martes, 10 de diciembre de 2013

Sobre la trascendencia del mear sentado

Conste, antes que nada, que un servidor de ustedes mea sentado desde hace tiempo. A lo primero, por imperativo doméstico -en mi casa ha habido, de siempre, más rajitas que columnas, más grietas que pilares (la Peque, la Miki, la Rocío, la Miri, la Inma, la Meli y mis dos perritas), así me tienen, medio "amariconao"-, de manera que por una suerte de norma femenina no escrita y, sobre todo, por no escuchar los gruñidos de mi mujer por cuatro gotas de nada en la tapa del wáter, me he acostumbrado, vaya. Y a lo segundo, ya por imperativo anatómico. O fisiológico. O como queráis, que me chorreo encima. Solamente lo hago de pie cuando meo en los arriates de mi patio a escondidas de la Peque, y si me pilla in fraganti, "Mira... si no lo veo no lo creo", me salgo siempre por la tangente del "¿No ves que las plantas están pidiendo urea, mujer?"

Pues este hombre que veo hoy en la consulta no está dispuesto a pasar por ahí. Por lo de mear sentado. Es un antisistema de la medicina, una cosa parecida al Palanco, pero más en bruto. "Si por mí fuera os moríais de hambre los médicos, pero es que ésta -señalando a su mujer- me obliga a venir". Es un tío gracioso, así calvete como yo y más o menos de mi edad. Cada vez que viene me cuenta un chiste.  El último fue el de la gitana que va al médico y éste le receta unas pastillas de hierro. ¿Jierro, pa qué?, protesta la gitana. Y el médico le contesta que porque tiene la lengua sucia. Y se pone ahora la gitana: bueno... la lengua... pues si me viera usted los pies me mandaría comerme los cerrojos. Y se harta de reír solo.

Hoy, sin embargo, lo noto con cierto recelo, no está tan dicharachero.

-¿Qué pasa Miguel? Porque algo pasa ¿verdad?
-Psss... No sé. Lo de siempre, no me gusta venir obligao.
-No, no, a mí no me la cuelas, hay algo más. Desembucha.
-Na, mire usted -interviene ahora la mujer-, que no hace caso de nadie. ¡Que le cuente lo del otro día con el urólogo!
-Ah, eso, el problema de ahí abajo, dime, ¿en qué ha quedado?

No se le ve con muchas ganas. Me mira varias veces, duda, mira a los estudiantes... Y por fin se lanza.

-¡Pos no que me dice el pichólogo ése (urólogo) que me la tiene que cortar, que no hay otra solución...!
-A ver, explícate mejor.
- Eso, que primero me ve un muchacho de éstos nuevesillos, miró en el ordenador lo de la biopsia y salió en busca de otro médico mayor. Na, y éste me mira así por encima la verruguita  de la picha y, ni corto ni perezoso, me dice eso, que hay que cortarla. Y yo quise entender que solamente sería la verruga; pero no, hay que cortar el pene entero, pero además dicho con mucha soberbia y sin ninguna delicadeza, joer, ¿usted se cree que se le puede decir eso a un hombre, así de sopetón, me cago en la leche? 
-Bueno Miguel, de sopetón... no del todo. Yo te había advertido que podía pasar algo así. Pero vaya, que comprendo tu reacción primera, claro. En casos como éste tuyo tendríamos que tener los médicos un poquito más de sensibilidad. Bueno, ¿y qué le dijiste?
-Que ahí no se toca. De cortar... ni mijita. Y se acabó lo que se daba.
-Es natural. Yo hubiera dicho lo mismo -respondo con toda serenidad ante las caras incrédulas de la mujer y la hija-. Ya luego, en mi casa, con más tranquilidad, hubiese reflexionado un poco más, quizás me hubiese puesto en el lugar de las mujeres que tienen que sufrir la amputación de una mama y lo llevan con tanta dignidad. Que más vale vivir sin un pecho o sin pene que morirse tan nuevo... En fin, que no me hubiese cerrado en banda.
-No, si yo no estoy cerrado, me parece que tengo otra cita para después de Reyes, que el urólogo, después de todo, se ha portado bien, podía haberme mandado a freír espárragos, pero no, quiere verme pronto a ver si yo lo reconsidero.
-Eso me gusta más. Naturalmente, Miguel, mi consejo es que te operes. Ya lo sabes, tienes un cáncer en el pene, o en la picha, como tú dices. Tarde o temprano vas a terminar sin pilila, bien porque te la corten por lo sano, bien porque se convierta en una coliflor. Tú mismo. Si esperas a lo segundo, el tumor te lleva palante. Estás advertido.
-Ya, ya... Muchas gracias por la claridad.

