Si el gran Julio César hubiese escrito sus fechorías belicosas sobre España en lugar de hacerlo sobre Francia, le podríamos rectificar afirmando que "Hispania est omnis divisa in partes duae" y no en tres, como él describió en la Gallia.
Y es que hemos sido siempre los españoles especímenes humanos contrapuestos, enfrentados en dos bandos. Siempre. Iberos y romanos, vándalos y godos, moros y cristianos, castellanos y aragoneses, Isabel y Fernando, carlistas e isabelinos, patriotas y afrancesados, conservadores y liberales, Cánovas y Sagasta, monárquicos y republicanos, falangistas y rojos, comunistas y franquistas, peperos y sociatas...Las dos Españas eternas.
Bajando a un terreno más prosaico, lo mismo: los de ciencias y los de letras, camperos y urbanitas, los de playa y los de monte, los taurinos y los anti, carne o pescado y los futboleros frente al resto.
Hoy, amigos, quiero dedicar unos párrafos al fútbol, nuestro deporte rey. Lo hago por el revuelo organizado entre todos nosotros acerca de la inoportunidad de tanta celebración, del tropel de gente entusiasmada en Cibeles, del júbilo desmesurado por el hecho histórico de la conquista de esta Eurocopa, justo en este tiempo de penurias e indignaciones, el menos indicado para tanto boato.
Desde Córdoba, nuestro querido Antonio Pintor se lamenta de la ciega pasión de la gente por algo tan baladí, con la de cosas serias y trascendentes que estamos sufriendo y más que nos esperan. Maluca y otros comentaristas del blog de Antonio se expresan de manera similar: el fútbol atonta a la gente, nos hipnotiza y nos aliena. Parecida opinión le merece a Pepe Ramírez, un ex-seminarista algo mayor que nosotros, persona cabal y muy hondamente implicada en la docencia de adolescentes. Lo rechazan de plano y lo comparan, para que salga muy mal parado, con la lectura sosegada de un buen libro, el disfrute de una buena película o el éxtasis de un concierto en el Gran Teatro. Éste es el punto de vista de mucha gente, más o menos el de una de las dos Españas.
Mis amigos de Sevilla, sin embargo, gente también muy honesta y comprometida, son futboleros, oye. Y argumentan que no hay que confundir la velocidad con el tocino. Que uno puede partirse el pecho en el trabajo, soportar los cuarenta grados en una manifestación a las seis de la tarde a las puertas de san Telmo, abanderar y socorrer a una legión de indignados, cagarse por activa, por pasiva y por perifrástica en todos los políticos del mundo sin que ello sea obstáculo para disfrutar luego y apasionarse, si fuera menester, con la lectura de lo último de Vicen Navarro, con la película "Intocable" o ¿por qué no? con un España-Italia de verdadero orgasmo. Puede ser. He ahí la otra España.
Y ahora voy y me meto en un berenjenal, en una tesitura ciertamente complicada, intentando ser ecléptico, defecto mío irreductible, el de contentar a todas las partes, a fin de conciliar a ambas, a Córdoba y a Sevilla, al fútbol con la literatura o con la música. Y para ello no hay otra que sucumbir en una de las habituales, y quizás benditas, incongruencias y contradicciones con las que sobrevivimos: amo y detesto al fútbol, ambas cosas a un tiempo.
Como todo el mundo sabe, el fútbol no es solo lo que sale en la tele, veinte tíos en calzón corto y camisa de rayas corriendo detrás de un balón. Si pudiéramos abrir la carcasa de la televisión en pleno partido podríamos comprobar las complejas dimensiones de una cosa tan simple. Veríamos deporte, sí, pero poco; veríamos mucho, mucho negocio; veríamos algo de espectáculo; y, lo que más, pasión de multitudes. Y lo malo de todo este tinglado es que esas partes que lo componen se comportan entre sí como matrimonio indisoluble. Si fuese posible diseccionar y separar el deporte y el espectáculo de todo lo demás, otro gallo cantaría y quizás entonces su kikiriki podría ser hasta agradable para el delicado oído de mi amigo Antonio. Pero no será posible.
