En Sevilla ha hecho mucha calor estos últimos días pasados de agosto. No descubro nada. Pongo énfasis en ello porque la Peque y un servidor nos la hemos comida toda. Enterita para nosotros dos. "¿Cómo estás tan moreno si todavía no te has ido de vacaciones?" -se extrañan mis colegas en el hospital-. Será de mis tardes placenteras en la piscina de mi patio -pensaréis vosotros-. Ni hablar. De la calor que he pasado aperreado por esas calles de Triana.
Hemos vendido nuestra casa. Después de veintinueve años en ella se nos ha quedado grande. O nosotros chicos para ella. Mucha casa para dos criaturas añosas, mucho trabajo de jardín, excesivo gasto de mantenimiento. Y sólo para dos. No. Nuestra casa ha sido siempre generosa posada para hermanos, sobrinos y amigos. Y ahora... casi desierta. Los nuevos moradores van a ser una pareja joven con sus cinco hijos. Es lo suyo. Es lo que su duende desea. Gente. La Peque, por otra parte, añora ahora conocer la ciudad, vivir Sevilla, sentir el pálpito de sus calles, perderse en sus rincones, tener a mano sus talleres y escuelas de arte, visitar exposiciones, "culturizarse" un poco luego de tantos años de sana rusticidad, relacionarse con la gente en plan pueblo. Y, sobre todo, anhela liberarse del pesado fardo del coche para todo. Y yo le sigo la corriente. Porque en el fondo -y pese a la lástima que infundo entre mis hermanos y amigos que creen que me voy a disgusto- me interesa el cambio. "A nuestra edad -sentencia Juan Francisco Ojeda- todo cambio es revitalizador". Estoy de acuerdo. Por lo pronto esta tentativa ya ha conseguido dos cosas positivas en mi persona: la una, sentir en carne propia y de cerca algo que tenía medio olvidado, esto es, la liberadora sensación del desapego a lo material. Siento que no me importa abandonar mi casa. Y la otra, romper con mi rutina.
El plazo acaba el 30 de septiembre. La nueva familia necesita la casa en esa fecha para poder iniciar el curso escolar ya instalada en ella. Lógico. La Peque y un servidor hemos tenido un mes para buscar piso. El mes de agosto. Este hecho tan singular explica, por una parte, el aparente abandono de mi blog y, por otra, mi llamativo bronceado craneal y facial. Bueno, tranquilidad. Gracias a la incansable y agotadora colaboración de mi cuñada Miki que se ha pateado toda Sevilla por Internet y a nuestras siestas callejeras hemos encontrado piso en Triana. No creáis que nos hemos hecho ricos. Lo comido por lo servido. Parece mentira que un caserón tan hermoso como el nuestro valga, más o menos, lo mismo que un pisito de 85 metros en Sevilla. Da lo mismo.
Una de esas tórridas tardes de agosto me tocó ir solo a visitar un piso porque la Peque estaba trabajando. La casa en cuestión no pertenecía a ninguna inmobiliaria sino que era una operación privada de particular a particular. Mi mujer había obtenido la información por Internet y yo me encargaría de acordar con el dueño una cita. Hablamos por teléfono. Tal día, a las seis de la tarde nos veríamos en la puerta de la casa en venta, calle Alfarería,77. Muy bien. A las cinco y media y cuarenta grados a la sombra puedo aparcar el coche en lo hondo de la calle Castilla, más allá aún de la iglesia del Cachorro, un kilómetro de cansina caminata hasta el destino. Llego bien, incluso dándome lugar a entretenerme a ratos en las sombras de los naranjos, apartando mis ojos adrede de los anuncios de venta colgados de algunos balcones, tal es el hastío. A la altura del número 77 la calle Alfarería es todo sombra. Menos mal. Me hago el distraído dando pasos para allá y para acá, como haciendo tiempo. Las seis. Ni un alma en la calle. Natural. Las seis y diez. Nadie, naiden opá, diría un gitano. A las seis y cuarto pasa un paisano. "Perdone, ¿usted es Miguel Torrico?" -lo abordo. "No, ni sé quién es". "Es que he quedado con él aquí mismo. Por lo que me ha dicho vive aquí". "Yo llevo veinte años viviendo en este bloque y aquí, le puedo asegurar, no vive ningún Miguel Torrico". "Y no sabrá usted si hay aquí algún piso en venta"? "Seguro que no, yo soy el presidente de la comunidad y le digo que no". Busco en el registro de mi móvil el número del teléfono de este hombre tan informal.
-Sí, dígame.
-¿Es usted Miguel Torrico?
-El mismo.
-Ya, verá, ¿no quedamos aquí a las seis de la tarde? Es que llevo ya un rato esperándole.
-Anda, pues yo digo lo mismo. Aquí estoy en la puerta de mi casa esperando.
-Pero... -me doy la vuelta mirando en todas direcciones-. Pero si no lo veo.
-Ni yo a usted tampoco. ¿Qué cachondeo me trae usted?
-Qué va, ninguno, pero es que no lo entiendo. He preguntado a un vecino y no lo conoce a usted, que dice que usted no vive aquí...
-Pero vamos a ver, ¿usted dónde está?
-Pues donde quedamos, calle alfarería, 77.
-Ea, bien, aquí en Pilas, ¿no?
-¿Cómo que en Pilas? Yo estoy en Triana.
-Me cachis en la mar salá! Yo vivo en Pilas y la casa que vendo está en Pilas, calle alfarería. Yo creo que en el portal de Internet lo pone, que es en Pilas y no en Triana.
-¡Vaya por Dios! Usted perdone hombre, yo entendí que era en Sevilla.
¿Cómo se le queda a uno el cuerpo? Pues nada, me lo tomé a guasa, me jarté de reírme de mí mismo y me faltó tiempo para contárselo a la Peque y a la Paqui de Jaime.
Esto sí que es salir de la rutina. ¡Con dos cojones!
¿Craneo broncceado? Pero todavía no has encontrado otra gorra que te guste y sustituya a la que tubistes que usar para lo que ya sabemos?
ResponderEliminarJa ja ja. ¿Qué gracioso, tío! Con la calor estorba to, hasta la gorra. Un abrazo.
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