Conste, antes que nada, que un servidor de ustedes mea sentado desde hace tiempo. A lo primero, por imperativo doméstico -en mi casa ha habido, de siempre, más rajitas que columnas, más grietas que pilares (la Peque, la Miki, la Rocío, la Miri, la Inma, la Meli y mis dos perritas), así me tienen, medio "amariconao"-, de manera que por una suerte de norma femenina no escrita y, sobre todo, por no escuchar los gruñidos de mi mujer por cuatro gotas de nada en la tapa del wáter, me he acostumbrado, vaya. Y a lo segundo, ya por imperativo anatómico. O fisiológico. O como queráis, que me chorreo encima. Solamente lo hago de pie cuando meo en los arriates de mi patio a escondidas de la Peque, y si me pilla in fraganti, "Mira... si no lo veo no lo creo", me salgo siempre por la tangente del "¿No ves que las plantas están pidiendo urea, mujer?"
Pues este hombre que veo hoy en la consulta no está dispuesto a pasar por ahí. Por lo de mear sentado. Es un antisistema de la medicina, una cosa parecida al Palanco, pero más en bruto. "Si por mí fuera os moríais de hambre los médicos, pero es que ésta -señalando a su mujer- me obliga a venir". Es un tío gracioso, así calvete como yo y más o menos de mi edad. Cada vez que viene me cuenta un chiste. El último fue el de la gitana que va al médico y éste le receta unas pastillas de hierro. ¿Jierro, pa qué?, protesta la gitana. Y el médico le contesta que porque tiene la lengua sucia. Y se pone ahora la gitana: bueno... la lengua... pues si me viera usted los pies me mandaría comerme los cerrojos. Y se harta de reír solo.
Hoy, sin embargo, lo noto con cierto recelo, no está tan dicharachero.
-¿Qué pasa Miguel? Porque algo pasa ¿verdad?
-Psss... No sé. Lo de siempre, no me gusta venir obligao.
-No, no, a mí no me la cuelas, hay algo más. Desembucha.
-Na, mire usted -interviene ahora la mujer-, que no hace caso de nadie. ¡Que le cuente lo del otro día con el urólogo!
-Ah, eso, el problema de ahí abajo, dime, ¿en qué ha quedado?
No se le ve con muchas ganas. Me mira varias veces, duda, mira a los estudiantes... Y por fin se lanza.
-¡Pos no que me dice el pichólogo ése (urólogo) que me la tiene que cortar, que no hay otra solución...!
-A ver, explícate mejor.
- Eso, que primero me ve un muchacho de éstos nuevesillos, miró en el ordenador lo de la biopsia y salió en busca de otro médico mayor. Na, y éste me mira así por encima la verruguita de la picha y, ni corto ni perezoso, me dice eso, que hay que cortarla. Y yo quise entender que solamente sería la verruga; pero no, hay que cortar el pene entero, pero además dicho con mucha soberbia y sin ninguna delicadeza, joer, ¿usted se cree que se le puede decir eso a un hombre, así de sopetón, me cago en la leche?
-Bueno Miguel, de sopetón... no del todo. Yo te había advertido que podía pasar algo así. Pero vaya, que comprendo tu reacción primera, claro. En casos como éste tuyo tendríamos que tener los médicos un poquito más de sensibilidad. Bueno, ¿y qué le dijiste?
-Que ahí no se toca. De cortar... ni mijita. Y se acabó lo que se daba.
-Es natural. Yo hubiera dicho lo mismo -respondo con toda serenidad ante las caras incrédulas de la mujer y la hija-. Ya luego, en mi casa, con más tranquilidad, hubiese reflexionado un poco más, quizás me hubiese puesto en el lugar de las mujeres que tienen que sufrir la amputación de una mama y lo llevan con tanta dignidad. Que más vale vivir sin un pecho o sin pene que morirse tan nuevo... En fin, que no me hubiese cerrado en banda.
-No, si yo no estoy cerrado, me parece que tengo otra cita para después de Reyes, que el urólogo, después de todo, se ha portado bien, podía haberme mandado a freír espárragos, pero no, quiere verme pronto a ver si yo lo reconsidero.
-Eso me gusta más. Naturalmente, Miguel, mi consejo es que te operes. Ya lo sabes, tienes un cáncer en el pene, o en la picha, como tú dices. Tarde o temprano vas a terminar sin pilila, bien porque te la corten por lo sano, bien porque se convierta en una coliflor. Tú mismo. Si esperas a lo segundo, el tumor te lleva palante. Estás advertido.
-Ya, ya... Muchas gracias por la claridad.
Y ahora, pasado el peor trago, intento meter un poco de guasa al asunto.
-Además, Miguel, a nuestra edad... ya sólo nos sirve para mear hombre, tampoco se pierde tanto.
-Pos si ésa es la cosa, me cachis ya, que yo no quiero mear sentado como las mujeres.
-Pero hombre de Dios, si sentado se mea mucho mejor. Yo mismo, llevo años, ni me acuerdo ya cuántos, meando sentado. Por orden de mi mujer, claro está.
Aquella ocurrencia tan espontánea disipó por completo la tensión del ambiente. La mujer y la hija, sonrojadas al principio, soltaron luego sus carcajadas y el consabido "Ay Dios mío, qué hombre", y nos quedamos todos mucho más relajados.
