No me gustan los hospitales. Está feo que lo diga yo, que llevo más de treinta años viviendo en ellos. Pero tiene su explicación. En el trabajo no soy consciente del todo de que estoy pisando suelo sanitario, tierra santa como quien dice, no vivo el hospital tal como se entiende desde fuera. Estoy en la sesión clínica, en el laboratorio, en rayos o en mi consulta, en mi currelo en definitiva. Y se me pasa el tiempo en un soplo. Sin embargo, cuando tengo que ir al hospital "de visita" o "de acompañante" la cosa cambia. Una cosa es el hospital sitio de trabajo, y otra el hospital lugar de compromiso social.
Este último, el hospital-patio de vecinos, es un coñazo. Huele a química mala, a saturación, a humanidad o, incluso, a cocinilla y a fritanga. Algunos de mis amigos detestan ese tufillo que parece consustancial en cualquier ambiente hospitalario. Los entiendo. El tiempo -ésa es otra- parece detenerse, sobre todo por la noche, interminable. Hastío.
Por fortuna, pocas veces me he visto en esta tesitura tan cansina de "acompañar" a un familiar doliente. Mi madre -la pobre- murió en un plis -plas, ni siquiera una mala noche hospitalaria, y mi hermana vivió su enfermedad y, desde luego, sus días postreros en su casa, rodeada de todos los suyos, como Dios manda. Con mi suegro estoy salvado, no aguanta dos días ingresado, tenemos que abandonar el hospital por cataplines. Pide el alta voluntaria. Una bendición, no todo van a ser rarezas.
Las estancias hospitalarias de mi padre, sin embargo, merecen una atención aparte; son tan divertidas que no se hacen enojosas. Por lo menos hasta la presente: hace amistad con los vecinos de habitación y con sus familiares respectivos, intercambia con ellos teléfonos y wassapts, recaba vida y milagros de todo quisque con la misma espontaneidad que él mismo cuenta sus historias de siempre, le gusta pavonearse de sus hijos, de sus nietos y bisnietos, se hace el interesante leyendo el periódico a sus noventa y dos años ante los ojos incrédulos y maravillados de los circundantes, piropea sin recato alguno a las enfermeras y a las doctoras jovencitas y no tiene reparo en cantarles sus "defectillos" que él, con su humor tan propio, convierte en virtudes, "Mira qué lunar tan gracioso, oyes", le dice a la verruga oscura como garbanzo negro, tan poco afortunada, que afea la barbilla de una auxiliar. Ya sabemos que es un caso. Como es tan cotilla, tiene su teoría para averiguar si tal o cual enfermera es soltera o casada. Para él, si la ve seria y circunspecta es que es soltera. Las risueñas son todas casadas. Si le cabe alguna duda les pregunta directamente: ¿señora o señorita? Ahí no falla. Las casadas le contestan ufanas que casadas; y las solteras, simplemente, no contestan. Así se pasa los días. Mientras le den de comer a sus horas, tan contento. Las noches son otra cosa, claro está. Su dichoso reloj prostático le suena cada dos horas para ponerse la botella en su pingajo -que aún tiene presencia, eh- y orinar cuatro gotas de nada, mitad dentro, mitad fuera, cagarse en la puta que parió al demonio y arrollarse las sábanas a los pies. Si, como ahora, debe permanecer en dieta absoluta por dos días, durante la noche tiene ensoñaciones con la comida y delira. Mi hermana Carmen, mi sobrina María José y mi cuñada Sam -sufridoras nocturnas- cuentan que, dormido, se sienta de pronto en la cama y hace como si se estuviera zampando un potaje de garbanzos: en la mano izquierda sostiene algo, que será el plato, y con la mano derecha coge la cuchara y se la va llevando a la boca de manera repetida. Otras veces lo han visto hacer el gesto de partir el pan a pellizcos y llevárselo a la boca. Él, de siempre, arregla cualquier mal comiendo.
Días atrás ha estado ingresado en el hospital de Cabra por una pancreatitis aguda. Ha podido ser una cosa seria, pero se ha quedado en nada, gracias a Dios. "Niño -nos dice-, tranquilidad. Mientras tenga estos apetitos y cague así de duro no hay problema". Ése es su espíritu. Y así ha sido. Ya está en su casa tan ricamente.
No sé por qué pero el hospital de Cabra me infunde sensaciones distintas al resto de los hospitales. Esto de lo que hablamos sobre el rechazo o aversión a los centros sanitarios no me ocurre en Cabra. Es un hospital moderno, amplio, muy limpio y muy bien cuidado. No huelo a cosas raras quizás por su enclave en el campo. Quizás. Bien ventilado. Y son varios factores los que, creo, lo hacen atractivo para mi gusto. El hecho de estar asentado en la falda de la sierra ya es empezar bien: luminosidad, frescura, ventilación y paisaje por todos sus costados son cosas que a mí, en particular, me abren el espíritu, me animan y me sirven para distraer ese tiempo infinito del que antes hablábamos. Asomarse a cualquiera de sus ventanales y ver a gente paseando por la vía verde, la vegetación frondosa del campo o los chalecitos espolvoreados por las laderas es muy de agradecer para los cuerpos cansados de esos sillones incómodos y pegajosos. El otro elemento que resulta muy agradable a mi forma de ser es el paisanaje, tanto el sanitario como el de los enfermos y visitantes. Será, seguramente, porque la mayor parte de esas personas han nacido y se han criado, como servidor, en la Sub-bética -la Soviética, la llama mi suegra-, que me gusta todo lo que veo a mi alrededor. Me gusta esta gente. No sé. Me resulta un hospital amigable. No hablo de la calidad humana o profesional de los trabajadores sanitarios. No, ésa la considero adecuada en cualquier hospital andaluz. Me refiero al paisanaje en general. Hablo del carácter, del léxico, del espíritu abierto y campechano, de sencillez, de cultura campestre... De otra educación, de otra manera de hablar y decir. Algo realmente distinto a lo que vivo a diario en mi hospital. Ni mejor ni peor, distinto. Y a mí me gusta más, ea. No hay pecado en ello. Me gusta, me encanta, el "hasta luego, pae", la cercanía afectuosa del personal, el trato delicado a los abuelos, la antigua solidaridad familiar en el cuidado de los ancianos enfermos que alcanza hasta los nietos, las historias de aceitunas y de molinos y de gentes que han saltado desde el cortijo a la industria o al negocio familiar, que se han redimido del campo... ¡Coño!, hasta me gusta el bigotillo facha que adorna a la vieja Filomena, la mujer pegada a la cama de su marido moribundo, vecino de cama de mi padre.
Paisaje y paisanaje. Elementos que interaccionan y que son clave para entender la vida, el carácter y la filosofía de nuestras gentes. Eso dice mi amigo Juan Francisco.