Renuncio al fútbol actual y a sus pompas, al fútbol negocio. No puedo comprender ni, mucho menos, compartir el dineral que maneja, la desorbitada desproporcionalidad de los sueldos de los futbolistas de élite, al fin y al cabo, trabajadores por cuenta ajena, los contratos de cifras mareantes, la financiación con dinero público, su exagerada visibilidad en los medios, su aplastante presencia en todas partes, su ubicuidad universal. No logro entender cómo la sociedad, en general, acepta impasible que un futbolista, sin más mérito que sus piernas talentosas, pueda ser el referente más idóneo para la juventud. Y más aún, no acepto la antideportividad de todo el entorno que rodea al fútbol, solo para sacar tajada, desde el aficionado al futbolista profesional pasando por el periodista de turno, todos descaradamente parciales. En el fútbol no hay vergüenza torera. Ni de la otra tampoco. Todo el mundo va a engañar con tal de salir ganancioso. En ningún otro deporte se valora el engañar al árbitro como mérito. En el fútbol sí. Todo vale para ganar. Esto es lo que más me asquea, que el engaño encubra la mediocridad.
Seguramente mi edad me hace pensar aquello de que todo tiempo pasado fue mejor. Quizás siempre haya sido igual, no lo sé. Pero uno recuerda a gente como Pirri, Asensi, Marcial, Zoco, Pereda, Sanchís padre, Gárate, Adelardo...que eran modelo de deportividad dentro y fuera del campo. Hoy solo encuentro a Iniesta y a Raúl. Y hace unos años, a Butragueño.
No me siento representado en las celebraciones multitudinarias, al igual que tampoco se sienten tantos otros futboleros que hay por ahí. Rechazo el fanatismo de forma contundente aunque reconozca, aquí entre nosotros, que algunas de mis argumentaciones anti Barsa puedan rozarlo, otra de mis incongruencias. Comparto con los detractores considerar como penosa la imagen televisiva de un millón de criaturas en la calle adorando al dios fútbol y a sus veintitantos apóstoles aupados en celestial carruaje y brindando en actitud propia de beodos. No, nada de eso me gusta. Como tampoco que gente no aficionada, que no entiende ni papa de fútbol, se sume al multitudinario coro exultante solo para hacer bulto o, peor incluso, para urdir confrontaciones violentas. Entiendo que sea objeto de discusión si un país que se supone serio y maduro pueda tener al fútbol como único elemento vertebrador. Para unos, ésto es algo vergonzante. Para otros, mejor el fútbol que nada.
Con todo, creo que existirá consenso entre todos sobre la indudable función social que ejerce el fútbol, auténtico "pan y circo" moderno. En el estadio, a modo de coliseo, la masa humana desahoga sus frustraciones y relaja las tensiones domésticas y laborales echando leches sobre la inocente progenitora de algún jugador contrario o, mayormente, de la del señor de negro. En ese instante, ambos, jugador contrario y árbitro, representan para el nada respetable público a un jefe malnacido, o simplemente exigente, al banquero que no ha consentido el préstamo, al farmacéutico que esta misma mañana le ha cobrado un euro por el Haloperidol del abuelo o al mísmísimo Rajoy en paños menores. Y si el cónclave es en casa hechizados por la tele, el fútbol es lugar común donde reunirse los amigos y compartir, a partes iguales, cháchara, condumio y diversión. Mucho antes de que saliera la noticia de un reciente estudio científico sobre el efecto beneficoso del fútbol para el dolor oncológico, los sanitarios ya lo intuíamos. Y podemos añadir, sin riesgo de error, que no solo para ese tipo de dolor, sino para cualquier otro, para los ahogos, para la indigestión, para los nervios, para la calentura...No hay más que ver la tranquilidad reinante en las Urgencias durante las dos horas de un partido.
Si hago ahora un extenuante ejercicio de abstracción y logro apartar del fútbol toda la fullería que lo corroe, entonces amigo, la cosa cambia. Como pura actividad deportiva y de ocio el fútbol no tiene parangón para los que hemos sido alguna vez oficiantes. Y aquí entran de lleno las vivencias.
Antonio Pintor no puede sentir lo que yo siento viendo un partido. Imposible. Necesitaría volver cuarenta y tantos años atrás y venirse conmigo al seminario, a los Ángeles, lo hubiera pasado bien. Tendría que saborear el gusto de corretear detrás de un balón desconchado en medio de la nada, en la dehesa infinita, en el monte perdido, de la mano de Dios. No ha tenido el disfrute de meter un gol por la escuadra a Jaime, ni de abroncarse con José Pablo, siempre regañando porque no meto la pierna, para luego regresar al cenobio, sudando y empapado, ensartado por los hombros de ambos, o por los de Pepe Montes o los del Luna. No, no puede. Sí que hubiera podido conocerme en Córdoba, en san Pelagio, frente por frente, casi, del bar de su padre, en la otra orilla del río. Y si no, más cerca todavía, en el campo de fútbol de san Eulogio, a donde íbamos a jugar todos los jueves del año, menos el Jueves Santo. Quién sabe si alguna de aquellas tardes hemos coincidido en mitad del puente viejo, él para allá, yo para acá, y hasta hemos podido mirarnos con cierta admiración, como anticipando nuestra futura amistad. Antonio suele regresar a casa desde el Séneca por el puente de san Rafael, pero esta tarde va a dar un rodeo por el puente viejo porque ha quedado a hurtadillas con Manolo Cabanillas y con Alejandro Torronteras en la torre de la Calahorra, a ver si ligan algo. Él, un chaval modosito, bien arreglado, su raya de tiralíneas en el pelo y su tupé tan bien recortado. Yo, un desatre: pantalones de deporte raídos y sudados por las ingles, botas de fútbol desabrochadas, piernas enclenques tapizadas de barro incrustrado, pátina de sudor pegado en la cara y cabeza greñuda. Y un balón bajo el brazo.
Para muchos de nosotros, la vida en el seminario se sustentaba en tres pilares básicos: estudio, liturgia y fútbol. Al menos hasta teología. El orden de prioridades era ya una cosa personal. Y había también, justo reconocerlo, místicos silenciosos y devoradores de letanías y vidas de santos que apenas salían al patio con tal de que la pelota no se les enredara sin remedio entre las piernas y la sotana. Pero eran los menos. Una buena parte de ex seminaristas llevamos el fútbol en la masa de la sangre, en el genoma, quizás ya en una zona cerebral concreta marcada en el homúnculo de Penfield, hábito tan arraigado que hasta puede ser heredado por nuestros hijos (yo no he tenido tanta suerte, mi Meli es negada para el deporte). El fútbol, os puedo asegurar, ha sido para nosotros una especie de levadura vivencial capaz de transformar el simple compañerismo en amistad de por vida. Nadie que se haya embarrado jugando en la llanura de los Ángeles, en san Eulogio o en el campo de los jardines de san Telmo podrá nunca renegar del fútbol como deporte. Por muchas vicisitudes vitales por las que hayan pasado, por más variados oficios o profesiones a los que se dediquen, por más dispares ideologías que profesen, no me imagino a gente como Valenzuela, Gregorio Mangas, Diego Haba, Valerio, Joaquinillo, Barbero, Cantarero o Luis Enrique malediciendo del fútbol.