Y ahora, pasado el peor trago, intento meter un poco de guasa al asunto.
-Además, Miguel, a nuestra edad... ya sólo nos sirve para mear hombre, tampoco se pierde tanto.
-Pos si ésa es la cosa, me cachis ya, que yo no quiero mear sentado como las mujeres.
-Pero hombre de Dios, si sentado se mea mucho mejor. Yo mismo, llevo años, ni me acuerdo ya cuántos, meando sentado. Por orden de mi mujer, claro está.

Aquella ocurrencia tan espontánea disipó por completo la tensión del ambiente. La mujer y la hija, sonrojadas al principio, soltaron luego sus carcajadas y el consabido "Ay Dios mío, qué hombre", y nos quedamos todos mucho más relajados.

-Además -se atreve ahora la hija a meter baza-, él va a estar perfectamente cuidado y atendido, nos tiene a otra hija y a mí con él en casa, a su disposición, mi madre, siempre encima...

Y me sale ya lo de meter la pata definitiva. No lo puedo remediar.

-Oye, oye -aparento seriedad galénica-, un momento Miguel, ¿qué es eso de que tu mujer siempre encima? Póntela debajo alguna vez, hombre, antes de que te la corten.

Me los tengo ganados. Se operará, se salvará y meará sentado. Como yo. 

viernes, 6 de diciembre de 2013

¡Gracias!

Ayer, en el hospital, me encontraba completamente "guarnío". En mi pueblo, esta expresión indica cansancio extremo, estar uno "reventao" por dentro. Su etimología viene -supongo- de desguarnecido, sin defensas, inerme. En fin, que estaba hecho polvo: sueño, ojeras, abrideros de boca... "Qué le pasa a usted hoy?" -hasta mis pacientes me lo notaban, claro. "No, nada... es que anoche estuve en una fiesta y no he dormido bien". "Ah, bueno -me contesta Matilde, vieja picarona-, sarna con gusto no pica".
 
Es verdad, sí. Pero uno no está ya para estos ajetreos. La presentación del próximo libro que se me ocurra se hará un día festivo y con luz del día. Ya me conocéis, soy animal diurno, me acobarda la noche, atavismo de mi infancia, culpa de mi abuela que me atemorizaba con el cuento de los "entripaores" (hombres malos y de negro, venidos desde Cuevas Bajas, que, al amparo de la oscuridad, destripaban con largos cuchillos a los niños que encontraban solos por la calle).
 
Hubo sarna por eso, sí. Por haber sido, el de anteayer, un día intenso, muy intenso para un hombre de sesenta y un años recién cumplidos. Levántate a las seis de la madrugada, echa la mañana en la consulta un poquito más acelerado de la cuenta, para qué tanta ansia si al final no vas a terminar antes, ve a tu casa a toda leche a recoger el discurso y a despedirte de la Pelusa, ya vas tarde, tío, son las tres menos veinte y has quedado con Jaime y demás viajeros a las dos y media, sal pitando para su casa y vuélvete apenas un kilómetro porque no llevas ni un euro encima, no te vas a poner en carretera sin dinero, joer, cágate en la puta que parió y pierde en ello otros diez minutejos, come sin asiento, a la carrera, espinacas con garbanzos en un bar de carretera, aguanta con gallardía el retortijón pasajero, no por los chícharos, ése ya llegará en el momento más inoportuno, sino por tener que ser el primero en sacar la tarjeta e invitar a diez hambrones, para eso eres el homenajeado, olvídate de tu siestecita, date cuatro cabezadas sobresaltadas por los apremios de tu amigo al volante, llega al pueblo con el tiempo casi justo, saluda a la familia, al personal... vamos, que es tarde. Y empieza el acto. Y luego, a firmar y a dedicar los libros. Nada de dedicatoria estándar, no. Párrafos individualizados. Y por fin, sobre las once de la madrugada, ponte en camino a Sevilla para llegar a tu casa rondando las dos. A las dos, tío. Menos mal que condujo Jaime, yo iba muerto. Una vez más, mi amigo rompió la baraja. Sin ninguna licencia carnal de por medio ¿de qué me aprovecha tener un novio platónico si no fuera por servicios como éste? Natural. Hoy por mí y mañana... también.

