miércoles, 4 de junio de 2014

El árbol del Bien

La Peque está que trina. El coche arrancado, la Pelusa y ella dentro ya preparadas y yo que, a ultimísima hora, me acuerdo de algo, abandono el volante, entro en la casa, salgo raudo con una bolsa en la mano y, ante la atónita mirada de ambas, Peque y perrita, trepo a mi ciruelo a llenar la bolsa de fruta tan melosa.
 
-¡Es que no me lo puedo creer! ¿No has tenido tiempo en toa la mañana, joer ya tío!
-Perdona Peque, es que queriéndolo dejar pa lo último se me ha pasao.
-¿Y por qué pa lo último?
-Pa que vayan más fresquitas.
 
Ciruelas para mi padre.
 
La Peque, aún conociéndome mejor que nadie, no alcanza a comprender gestos míos como éste. "Te pasas media tarde encaramao en el ciruelo, tío" -refunfuña. Quizás no pueda. Solamente quien haya vivido de niño una experiencia tan particular sepa encajarlo. En nuestra infancia tres años eran mucho tiempo. Ella, tres años más nueva, tuvo al alcance de dos perras gordas pipas, martillos de caramelo, chupa chups y chicles de sabores. Mi hermana Josefa y yo, en nuestros años más tiernos, no conocimos más chucherías que las ciruelas. Y las brevas. El ciruelo y la higuera son nuestros árboles sagrados, los bíblicos, árboles del Bien.

Por este tiempo de primavera, cada jueves por la tarde nos dábamos un festín. Sólo los jueves. Nos apostábamos en las Eras Bajas a esperar a mi padre y a mi abuelo Manolo, jinetes cada cual en su jumento, que venían del cortijo a vestirse de limpio. Desde lo alto de sus monturas nos aupaban, mi hermana, con mi padre, yo, con mi abuelo. Arrecife arriba. Con nuestras zancas al aire ni siquiera nos lastimaba el roce áspero con el esparto de los  serones. "Ahí llegan Juanillo y Manolo "el Pensaor" -decían las mujeres sentadas ya al fresco-. Lo bien que se llevan, oye". Y nosotros dos, la mar de anchos. A la altura de nuestra casa nos apeaban junto con sus capachas y ellos dos seguían hasta la casa de Carreira para dejar los borricos en las cuadras. Luego, mientras estos dos hombres recios y esforzados se lavaban en el patio a gafadas en un lebrillo de cinc, nosotros dos y mis primos "los Polis", más chicos, nos disputábamos las ciruelas de las capachas. ¡Qué delicia de manjar! ¡Qué poquito hace falta para llevar la felicidad a un niño! Cariño y ciruelas. Mi abuelo, más ordenado, las traía colocadas en lo alto, sobre un papel grande de estraza para que se mantuvieran más o menos enteras. Pero mi padre era un desastre, las echaba al tum tum, donde cayeran, y luego teníamos que rebuscarlas por entre la hortera, la botella del aceite y el pan sobrado. Nos las comíamos despachurradas y rebozadas en migajas. Mejor sabían.

Hasta ahora, mi ciruelo se había comportado como un árbol florero, sólo de adorno. Mucha flor, mucho cortejo de insecto volador, mucho perfume dulzón en las tardes tan cortas de febrero. Pero a la hora de la verdad, diez ciruelas. Como mucho. La mitad, la parte alícuota para los pájaros milanos, esos pajarracos negros que cualquier día habrá que invitarlos a la mesa, de tanto como se acercan. Pero este año se ha desquitado. Miles de ciruelas, ramilletes enteros de ciruelas colorás, un árbol rojo en lugar de verde. Ha habido ciruelas para todos los amigos. El que más las ha disfrutado, lógico, Agustín. Y luego, los pájaros negros.

-Papa, mira el regalo que te traigo -le digo enseñándole la bolsa.
-¿Qué son, dulces? -responde el muy glotón.

Abre la bolsa y se le ponen los ojos como platos:
-¡¡¡Ciruelaaasss!
- Pa que veas, papa, los papeles cambiaos. Ahora soy yo quien te las trae a ti. Pero limpitas y curiosas, no como tú, so adán.
-Siempre me pasaba lo mismo, nene. A la carrera. Algunas tardes me tenía que volver desde "Saballo" para echarte las ciruelas en la capacha. A tu abuelo se lo llevaban los demonios. "Pero Juanillo, por los clavos de Cristo, ¿no has tenido to el santo día?"

¿Os suena? Bendito quien a los suyos se parece.

 

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