Cuestión aparte es la referente al espectáculo en sí mismo. Voy a hacer, exclusivamente para vosotros, otro ingente esfuerzo de hipnosis para despojar al fútbol espectáculo de aquello que le sobra y lo afea: el engaño al árbitro como meritorio, la mala intención, la mala educación, el mal ganar y el mal perder. Y ésto aplicado tanto a los jugadores como al público y a los periodistas. Yo no culpo de nada a los árbitros, son siempre las víctimas. Muchos de sus errores son propiciados por la pillería de los futbolistas.
Sin esos malos ingredientes un partido de fútbol es un espectáculo de verdad. Pero me temo que perdería popularidad, no provocaría tanta pasión ni tanta convocatoria. Un regate sin rozar siquiera al contrario, solo con la cintura, un pase diagonal que vuela cincuenta metros y cae sumiso al pie, una carrera por la disputa de un balon, sin codazos, un testarazo a la misma escuadra, un "pinchar" un balón aéreo en la bota...son todas ellas unas estampas de tal belleza plástica que yo me atrevo a catalogarlas de arte. Arte en el sentido amplio y en el sentido estricto. Arte en cuanto que son creaciones del hombre que provocan emoción y agrado en quien las contempla. Arte que puede apasionarte tanto como la música, la lectura o el teatro. Claro que es necesario entender un poco. A mí me dice mi amigo Ramiro que tal faena de Morante es una obra de arte y yo no la distingo de los saltitos y chillidos con los que Remedios Cervantes intenta zafarse de una vaquilla famélica en el programa éste de "hace falta valor". Por ejemplo.
Llegados a este punto, corto mis alegatos pretenciosamente sesudos. Al fin y al cabo, el fútbol pertenece al mundo de la emoción y de la pasión, a lo irracional, no podemos alcanzar a racionalizarlo del todo, cuántas veces hubiese deseado apostatar de él y no me ha sido posible, es como el querer, no sabemos muy bien por qué queremos a fulanito y aborrecemos a perenganito. Será esa química invisible, esa feromona que escapa a nuestros sentidos, ese Bosón de Higgs tan celosamente guardado, será..., quién sabe.
Creo, no obstante, haber podido conciliar algo las distintas posiciones de mis amigos y haber encontrado un cierto equilibrio en mis propias incongruencias. Si ha sido así, estupendo. Si no, estoy preparado para la tomatina.
¿Fútbol? Vale, pero limpio y sin fanatismos. Y barato.
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Ahora, queridos míos, sí que va en serio lo del respiro estival. Pero prometer, no prometo nada. Basta con que ocurra algo interesante en los Pirineos o en San Sebastián para que os tenga al día. Tiempo al tiempo. No, podéis respirar tranquilos. Para escribir necesito el sosiego de mi casa.
Besos a todos y hasta la vuelta.
Desde Córdoba, nuestro querido Antonio Pintor se lamenta de la ciega pasión de la gente por algo tan baladí, con la de cosas serias y trascendentes que estamos sufriendo y más que nos esperan. Maluca y otros comentaristas del blog de Antonio se expresan de manera similar: el fútbol atonta a la gente, nos hipnotiza y nos aliena. Parecida opinión le merece a Pepe Ramírez, un ex-seminarista algo mayor que nosotros, persona cabal y muy hondamente implicada en la docencia de adolescentes. Lo rechazan de plano y lo comparan, para que salga muy mal parado, con la lectura sosegada de un buen libro, el disfrute de una buena película o el éxtasis de un concierto en el Gran Teatro. Éste es el punto de vista de mucha gente, más o menos el de una de las dos Españas.
Mis amigos de Sevilla, sin embargo, gente también muy honesta y comprometida, son futboleros, oye. Y argumentan que no hay que confundir la velocidad con el tocino. Que uno puede partirse el pecho en el trabajo, soportar los cuarenta grados en una manifestación a las seis de la tarde a las puertas de san Telmo, abanderar y socorrer a una legión de indignados, cagarse por activa, por pasiva y por perifrástica en todos los políticos del mundo sin que ello sea obstáculo para disfrutar luego y apasionarse, si fuera menester, con la lectura de lo último de Vicen Navarro, con la película "Intocable" o ¿por qué no? con un España-Italia de verdadero orgasmo. Puede ser. He ahí la otra España.