El gusto, sin embargo, superó a la sarna. Claro. Nunca antes había experimentado una manifestación pública de apoyo, de afecto y de miramiento tan cálida y emotiva como la de esa noche. Debo confesaros que me encontré, por momentos, algo aturdido, abrumado por haberos exigido tanto, por no estar seguro de mi capacidad de reciprocidad, de si, llegado el caso, yo me hubiera desplazado a Bubión, a Marbella o a la misma Córdoba para acompañar al Luna, a Luis Enrique, a Paco Sánchez, a Pepín o a Francisco Castro, por ejemplo, en una celebración particular de este estilo. Me reconforté pensando que sí, mi espíritu es fuerte, pero ¡ay! la carne... la carne es débil.

El acto fue tremendamente emotivo para mí. Desde arriba, sentado en la tarima y con los focos apuntando a mis ojos, no os veía, pero sentía las presencias: los venidos de fuera, la Peque, mi Meli y su Pepe, mis hermanos, mis cuñados, sobrinos, primos y otra gente cercana y querida del pueblo. Y también notaba las ausencias allí presentes. Me acordé, mucho, de Pepe Ramírez, de Blanca, de Agustín, de mi Carmen y de mi Frasco y la Dolos... obligados por enfermedad, familia o trabajo. Sabía que en la primera fila se encontraban mi padre, mis suegros y los abuelos de Pepe, tuertos de oído por la edad, para no perderse ni jota. La alcaldesa, con un discurso breve, sentido y muy palencianero dio   el pistoletazo de salida.

Resulta embarazoso ser el receptor público de alabanzas. Os lo digo yo si es que no lo habéis experimentado. A uno le gustaría intervenir, interrumpir al orador y rectificarlo, "Oye, que no es para tanto, que uno es gente normal, con más miserias que virtudes, que parece que estemos en mi funeral donde sólo salen las excelencias". Llegado mi turno, contraataqué afirmando que tantos halagos no sólo eran sinceros sino también merecidos, ea.

Manolo Gutiérrez y Frasqui estuvieron sobresalientes. El uno dibujó con clarividencia mi perfil personal tal como se me ve, tal como me veis, que no es tal como soy, todos escondemos algo, lo que pasa es que a mí se me sale por los bolsillos rotos y parece que no oculto nada, pero algo queda en algún pliegue. Preguntádselo, si no, a la Peque. Manolo me quiere, esto es algo que salta a la vista. Nos quiere a todos los que hemos sido seminaristas. Más que ninguno de nosotros, creo, conserva una imagen idealizada de nuestra etapa en el santo cenobio. Y de los que fuimos sus moradores. Algo de esto nos pasa a todos, eh! Y es un sentimiento que engorda con la edad. Como el peso. Frasqui destripó el libro y a su autor con un verbo cuidado, cercano y diáfano. Se aprovechó para ello de su condición de corrector y, por tanto, del conocimiento del libro más completo aún que el mío propio; y también sacó partida de ser una de las personas, allí presentes, que mejor y más hondamente ha rebuscado en los bolsillos de mi personalidad.

Lo que de ninguna manera me esperaba era lo del vídeo. Idea ¿cómo no? de la Peque. Me emocioné. Muchos de vosotros, allí, hablándome en la pantalla sobre las cualidades y virtudes del libro. No me digáis que no tuvo arte Antonio Estepa proclamando que él me daría el premio del ajo de oro de Montalbán. Genial y entrañable. O el montaje de la Dolos y la Maria José disputándose el i pad para leerme. Gracioso de verdad.

Muchas gracias a todos por estar conmigo, en cuerpo o en espíritu, presencial o virtualmente, por haberme brindado esa noche tan cargada de emoción... y de sueño atrasado.

Y ya, sin libro que presentar, a seguir leyendo el blog.

Un abrazo para todos.