lunes, 20 de enero de 2025

¿Y si no hay una próxima vez...?

 ¡¡¡La próxima vez, llamo a la policía!!! 

Son las cinco de una tarde luminosa y fresca y me encuentro jugando solo en el campo de golf de Antequera. En el tee (salida) del hoyo 9. A mis espaldas, una vista panorámica de gran angular de toda la ancha Vega; por el Norte, hasta las sierras subbéticas; por el Este, el Indio en su impertérrito yacer y Archidona, brochazo de cal en la montaña parda y lejana.  Un espectáculo en la tarde soleada que empieza a declinar.

Me distraen unos ladridos y, enseguida, voces humanas muy airadas. Es bastante habitual ver a gente pasear a sus perros por el monte, en las inmediaciones del campo de golf, seguramente personas que habitan alguno de los chalets circundantes. Pero gente sosegada, no cabreada. Me puede la curiosidad.

Las encinas y el seto del campo me protegen de la vista desde fuera, pero me permiten fisgonear sin ser descubierto. Una mujer joven flanqueada por dos hermosos mastines se acerca vociferando a su móvil. Está nerviosa. Incluso iracunda. Apenas permite hablar al del otro lado: "¡que no, que no y mil veces no" grita. Se detiene a unos escasos diez metros míos y yo me agacho entre los árboles ¡qué vergüenza si me descubre! Parece como si ahora ella se hubiera dado un respiro para escuchar a su oponente. Y, de nuevo, responde, ahora llorosa: "no me vengas con perdones, no puedo creerte, ya no aguanto más..."

Y yo me siento ahora avergonzado de permanecer ahí, emboscado como la vieja del visillo, escuchando una conversación privada entre novios, amantes o cónyuges. Pero ya no me queda otra, no puedo moverme si no quiero que me descubra, la tengo a tiro de piedra.

"Que sea la última vez que me levantas un palo, la próxima llamo a la policía". Y colgó. Y se alejó taciturna monte abajo con sus perros guardianes, dudosa garantía de protección contra el palo de su compañero. 

Y me dejó sin ganas de seguir jugando. Pero muchacha, ¿y si la próxima vez es la definitiva? ¿Por qué esperas, mujer, a la próxima vez...? ¡Hazlo ya! ¡Llama a la policía, mujer de dios!



sábado, 18 de enero de 2025

El mejor deporte para los jubiletas

En algún sitio he escuchado que el golf es el segundo deporte más técnico de todos. No me acuerdo de cuál era el primero, quizás el boxeo o la natación sincronizada. Puedo dar fe de que, en lo que a mí respecta, el golf, desde luego, requiere de más concentración y de más técnica que ninguno otro de los que yo haya practicado. El deporte más sencillo y asequible es el caminar, y el más completo, el que más músculos mueve, la natación.

El caminar puede ser muy interesante y atractivo cuando vas de senderismo por parajes bonitos, pero resulta aburrido por cansino en los senderos de los pueblos, las famosas rutas del colesterol, tan de moda. Caminar o correr por el campo, en solitario o en grupo, pero sin competir, no es algo que me atraiga mucho que digamos y hace tiempo que mis rodillas y mis caderas se negaron en rotundo a jugar al tenis, mi penúltimo refugio de ocio. La natación, para mi gusto, tiene el inconveniente de la escasa disponibilidad de piscinas climatizadas en según qué entorno vivas. Pero incluso viviendo en Antequera, con una piscina climatizada espléndida y a un precio de un euro por sesión, me sentía algo agobiado por estar en un ámbito cerrado y respirando cloro volatilizado en el aire ambiente. Cada mañana salía con más mocos que mi nieto Lucas en su guardería. Además de resultar aburrido tanto viaje de ida y vuelta en tu misma calle. A lo último, más que nadar, lo que yo hacía era entretener mi vista cansada en la contemplación de algunas gachises con cuerpos esculturales. Además de lo bien que nadaban.

De manera que mi acercamiento al golf en la edad tardía ha supuesto para mí un regalo inesperado y muy gratificante. 

Para empezar a entender la dificultad de este deporte, el instrumento de juego en el golf, el palo, no es uno, como pueden ser una raqueta, una espada de esgrima, un balón de fútbol, una bici..., sino muchos: yo tengo en mi bolsa 11 palos y soy el que menos lleva. Un palo para cada distancia. Con el Driver, el palo más largo y cabezón, alcanzo 150 metros; con el hierro 7, 100; con el Wedge, 60... Soy de la opinión, sin embargo, de que ya con cierto grado de oficio se puede jugar al golf perfectamente con sólo cinco o seis palos.