Y ahora voy y me meto en un berenjenal, en una tesitura ciertamente complicada, intentando ser ecléptico, defecto mío irreductible, el de contentar a todas las partes, a fin de conciliar a ambas, a Córdoba y a Sevilla, al fútbol con la literatura o con la música. Y para ello no hay otra que sucumbir en una de las habituales, y quizás benditas, incongruencias y contradicciones con las que sobrevivimos: amo y detesto al fútbol, ambas cosas a un tiempo.
Como todo el mundo sabe, el fútbol no es solo lo que sale en la tele, veinte tíos en calzón corto y camisa de rayas corriendo detrás de un balón. Si pudiéramos abrir la carcasa de la televisión en pleno partido podríamos comprobar las complejas dimensiones de una cosa tan simple. Veríamos deporte, sí, pero poco; veríamos mucho, mucho negocio; veríamos algo de espectáculo; y, lo que más, pasión de multitudes. Y lo malo de todo este tinglado es que esas partes que lo componen se comportan entre sí como matrimonio indisoluble. Si fuese posible diseccionar y separar el deporte y el espectáculo de todo lo demás, otro gallo cantaría y quizás entonces su kikiriki podría ser hasta agradable para el delicado oído de mi amigo Antonio. Pero no será posible.
Renuncio al fútbol actual y a sus pompas, al fútbol negocio. No puedo comprender ni, mucho menos, compartir el dineral que maneja, la desorbitada desproporcionalidad de los sueldos de los futbolistas de élite, al fin y al cabo, trabajadores por cuenta ajena, los contratos de cifras mareantes, la financiación con dinero público, su exagerada visibilidad en los medios, su aplastante presencia en todas partes, su ubicuidad universal. No logro entender cómo la sociedad, en general, acepta impasible que un futbolista, sin más mérito que sus piernas talentosas, pueda ser el referente más idóneo para la juventud. Y más aún, no acepto la antideportividad de todo el entorno que rodea al fútbol, solo para sacar tajada, desde el aficionado al futbolista profesional pasando por el periodista de turno, todos descaradamente parciales. En el fútbol no hay vergüenza torera. Ni de la otra tampoco. Todo el mundo va a engañar con tal de salir ganancioso. En ningún otro deporte se valora el engañar al árbitro como mérito. En el fútbol sí. Todo vale para ganar. Esto es lo que más me asquea, que el engaño encubra la mediocridad.
Seguramente mi edad me hace pensar aquello de que todo tiempo pasado fue mejor. Quizás siempre haya sido igual, no lo sé. Pero uno recuerda a gente como Pirri, Asensi, Marcial, Zoco, Pereda, Sanchís padre, Gárate, Adelardo...que eran modelo de deportividad dentro y fuera del campo. Hoy solo encuentro a Iniesta y a Raúl. Y hace unos años, a Butragueño.
No me siento representado en las celebraciones multitudinarias, al igual que tampoco se sienten tantos otros futboleros que hay por ahí. Rechazo el fanatismo de forma contundente aunque reconozca, aquí entre nosotros, que algunas de mis argumentaciones anti Barsa puedan rozarlo, otra de mis incongruencias. Comparto con los detractores considerar como penosa la imagen televisiva de un millón de criaturas en la calle adorando al dios fútbol y a sus veintitantos apóstoles aupados en celestial carruaje y brindando en actitud propia de beodos. No, nada de eso me gusta. Como tampoco que gente no aficionada, que no entiende ni papa de fútbol, se sume al multitudinario coro exultante solo para hacer bulto o, peor incluso, para urdir confrontaciones violentas. Entiendo que sea objeto de discusión si un país que se supone serio y maduro pueda tener al fútbol como único elemento vertebrador. Para unos, ésto es algo vergonzante. Para otros, mejor el fútbol que nada.