-Además -se atreve ahora la hija a meter baza-, él va a estar perfectamente cuidado y atendido, nos tiene a otra hija y a mí con él en casa, a su disposición, mi madre, siempre encima...
Y me sale ya lo de meter la pata definitiva. No lo puedo remediar.
-Oye, oye -aparento seriedad galénica-, un momento Miguel, ¿qué es eso de que tu mujer siempre encima? Póntela debajo alguna vez, hombre, antes de que te la corten.
Me los tengo ganados. Se operará, se salvará y meará sentado. Como yo.
Pues este hombre que veo hoy en la consulta no está dispuesto a pasar por ahí. Por lo de mear sentado. Es un antisistema de la medicina, una cosa parecida al Palanco, pero más en bruto. "Si por mí fuera os moríais de hambre los médicos, pero es que ésta -señalando a su mujer- me obliga a venir". Es un tío gracioso, así calvete como yo y más o menos de mi edad. Cada vez que viene me cuenta un chiste. El último fue el de la gitana que va al médico y éste le receta unas pastillas de hierro. ¿Jierro, pa qué?, protesta la gitana. Y el médico le contesta que porque tiene la lengua sucia. Y se pone ahora la gitana: bueno... la lengua... pues si me viera usted los pies me mandaría comerme los cerrojos. Y se harta de reír solo.
Hoy, sin embargo, lo noto con cierto recelo, no está tan dicharachero.
-¿Qué pasa Miguel? Porque algo pasa ¿verdad?
-Psss... No sé. Lo de siempre, no me gusta venir obligao.
-No, no, a mí no me la cuelas, hay algo más. Desembucha.
-Na, mire usted -interviene ahora la mujer-, que no hace caso de nadie. ¡Que le cuente lo del otro día con el urólogo!
-Ah, eso, el problema de ahí abajo, dime, ¿en qué ha quedado?
No se le ve con muchas ganas. Me mira varias veces, duda, mira a los estudiantes... Y por fin se lanza.
-¡Pos no que me dice el pichólogo ése (urólogo) que me la tiene que cortar, que no hay otra solución...!
-A ver, explícate mejor.
- Eso, que primero me ve un muchacho de éstos nuevesillos, miró en el ordenador lo de la biopsia y salió en busca de otro médico mayor. Na, y éste me mira así por encima la verruguita de la picha y, ni corto ni perezoso, me dice eso, que hay que cortarla. Y yo quise entender que solamente sería la verruga; pero no, hay que cortar el pene entero, pero además dicho con mucha soberbia y sin ninguna delicadeza, joer, ¿usted se cree que se le puede decir eso a un hombre, así de sopetón, me cago en la leche?
-Bueno Miguel, de sopetón... no del todo. Yo te había advertido que podía pasar algo así. Pero vaya, que comprendo tu reacción primera, claro. En casos como éste tuyo tendríamos que tener los médicos un poquito más de sensibilidad. Bueno, ¿y qué le dijiste?
-Que ahí no se toca. De cortar... ni mijita. Y se acabó lo que se daba.
-Es natural. Yo hubiera dicho lo mismo -respondo con toda serenidad ante las caras incrédulas de la mujer y la hija-. Ya luego, en mi casa, con más tranquilidad, hubiese reflexionado un poco más, quizás me hubiese puesto en el lugar de las mujeres que tienen que sufrir la amputación de una mama y lo llevan con tanta dignidad. Que más vale vivir sin un pecho o sin pene que morirse tan nuevo... En fin, que no me hubiese cerrado en banda.
-No, si yo no estoy cerrado, me parece que tengo otra cita para después de Reyes, que el urólogo, después de todo, se ha portado bien, podía haberme mandado a freír espárragos, pero no, quiere verme pronto a ver si yo lo reconsidero.
-Eso me gusta más. Naturalmente, Miguel, mi consejo es que te operes. Ya lo sabes, tienes un cáncer en el pene, o en la picha, como tú dices. Tarde o temprano vas a terminar sin pilila, bien porque te la corten por lo sano, bien porque se convierta en una coliflor. Tú mismo. Si esperas a lo segundo, el tumor te lleva palante. Estás advertido.
-Ya, ya... Muchas gracias por la claridad.
Y ahora, pasado el peor trago, intento meter un poco de guasa al asunto.
-Además, Miguel, a nuestra edad... ya sólo nos sirve para mear hombre, tampoco se pierde tanto.
-Pos si ésa es la cosa, me cachis ya, que yo no quiero mear sentado como las mujeres.
-Pero hombre de Dios, si sentado se mea mucho mejor. Yo mismo, llevo años, ni me acuerdo ya cuántos, meando sentado. Por orden de mi mujer, claro está.
Aquella ocurrencia tan espontánea disipó por completo la tensión del ambiente. La mujer y la hija, sonrojadas al principio, soltaron luego sus carcajadas y el consabido "Ay Dios mío, qué hombre", y nos quedamos todos mucho más relajados.
-Además -se atreve ahora la hija a meter baza-, él va a estar perfectamente cuidado y atendido, nos tiene a otra hija y a mí con él en casa, a su disposición, mi madre, siempre encima...
Y me sale ya lo de meter la pata definitiva. No lo puedo remediar.
-Oye, oye -aparento seriedad galénica-, un momento Miguel, ¿qué es eso de que tu mujer siempre encima? Póntela debajo alguna vez, hombre, antes de que te la corten.
Me los tengo ganados. Se operará, se salvará y meará sentado. Como yo.
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