Los palos de golf no se cogen de cualquier manera, tienen un agarre difícil y molesto, con ambas manos semi entrelazadas, hasta que no te acostumbras: ese agarre se llama el grip. Y luego vienen la postura, las piernas de esta manera, ni rectas ni demasiado dobladas, el brazo izquierdo siempre tieso, la mirada fija en la bolita sin perderla nunca de vista... Y repetir y repetir y repetir hasta que todos los movimientos queden fijados en tu cerebelo, de manera que ya te salgan de manera espontánea. Si hay algún deporte en que la constancia nos lleve a la perfección, ése es el golf.

Pero, tampoco. Llevo dos años en esto, juego casi casi a diario y sólo he conseguido bajar mi hándicap hasta el 28. Es muy complicado esto del golf. Y también es por días. Hay días en que eres el rey del mambo. Y otros en que te entran ganas de romper los palos. Incluso en los días buenos tendrás golpes muy malos. Si te va bien en los hierros, te irá mal con las maderas; si haces la calle en dos golpes, cosa fantástica, emplearás tres o cuatro en el green... Y esto no es algo que sólo te pase a ti, le ocurre a cualquiera de tus colegas de juego, incluso a los de hándicap más bajo, a los buenos.

Tal vez en esto estribe el enganche del golf, el más vicioso de todos los deportes, en la eterna imperfección, en la eterna insatisfacción, en la necesidad de una concentración máxima en cada golpe, en no dar ningún golpe por ganado...

Estoy convencido de la conveniencia de practicar el golf para cualquier jubilado que disfrute con el deporte al aire libre o que, simplemente, desee hacer un ejercicio físico saludable con el beneficio espiritual añadido de la contemplación y respiración de espacios abiertos, verdes y bellos. Muchísimo mejor ¡dónde va a parar! que encerrarse en un gimnasio oliendo a pinreles o en una piscina climatizada respirando cloro.

Eso sí, si me hacéis caso y os metéis en este berenjenal del golf, os doy una recomendación: mucha paciencia, mucha constancia, mucho disfrute y nada de cabreo. Y ser conscientes de que en los primeros meses, más que jugadores de golf pareceréis unos buscabolas.

¡Ánimo!!!



lunes, 6 de enero de 2025

Un regalo de Reyes

 

Mi hermano Juan nació el día 7 de enero de 1960, cuando servidor tenía siete años, un mes y veinticuatro días. Y coincidió con mi primer viaje al cortijo. Así, más o menos, es como yo lo recuerdo:

 

 Primeros de enero de 1960

 

Un olor dulzón a paja calentita y húmeda inunda la cuadra. Con sigilo y nocturnidad se ha colado el sueño en la humilde estancia para premiar con su quietud los afanes de un día de aceitunas y barro. Al reclamo de Morfeo, van cayendo hombres y bestias. Es ya muy de noche, quizás media noche. Estoy apretujado en un jergón de paja entre mi padre y mi abuelo en el suelo de la cuadra. De tanto querer arroparme, el abuelo se ha quedado sin manta, y me da un poco de vergüenza verlo con sus calzoncillos blancos enterizos, hasta los tobillos.

Hace un buen rato que se han quedado fritos los dos, padre y abuelo, y están a punto de empezar sus turnos de bufidos. Y yo, en medio de la paz nocturna y esperando al sueño, me pongo a pensar que en mi casa del pueblo, la de mi abuela, los Reyes Magos nos van a dejar un nuevo hermanito. Mi padre ya ha dicho que se va a llamar Juan, como él, pero mi madre presiente que va a ser una Carmencita, como nuestra chacha Carmen, la de la casa de Larrecife. Ya pronto seremos cuatro hermanos, y mi madre vuelve a estar muy agobiada con la faena de la casa y con su barriga. Quizás por ello me han traído al cortijo, para quitarme de en medio, que mi hermana Josefa ayuda en las tareas y cuida de mi Manolo, pero yo soy un estorbo que me paso todo el rato en el patio segundo martirizando a las gallinas con mis flechas de carrizos.

