miércoles, 17 de diciembre de 2014

Van llegando los relevos

Decíamos ayer... que la vida sigue.
Todavía falta un mes para poder disfrutar de nuestra nueva casa pero he encontrado un atajo, si no para acortar ese tiempo, sí al menos para disponer de Internet y retomar así nuestro perdido contacto. Nuestro rollito. Como muy bien ha definido mi amigo Pepín, ya podréis volver al buen dormir con vuestro "Orfidal literario". He conseguido montar mi viejo ordenador en la casa de mi cuñada Miki donde pienso acudir casi a diario para satisfacer el "mono" de la escribanía, entre otras cuestiones.
 
La vida sigue, vaya que sí... Y tanto. Lo más sobresaliente que ha acaecido en la mía desde la última vez que nos escribimos ha sido el nacimiento de mi primer nieto, Lucas que se llama.
No me pondré ñoño ni baboso. Muchos de vosotros ya sois abuelos y, por ende, conocedores de la desmesurada ternura que estas pequeñas criaturas son capaces de despertar en nuestros ya viejos y remendados corazones. Todos conocemos de amigos sesudos, fríos de pecho y ásperos de trato que se han ablandado como gachas con el primer mohín de su nietecillo. Es la vida. Es la edad. Así ha de ser.

Consideraré, sin embargo, con vosotros una dimensión distinta de la puramente emotiva acerca de nuestros nietos. La llegada de mi Lucas a este nuestro mundo me lleva a una reflexión digamos que filosófica. Desde este punto de vista, el objetivo prioritario de las distintas clases de vida sobre la Tierra es la supervivencia, no ya de las criaturas individuales, que también, cuanto que de la especie. Es más que plausible la idea de que en un mundo de recursos finitos no quepan expectativas de vida infinita. Para que unos vivan otros han de morir. Es así en todas las especies. Y además de necesario es hasta bonito. Nos aburriríamos de contemplar siempre los mismos árboles en idéntico estado en Cazorla y, por contra, nos emocionan con sus increíbles tonos otoñales. Lo mismo ocurre en Doñana con las sucesivas generaciones de flamencos o de patos de agua, cada año los mismos, pero cada año distintos. O aquello otro más poético si queréis, lo de las oscuras golondrinas que cada primavera alegraban las plazas y calles de nuestros pueblos con sus renovadas algarabías o inspiraban los poemas de Gustavo Adolfo. Abedules, flamencos o golondrinas que han de morir para dejar paso a sus retoños, idénticos a ellos pero distintos. Lo mismo de bellos, pero diferentes.

Entendida desde este prisma ontológico, la muerte tiene sentido. No necesito la vida eterna de los creyentes para comprender mi vida finita ni  mi muerte segura. No espero nada después de ésta, nada que no sea la felicidad de mi nieto Lucas, herencia dichosa de la que han disfrutado sus abuelos en este valle de más alegrías que lágrimas.
Los abuelos somos de utilidad biológica solamente en los primeros años de las vidas de nuestros nietos, les proporcionamos ese plus de cariño y ternura que quizás echen en falta en unos padres agobiados por quehaceres domésticos y laborales, o celosamente preocupados por los cuidados higiénicos y sanitarios de la prole. La incorporación de la mujer a la vida laboral activa ha acarreado como efecto colateral la utilidad social imprescindible de los abuelos como "cuidadores". Esa es otra historia.
¿Cuántas veces hemos oído esto en boca de padres y de abuelos? "Dios mío, lo que sea, que me pase a mí, pero preserva a mis hijos (nietos) de todo mal". Es lo natural.
Uno se da por satisfecho sabiendo que la vida va a continuar en su nieto, que de alguna manera uno mismo va a seguir viviendo, que mi Lucas sorberá mocos como yo -espero que no tenga que pasar el tifus-, quizás se opere de las anginas fastidiosas, tendrá sus amiguitos en la escuela, se topará con alguien parecido a mi amigo Agundo que le enseñará a pelear y a defenderse y juntos serán los amos de la calle, se saltará a piola mi fase de monaguillo -lástima que así haya de ser-, en lugar de espadas de madera y trampas para los gorriones los Reyes Magos le echarán una play station y un Samsumg de ésos, no irá a ningún seminario ni internado -eso sí que se lo va a perder, muy a mi pesar-, pero intimará con un Antoñillo, un Frasqui, un Jaime, un Luna, un Pintor... estudiará Medicina o Historia del Arte y en la universidad conocerá a su Peque particular y se enamorará perdida y fatalmente...
Decidme, ¿no vale la pena morir por esa causa? Yo digo que sí, aunque sin prisa, claro está.

Ya van llegando nuestros relevos. Bienvenidos sean. Hay que ir preparándose.

1 comentario:

  1. Bienvenido amigo, te hemos echado de menos. Buena reflexión para los que son abuelos y para los que esperamos serlo, y también para lo que podemos o esperamos de esta la vida.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar