Ayer tarde, saliendo del hospital, me topé con Manolo Castro, un compañero digestólogo de la vieja guardia. Lo diré así, vieja guardia, en vez de la vieja casta, por las actuales connotaciones políticamente negativas, pero a mí me gusta lo de casta. En sentido positivo de pertenencia, de implicación con el trabajo y con la empresa y no de sentimiento de privilegio o de élite. Vale, pues.
Médicos como éste fuimos los primeros en llegar a ocupar nuestras plazas por oposición en el hospital de Valme allá por enero-febrero del 86, fijaros si hace tiempo, la edad de mi Meli, médicos con quienes he compartido media vida de sesiones, discusiones, reuniones, guardias, peleas por los turnos de vacaciones, asistencias a congresos, mesa y mantel... e incluso dormitorio. Recién llegado de Córdoba y de Pozoblanco, donde dormíamos separados médicos y médicas de guardia, recuerdo la mal disimulada vergüenza que pasé mi primera noche de guardia aquí en Valme con Inmaculada Alfageme, a quien yo veía tan fina, por una parte, y tan suelta y liberal, por otra. Desde luego que yo no me desnudé -ni ella tampoco, menos mal-, pero temía no poder controlar medio dormido esa debilidad tan mía del ventoseo porculero. Ése era mi problema pero cada cual tenía el suyo, que si fulanito ronca, que si a perenganito le jieden los pinreles, que si el otro sueña a voces, que si mal aliento... Por comparación a su extremada prudencia, a Paco Lozano le hacía mucha gracia mi insólita desvergüenza gaseosa y cada vez que, durmiendo juntos en la guardia, escuchaba algún ruido sospechoso proveniente de mi lado sentenciaba con alegre contundencia: "Toma follón" y se jartaba de reír solo.
-¿Qué llevas ahí? -me pregunta señalando la cosa enorme que transporto en mi mano derecha-. ¡No será un regalo!
-No te lo vas a creer Manolo. Sí, es un regalo pero no te imaginas qué.
-Parece como si fuera un cuadro...
-Así es, un cuadro.
Resulta que una paciente mía es artista, como la Peque, y hace tiempo que me tenía prometido pintarme un cuadro. Ea, y hoy se ha presentado con él acuestas. Lo trae, es verdad, muy bien preparado, con su marco y envuelto todo él, primero con ese plástico de burbujitas y luego, por fuera, con papel grueso. No he querido descubrirlo para no ir paseando el cuadro por todo el vestíbulo así en crudo y, además, por compartir la sorpresa con la Peque una vez en casa. Uno, como marido de artista, ya va entendiendo algo, a mí me ha gustado mucho. Es un paisaje urbano de Lebrija, un viejo caserón medio derruido con un patio de palmeras tan altas que parece que le hagan cosquillas a las panzas de las nubes. A mi mujer, más perita, le ha encantado. Dice que tiene trazos de impresionismo moderno, vete tú a saber.
-Siento nostalgia de antes -me dice Manolo-, cuando regalar a los médicos era una cosa como de costumbre. Eso se ha perdido.
-A mí me siguen regalando -respondo con toda naturalidad-. Y cosas más normalitas que esto, hombre. Se ha corrido la voz de que soy un goloso y me regalan dulces, pastas, aceitunas, tomates de Los Palacios...
-Bueno... tú... -se queda dubitativo-, tú porque todavía eres de los que te mantienes cercano a la gente ¿verdad?
-¿Tú no, Manolo?
-Psss, no sé qué decirte. Yo me encuentro cómodo haciendo endoscopias con el paciente medio adormilado, lo hago bien, eso creo al menos, emito mi informe mientras las auxiliares lo despabilan... y al siguiente. En la consulta, en cambio, no. Yo puedo tener citados veinticinco pacientes por día, ¿tú te crees que así puede uno intimar lo más mínimo?
-Es una verdadera pena, Manolo. Los de nuestra edad hemos aprendido una medicina distinta a ésta de hoy, primaba mucho más el buen trato, el roce, la relación humana. Hoy son todo prisas y técnicas. Vosotros, los especialistas de órgano, corréis el riesgo de convertiros en técnicos super cualificados. Y dejaréis de ser médicos.
-Desde luego, por ese camino vamos.
-Yo gestiono mi propia consulta. Nunca me pongo más de quince o dieciséis pacientes, y ya me están pareciendo muchos.
-Claro, pero a nosotros no nos dejan. Tienen que cuadrar los números. Además que también es cierto que la consulta del internista es mucho más compleja que la de cualquier otro especialista. Es normal que le echéis más tiempo.
- En fin, Manolo, hasta mañana.
Y para despedirse me suelta una de las suyas. Este Manolo es un hombre de seria apariencia, alto, corpulento, hosco el gesto, de negrísima y cerrada barba, de estas barbas que pretenden avanzar, si se les dejara, hasta las mismas cuencas de los ojos de sus dueños. Echa patrás a la gente que no lo conoce. De tan circunspecto que parece. Pero luego es cachondo. Y me dice:
-De todas maneras a mí, como me ven tan serio, ¿quién me va a regalar? Dirán: a este hombre le llevamos tomates y es capaz de tirárnoslos a la cara.
Y nos vamos riéndonos a los coches.
Lo vengo advirtiendo desde hace tiempo. Tenemos una medicina de vanguardia, unos medios técnicos de primer orden, unos especialistas cojonudos, un aparataje y unos quirófanos de lujo, unos cirujanos robotizados, unas resonancias de última generación... pero estamos perdiendo la esencia. Deben de ocuparnos elementos nuevos que han irrumpido con fuerza en nuestro quehacer diario, tales como las estancias, los pactos de consumo, el gasto farmacéutico, los tiempos de demora, la historia clínica informatizada... La gestión clínica lo requiere. Pero no hasta el punto de perder el norte médico que no es otro que atender e intentar solucionar los problemas de salud de tus pacientes. Mi impresión al respecto es que el macro sistema sanitario nos chantajea a los médicos pretendiendo que cada uno de nosotros considere en su práctica diaria no sólo los problemas de este paciente concreto sino de la globalidad de sus posibles pacientes potenciales, es decir, el sistema se deja suplantar, relaja sus propias responsabilidades sobre las espaldas de los médicos de a pie. Quizás por ello, sólo quizás, quizás por la modernidad y los derechos laborales y el estigma negativo del funcionariado que persigue la igualdad falsaria de todos sus componentes, tal vez por comodidad, el caso es que el médico de vocación, el hombre bueno experto en curar (vir bonus melendi peritus), el que sabe escuchar y consolar se nos está yendo, no encuentra aquella antigua condición de mago, de chamán, forma parte de una especie amenazada, en peligro de extinción. Como el lince ibérico. Me temo.
Y lo peor de todo es que ese perfil médico no tiene quien lo proteja, igual que la "ñ". Al menos el lince nos tiene a los ecologistas "coñazos" empeñados en salvarlo de su desaparición.desde mi móvil ya no puedo escribir "coñazo" sino "conazo". Efectos del progreso
ResponderEliminarY aquellos médicos que lo poseen se están jubilando... Estamos apañaos.
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