miércoles, 18 de junio de 2014

El cielo puede esperar

Hoy quiero contaros una historia tierna. De ésas que tanto me gustan.
 
Hará cosa de un mes, más o menos, que tropecé en los pasillos de las urgencias con la hija de una paciente mía. Una clásica. Juana Ruiz Gómez para más señas. Fue ella, la hija, quien me abordó. Hago el recorrido a diario, al final de la mañana, pero paso por allí, por las urgencias, mirando al infinito, sin posar la vista en nadie, temiendo ser reconocido y abordado por tanto familiar sufriente que, seguro, va a demandar mi ayuda. Y entonces habría de entretenerme más de la cuenta. Ya se sabe, los médicos vamos siempre de prisa.
 
-Doctor Rivera, un momento... haga usted el favor -se detiene enfrente mía mesma.
-¡Anda, Juanita! ¡Qué haces aquí? -me quedo sorprendido.
-Mi madre -se pone a gimotear-. La han ingresado aquí en observación.
-¿Qué ha pasado?
-Se ha caído y se ha roto algo, nos han dicho. Yo la veo muy mal. Entre usted, haga el favor.
 
Los compañeros de la observación me cuentan lo ocurrido. Ha tenido una hemorragia cerebral y está casi en coma.
 
Juana tiene 88 años muy bien llevados. Su corazón tiene unas paredes de papel de fumar y bombea menos que el motor de mi piscina, siempre gripado, y sus riñones filtran lo mismo de malamente que mi depuradora. Y es una mujer muy miedica, siempre pensando en morirse, "No me alargue mucho la cita, vayamos que me muera antes". Pero aguanta, digo que si aguanta.
No me reconoce. Está despierta, con los ojos abiertos, chapurrea algo pero no responde a mis preguntas ni dirige la mirada. Respira con dificultad. Está muriéndose de una hemorragia cerebral. "Éste sí que es el fin, Juana" -le digo. Le doy dos besos en la frente y me despido de ella.
-La vamos a ingresar en el Tomillar, que muera allí con más y tranquilidad -me comentan mis colegas-. ¿Te parece?
-Vale.
 
Ya en el pasillo, vuelvo a la familia. En el rato que he permanecido en observación se han juntado siete u ocho más, después nos quejamos de los gitanos, nosotros somos lo mismo. Casi.
 
-Mal, la cosa está  muy mal. Fijaros cómo estará que ni siquiera me ha reconocido -les voy poniendo sobre aviso.
-A nosotros tampoco -me responden. Y entonces saco mi guasa particular para distender.
-Bueno, que no os reconozca a vosotros tiene un pase, pero que no me reconozca a mí...
Y se tienen que reír llorando y todo.
-Se va a morir -sigo ya serio-. La van a trasladar al hospital del Tomillar para que podáis estar con ella todos. Allí hay más espacio y más tranquilidad. Yo ya me he despedido de ella.
 
Hace un mes de todo esto.
 
Ayer me tocó ir al Tomillar a recuperar una de esas tardes tontas de Rajoy, lo del exceso de horas. Voy dos tardes al mes. Distraído por la planta, me aborda sorprendida una chica joven.
 
-Doctor Rivera, ¿qué hace usted aquí?
-Trabajando, ¿qué quieres que haga?
-¡Usted no sabe quién soy yo?
-No, perdona, no caigo.
-¡Soy una nieta de Juana!
Por un momento y medio atontolinado por falta de mi siestecita habitual me cuesta reconstruir el momento.
-¡Juana, Juana Ruiz Gómez?
-¡¡¡Sííííí!!!, ¡la  misma! ¡Que nos la llevamos hoy a casa!
-No es posible. Pero si estaba muerta hace un mes...
-Pos ha resucitao -se pone con todo el desparpajo.
-¡Dónde está, que no me lo creo.
-En la 218.
 
Y me encuentro a Juana sentada en un sillón charlando con locuacidad con su vecina de cama. Sus dos hijas ponen el grito en el cielo al verme entrar "¡Ay Dios mío, quién ha venido a verte, momá!" Cuando Juana se da cuenta casi le da un patatús. Me extiende sus brazos para que yo me incline hacia ella y le dé un abrazo apretado "Ayyyyyy, doctor Rivera, yo no me esperaba esto, qué alegría..." "Ni yo tampoco, Juana, ni yo tampoco".
Una vez recuperados de nuestras emociones respectivas empiezo con mis bromas.
 
-Pa mí, Juana, que te habías muerto aquel día, el mismo día que te trajeron aquí. Fíjate. ¿Y por qué no me habéis dicho ná? -les espeto a las hijas.
-Porque queríamos darle una sorpresa cuando fuera  a su cita normal de la consulta.
-¿Y usted creyó de verdad que yo me iba a morir? -se pone la paciente.
-Seguro. Me despedí de ti y todo, mira, te hice con mi dedo gordo la señal de la cruz en tu frente y luego te di dos besos.
-Pues entonces, si el doctor Rivera dice que me he muerto es que estoy muerta y esto es el cielo.
-Calla mujer, no inventes ruinas ¿qué quieres llevarnos a todos contigo?
 
Está claro, la gente se muere cuando le llega su hora, no cuando lo dice el médico. Por muy doctor Rivera que uno sea.

4 comentarios:

  1. Tierna y bonita narración y no las que nos cuentan algunos medios o casi todos.
    Un abrazo.

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  2. Tú sigue siendo ateo y comportándote con los demás así, verás que pedazo de chalet te espera en el cielo.

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  3. Muchas gracias muchachos. Pero Antonio, puestos a elegir chalet me quedo con el mío de Valencina.

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  4. Entrañable anécdota de afectos mutuos en una estupenda relación médico-paciente en la que ambos disfrutan cuando interactuan y que evidencia que algunas personas son capaces de sobrevivir incluso a pesar de los médicos.

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