Con todo, creo que existirá consenso entre todos sobre la indudable función social que ejerce el fútbol, auténtico "pan y circo" moderno. En el estadio, a modo de coliseo, la masa humana desahoga sus frustraciones y relaja las tensiones domésticas y laborales echando leches sobre la inocente progenitora de algún jugador contrario o, mayormente, de la del señor de negro. En ese instante, ambos, jugador contrario y árbitro, representan para el nada respetable público a un jefe malnacido, o simplemente exigente, al banquero que no ha consentido el préstamo, al farmacéutico que esta misma mañana le ha cobrado un euro por el Haloperidol del abuelo o al mísmísimo Rajoy en paños menores. Y si el cónclave es en casa hechizados por la tele, el fútbol es lugar común donde reunirse los amigos y compartir, a partes iguales, cháchara, condumio y diversión. Mucho antes de que saliera la noticia de un reciente estudio científico sobre el efecto beneficoso del fútbol para el dolor oncológico, los sanitarios ya lo intuíamos. Y podemos añadir, sin riesgo de error, que no solo para ese tipo de dolor, sino para cualquier otro, para los ahogos, para la indigestión, para los nervios, para la calentura...No hay más que ver la tranquilidad reinante en las Urgencias durante las dos horas de un partido.
Si hago ahora un extenuante ejercicio de abstracción y logro apartar del fútbol toda la fullería que lo corroe, entonces amigo, la cosa cambia. Como pura actividad deportiva y de ocio el fútbol no tiene parangón para los que hemos sido alguna vez oficiantes. Y aquí entran de lleno las vivencias.
Antonio Pintor no puede sentir lo que yo siento viendo un partido. Imposible. Necesitaría volver cuarenta y tantos años atrás y venirse conmigo al seminario, a los Ángeles, lo hubiera pasado bien. Tendría que saborear el gusto de corretear detrás de un balón desconchado en medio de la nada, en la dehesa infinita, en el monte perdido, de la mano de Dios. No ha tenido el disfrute de meter un gol por la escuadra a Jaime, ni de abroncarse con José Pablo, siempre regañando porque no meto la pierna, para luego regresar al cenobio, sudando y empapado, ensartado por los hombros de ambos, o por los de Pepe Montes o los del Luna. No, no puede. Sí que hubiera podido conocerme en Córdoba, en san Pelagio, frente por frente, casi, del bar de su padre, en la otra orilla del río. Y si no, más cerca todavía, en el campo de fútbol de san Eulogio, a donde íbamos a jugar todos los jueves del año, menos el Jueves Santo. Quién sabe si alguna de aquellas tardes hemos coincidido en mitad del puente viejo, él para allá, yo para acá, y hasta hemos podido mirarnos con cierta admiración, como anticipando nuestra futura amistad. Antonio suele regresar a casa desde el Séneca por el puente de san Rafael, pero esta tarde va a dar un rodeo por el puente viejo porque ha quedado a hurtadillas con Manolo Cabanillas y con Alejandro Torronteras en la torre de la Calahorra, a ver si ligan algo. Él, un chaval modosito, bien arreglado, su raya de tiralíneas en el pelo y su tupé tan bien recortado. Yo, un desatre: pantalones de deporte raídos y sudados por las ingles, botas de fútbol desabrochadas, piernas enclenques tapizadas de barro incrustrado, pátina de sudor pegado en la cara y cabeza greñuda. Y un balón bajo el brazo.