Y me distraigo contemplando el vaho de las mulas que se duermen de pie; o poniéndole cara y nombre a las telarañas que se entrecruzan alrededor de una bombilla que cuelga en el pasillo de los pesebres. La bombilla y su luz tintineante me hipnotizan al fin, hasta hacerme caer dormido…

Y me veo en sueños, camino del cortijo esta misma mañana, sentado en el borrico Casimiro por detrás de mi padre, abrazado a él, mi pecho contra la espalda ancha y fuerte de aquél, y mis brazos abarcando su pelliza hasta donde puedo alcanzar. De madrugada. Hace un frío cortante, de ese que no te deja ni componer el huevo con los dedos de la mano.

Amanece al paso por “La Cruz de las Parrizas” y con las primeras luces del día desafiando al frío puedo sorprenderme con las figuras de grandes fantasmas de los olivos y sus alfombras de escarcha en la travesía de "La Guililla".

De cuando en cuando, mi padre se echa su propio aliento en sus manos ahuecadas, y con ellas calentitas refriega las mías. Las manos de mi padre son fuertes y encalladas y ásperas al tacto como rama de olivo recién talada. Siento una emoción especial por mi padre. A lo mejor más que por mi madre que parece siempre enfadada y con la alpargata cargada. Claro que es ella la que brega con nosotros a diario, al padre lo vemos solamente los jueves, que es cuando viene del cortijo a vestirse de limpio, y algunos domingos...

 …Manijero de aceituneros, mi padre se va al campo y yo me quedo al amparo de mi abuelo, “El Pensaor”, y de “La Paloma ”, la casera del cortijo, una mujer de anchuras y simpática que me prepara una tortilla de dos huevos para el almuerzo sabedora de mi repugnancia por la olla de garbanzos. A la hora del Ángelus todo el cortijo se para. Toca a rezo la campana de la espadaña y mi abuelo se descubre y santigua y guarda silencio durante un rato… Dice que esa campana es como el alma del cortijo. Mi abuelo Manolo es como si dijéramos el oráculo, el que conoce Las Cabañuelas, al que todo el mundo pregunta si mañana saldremos al campo o no, el que cuida y se entiende con las bestias como si fuesen familia.

…A la caída de la tarde la casera me lleva hasta la puerta principal, la de los peñones, para no perderme la llegada de los aceituneros: un remolque atestado de mujeres cansadas pero cantarinas con sus pañuelos de colores y sus toneletes sucios de alpechín; y una caterva de hombres recios y embarrados que, al paso de un tractor asmático, desfilan en armónico desorden con sus varas al hombro. Una procesión campera, una verdadera algarabía. Para más sorpresa todavía, cierra la comitiva don José, el amo, en un impoluto coche de caballos guiado por el padre de mi amigo Agundo y que, por su bella elegancia y limpieza, realza aún más el contraste entre estos dos mundos, el de los señoritos y el de los jornaleros…

Al tercer día, mi padre y yo hubimos de salir pitando a lomos de Casimiro porque alguno de los jornaleros que esa mañana venía del pueblo traía el recado urgente de que  mi madre estaba de parto. Mi padre, loco de contento según íbamos bajando por Saballo hasta La Cañá: "Vaya regalo de Reyes que vamos a tener", gritaba al aire. Tan fuera de sí estaba, que le pasó desapercibida una rama de olivo traicionera que me agarró por el cuello y me tiró de espaldas al carril embarrado. Ni se enteró. Al escuchar mis gritos, cincuenta metros más adelante, se volvió para auxiliarme. Pero no pudo rescatar mis botas de agua, condenadas para siempre en el sumidero de aquellas gredas.

"Esto es un querubín", fue lo primero que dijo la chacha Carmencita al asomar mi hermano Juan su cabezota rubio caoba por entre las piernas de mi madre. "Un pedazo de querubín", se ratificó luego la partera al comprobar el corpachón de casi cinco kilos del muchacho y su barriga de batracio. "Me ha dejao destrosá del to", se escuchó luego el lamento de mi madre.

Ni siquiera mi abuelo Manolo, un visionario, un profeta laico de aquellos tiempos, pudo haber vaticinado que este muchachote de trazas nórdicas que se crio en el cortijo con su particular slogan de "esto pa Juan" mientras se palpaba su barriga, corriendo el siglo llegaría a ser el encargado de esta fabulosa finca de La Capilla.

Y hoy, día de Reyes, yo quiero ofrecerle este relato a mi hermano Juan para festejar con él su 65 aniversario y su mes de jubilación.

Suerte y mucha vida por delante.