comparado con lo agradable de un paseo por un bulevar salteado de confiterías. Antonio Pintor es el tonto de los libros, mi Peque es la tonta de los museos y un servidor es el tonto de los dulces.

-La próxima vez que usted vaya por allí pregunte por Mercedes "La Chilondra". Y yo mismo saldré a atenderlo.
-Ni hablar, que no me cobras.
-Eso ya lo veremos.

Y ahora me da cosa de ir. Por no hacerle el compromiso. Pero al final iré, ya veréis.

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