Para muchos de nosotros, la vida en el seminario se sustentaba en tres pilares básicos: estudio, liturgia y fútbol. Al menos hasta teología. El orden de prioridades era ya una cosa personal. Y había también, justo reconocerlo, místicos silenciosos y devoradores de letanías y vidas de santos que apenas salían al patio con tal de que la pelota no se les enredara sin remedio entre las piernas y la sotana. Pero eran los menos. Una buena parte de ex seminaristas llevamos el fútbol en la masa de la sangre, en el genoma, quizás ya en una zona cerebral concreta marcada en el homúnculo de Penfield, hábito tan arraigado que hasta puede ser heredado por nuestros hijos (yo no he tenido tanta suerte, mi Meli es negada para el deporte). El fútbol, os puedo asegurar, ha sido para nosotros una especie de levadura vivencial capaz de transformar el simple compañerismo en amistad de por vida. Nadie que se haya embarrado jugando en la llanura de los Ángeles, en san Eulogio o en el campo de los jardines de san Telmo podrá nunca renegar del fútbol como deporte. Por muchas vicisitudes vitales por las que hayan pasado, por más variados oficios o profesiones a los que se dediquen, por más dispares ideologías que profesen, no me imagino a gente como Valenzuela, Gregorio Mangas, Diego Haba, Valerio, Joaquinillo, Barbero, Cantarero o Luis Enrique malediciendo del fútbol.
Cuestión aparte es la referente al espectáculo en sí mismo. Voy a hacer, exclusivamente para vosotros, otro ingente esfuerzo de hipnosis para despojar al fútbol espectáculo de aquello que le sobra y lo afea: el engaño al árbitro como meritorio, la mala intención, la mala educación, el mal ganar y el mal perder. Y ésto aplicado tanto a los jugadores como al público y a los periodistas. Yo no culpo de nada a los árbitros, son siempre las víctimas. Muchos de sus errores son propiciados por la pillería de los futbolistas.
Sin esos malos ingredientes un partido de fútbol es un espectáculo de verdad. Pero me temo que perdería popularidad, no provocaría tanta pasión ni tanta convocatoria. Un regate sin rozar siquiera al contrario, solo con la cintura, un pase diagonal que vuela cincuenta metros y cae sumiso al pie, una carrera por la disputa de un balon, sin codazos, un testarazo a la misma escuadra, un "pinchar" un balón aéreo en la bota...son todas ellas unas estampas de tal belleza plástica que yo me atrevo a catalogarlas de arte. Arte en el sentido amplio y en el sentido estricto. Arte en cuanto que son creaciones del hombre que provocan emoción y agrado en quien las contempla. Arte que puede apasionarte tanto como la música, la lectura o el teatro. Claro que es necesario entender un poco. A mí me dice mi amigo Ramiro que tal faena de Morante es una obra de arte y yo no la distingo de los saltitos y chillidos con los que Remedios Cervantes intenta zafarse de una vaquilla famélica en el programa éste de "hace falta valor". Por ejemplo.
Llegados a este punto, corto mis alegatos pretenciosamente sesudos. Al fin y al cabo, el fútbol pertenece al mundo de la emoción y de la pasión, a lo irracional, no podemos alcanzar a racionalizarlo del todo, cuántas veces hubiese deseado apostatar de él y no me ha sido posible, es como el querer, no sabemos muy bien por qué queremos a fulanito y aborrecemos a perenganito. Será esa química invisible, esa feromona que escapa a nuestros sentidos, ese Bosón de Higgs tan celosamente guardado, será..., quién sabe.
Creo, no obstante, haber podido conciliar algo las distintas posiciones de mis amigos y haber encontrado un cierto equilibrio en mis propias incongruencias. Si ha sido así, estupendo. Si no, estoy preparado para la tomatina.
¿Fútbol? Vale, pero limpio y sin fanatismos. Y barato.
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Ahora, queridos míos, sí que va en serio lo del respiro estival. Pero prometer, no prometo nada. Basta con que ocurra algo interesante en los Pirineos o en San Sebastián para que os tenga al día. Tiempo al tiempo. No, podéis respirar tranquilos. Para escribir necesito el sosiego de mi casa.
Besos a todos y hasta la vuelta.